martes, 30 de agosto de 2011

CAFÉ PARADISO


Fuente ilustración peymanworld.blogspot.com


 Finalista XIV Certamen Literario “Vigía de La Costa” de Benalmádena

Un cuento chino de Paqui Castillo 

Hacía más de cuatro décadas que no llovían clientes en el Café Paradiso de Shanghai. Corrían malos tiempos para un negocio basado en la compra-venta de recuerdos, apenas resquicios marchitos de postales en sepia colgando de sus herrumbrosas esquinas. Aquellas fotografías, positivado del blanco y negro de la vida, rememoraban los años gloriosos del café cantante y la mulata de caderas finas subida a la tarima flotante, entonando un fado bilingüe desde sus labios de lirio:
Aqueles sones, aquel delirio,
ritmo de agua fuerte
color martìrio.
Dixo el guajiro a su hembra.
ven para la fuente,
carinho,
eu tenho saudades, lembra-
te de mim por sempre.
Mais ela non vinho…
Klaus Kinder no era más que uno de aquellos fantasmas avocados al olvido. Entró en la estancia precedido por las solapas de su amplia gabardina avellana. Le brillaban los ojos viejos, como el oro avaro eran sus pupilas empequeñecidas por la mortecina luz del disco solar. Caminó despacio, perdiéndose en los recovecos de humo y sombras, navegando en la pestilencia somnífera del fumadero de opio clandestino. Como un sonámbulo que despertara en el trapecio de un circo, Klaus Kinder se aferró a la barra al musitar la comanda:
-Un doble güisqui on the rocks. Sin soda.
La dueña taladró a Kinder con la mirada, ladrando lascivamente una grosería desde su boca de perra esculpida en carmín. Era una arpía de la noche. Quería colgar a Kinder como un trofeo en su cama, como un camafeo en su feo escote de fantoche arrugado. Escupió:
- Ni modo, encanto. Hace milenios que los barcos heladeros no recalan en Shanghai.
- ¿Así pues, no es un sueño? –masculló Kinder.
-Ciertas verdades parecen serlo- sentenció la dueña.
Klaus Kinder reparó en el polvo de los cristales del estante azul turquesa donde medio siglo antes habían lucido los delicatesen traídos de todas partes del cosmos. Él era un niño, y el Café Paradiso un abigarrado mosaico de naciones haciendo sobre las mesas el amor y la guerra. En el ruidoso peristilo columnado, tres gracias desnudas repartiendo sus dones entre el gentío –belleza, juventud, ingenuidad- con pétalos de rosas de vainilla sobre el vientre. El biombo de bambú y tras él los muchachos orientales preparando su espectáculo gimnopédico de contorsionismo equilibrista. La lámpara de aceite y la ensalmadora árabe recitando letanías coránicas. Y aquella morocha de ojos de gata, mitad portuguesa, mitad guineana, levitando sobre sus tacones de aguja la voz cavernosa…
ameaçam como um perigo
a hora da morte,
os suos beijos asesinos.
Dia e noite lembra
dia e noite lembra…
El flashback no duró más de un segundo, pero le dejó un sabor ascórbico en la garganta trémula. Pagó su óbolo y se retiró de la barra, de las garras de la dueña y de su maldición de capitana pirata dispuesta al abordaje de la carne yerta. Y allí quedó la gárgola, sus senos fláccidos sobre el pretil pétreo, inconmovible, de la barra, agonizando una sonrisa de deseo tránsfuga evadido de su cárcel pantagruélica.
- Y pensar que los cinco continentes cupieron en esta puta punta del mundo- gimió Kinder.
Había como una corriente magnética que le atraía al lugar. Tal vez en la dársena hubiera oído una vez, en su torturada adolescencia, que los hombres no eran hombres del todo si no habían probado el sabor del Café Paradiso. Klaus Kinder recordó haber reído, por primera y última vez en su vida, porque no otro amargor que el de los posos del Paradiso corría por sus venas. La morocha había tenido la culpa.
Kinder era el Moisés de la dársena, y Shanghai su cuna. El recién nacido era como un hálito diminuto y parpadeante que gemía al son de las sirenas de los barcos heladeros del puerto. Al principio nadie había reparado en su presencia, en su resuello agitado de lobezno recién salido de la matriz capitolina. Un bulto cualquiera al pie de la dársena para pasto de gaviotas. El que la piltrafa de harapos se moviese y respirase no habría de llamar la atención de nadie: de Ulang Bator a Heilongjiang los niños abandonados se exponían para mofa del vulgo y morían sin clemencia apisonados por el gentío inmisericorde. Kinder creía aún sentir el roce de las ruedas del capitoné estampado en cretona roja contra los adoquines de la dársena, y a la voz musical ordenando:
- Deténgase aquí. Eu posso caminar sozinha.
Fuente ilustración http://www.ceitai.com/
En este punto Klaus Kinder ya no era capaz de distinguir si lo siguiente que venía había sido inventado por sí mismo o pertenecía a las fantasías entretejidas en los relatos con que la morocha le amodorraba antes de dormirse. Pero la imagen de la mujer bandera recogiéndole del suelo, con su vestido de talle de avispa, la áspera cabellera crespa domesticada por las ondas al agua, el matiz singular de su piel como cáscara de almendra, a la vez  repelente y suave, era como una prolongación de los impulsos cerebrales que dominaban sus anhelos y le habrían de perseguir al otro mundo. Al parecer, la morocha esperaba recado en la dársena de un contratista de fama dudosa que habría de llevarla a hacer las Américas. Pero el vapor a las Indias de Occidente no llegó a arribar y en su lugar, recaló ella, trasudada y olorosa a especias, ardiendo en maternidades insatisfechas, con un niño de pecho en los brazos y una maleta vieja ante las puertas del Café Paradiso, abiertas por una recomendación alabadora de sus estentóreas cualidades de cupletista de repertorio.
La morocha de ojos verdes quería a Kinder por encima de sí misma. Le puso su nombre en honor al capitán germano con el que había yacido en Harbin, un soldado alto, rubio tabaco, ebrio de soledad en el dining-room donde compartía su cena junto a los otros centuriones del Káiser Guillermo. Afinando el piano del Paradiso, la mulata iba marcando las huellas de su fugaz historia en el córtex sensible del cerebro de Kinder.
- Dime qué sentías por él, morocha- reclamaba, devorando el espacio que los separaba con sus ojos antiguos.
- Consentido, eu he vivido longo. No me acuerdo bien de ele…- cortaba ella, mintiendo por lo sano.
Y entonces fallaba una tecla entre sus dedos, rompiéndose el sonido en delgadas hebras que percutían en la estancia como mariposas metálicas.
Kinder se acostumbraba a odiarla atrapada en su rosario de amantes prófugos, y despreciaba en ellos por igual al prócer caudaloso y al esteta sin ochavos: todos dejaban un rastro a varón en las sábanas que ensuciaba sus sueños de niño. Dormían él y la morocha bajo las grandes cajas de orujo del almacén del Paradiso, sobre un antiguo hangarillón con el que los holandeses habían transportado mercancías agrícolas a la dársena hasta bien entrado el siglo. Cuando llegaba la nueva conquista ansiosa de vicio, Kinder reptaba como un zapador por el suelo del patio y amanecía sobre el piano del café, un dedo presionando la tecla rota y los ojos de viejo abismados sobre la nada estenoscópica del estrado falso.
El segundo flashback fue interrumpido por un plano general del local en penumbra. La lámpara de tungsteno dividía en dos el salón desierto. Una polilla revoloteaba en torno al círculo lumínico dando golpes kamikazes contra el cristal fosforescente. Kinder prendió un pitillo y se acercó a cámara lenta a la pared del fondo. Relucían los ojos de la morocha, sonriéndole burlona desde la dimensión centrípeta del retrato en cartoné desfigurado por el verdín de la humedad. Parecía decir: o meu filinho… pero miraba a otro, condenando al imberbe de la foto al ostracismo del fondo del armario y su chorro gravitatorio de perfume hecho con veneno de araña y flor de caléndula en mezcla variable siempre armoniosa.
- Cuánto tiempo, morocha- susurró huidizo al compás del humo del cigarro sobre el helado passpartout de la postal en sepia. Los ojos verdes parecieron destellar, frígidos, mistéricos.
La dueña salió de la trastienda y obsequió a Klaus Kinder con una mueca condescendiente. El café olía a hecatombe de cripta cerrada y apenas era media tarde. En derredor de las sillas vacías musitaban las ratas su lenguaje morse y, a lo lejos, resoplaban las chimeneas de los cargueros el himno gutural de despedida en la dársena. Kinder se abotonó la gabardina porque fuera el monzón hacía claquetear los ventanales.
- No pasará de esta noche- sentenció la dueña, mirando a hurtadillas hacia la húmeda calima de la calle.
-  Nadie en esta jodida ciudad lo sabe- aventuró Kinder –tal vez llueva eternamente.
Las baldosas carcomidas sostenían dadivosas el peso hercúleo y primitivo del piano ya sin teclas. Kinder estrelló su vaso contra el suelo y malcontuvo un acceso de vómito al comprobar que el estante turquesa era el nido de un extraño insecto acéfalo. La ventisca destripaba los últimos terrones de la primavera. Klaus Kinder sintió que se le derretían los huesos, calados hasta la médula del alisio tórrido.
- A chuva e un regalo dos ceus- solía decir la morocha cuando el monzón cubría de nubes negras el pasillo oscuro de la dársena. Y Kinder notaba cómo la envidia devoraba su corazón diminuto al paso de los vientos, esos dioses viajeros sin equipaje ni escala en puerto. De vez en cuando, le comunicaba a la morocha su deseo de embarcar en la dársena para no volver nunca.
- Si tú marchases, eu morreria.
-Nadie muere por nadie, morocha.
-Morreria. Eu sei.
La mulata ojos de gata cumplió sin tardar el vaticinio. No bien hubo puesto un pie en la dársena, párpados cargados de la arena de un llanto reciente, se precipitó por el muelle hacia el fuelle de olas que tres días antes había arrancado de Shanghai al hijo adoptivo.
La municipalidad entera acudió al responso. Las autoridades de Zhejiang y Jiangsu enviaron mensajes de condolencia al Paradiso, lleno hasta la bandera de telegramas que la dueña, en un arranque de ternura, ciclostiló y convirtió en farolillos de papel que proyectaban la octogónica caligrafía china contra las paredes mustias.
Klaus Kinder nunca lo supo.
Y ahora había acudido al Paradiso con un arrebato de temor grabado en la nuca, esperando encontrarla sentada sobre su taburete adamasquinado, templando las cuerdas vocales del piano de cola, más joven que nunca, por descontado hermosa. Negaba la dueña su pregunta antes de ser formulada.
-  Nada sé de ella. Pregúntale a la dársena- respondió inconmovible la dama duende, agitando la espesura del bosque de sus cejas fantásticas.
Y era verdad. Sólo quedó en el puerto el viejo vestido de talle de avispa, aquella esencia ácima de su sudor congelado en el tiempo. No devolvió el mar cadáver alguno por el que llevar un luto.
La vieja dragona suspiró con codicia exponiendo a la venta, por postrera vez, sus encantos infectos de hachís y alcohol. Kinder se precipitó hacia la puerta sin intención de despedirse de la cancerbera y sus efluvios de ángel de exterminio. Hundió los puños cerrados en el mullido tafetán de los bolsillos, y comprobó que no quedaba en ellos más que una sola moneda. Bramaban fuera, redoblando al son de tormenta tropical ecuatoriano tam-tam, los tambores del firmamento. El Café Paradiso crepitaba como una pagoda de barro bajo el monzón indolente, cemento líquido que aplastaba fondo contra forma y desdibujaba el contorno de la realidad efímera de las lámparas de neón desleídas por la lluvia.
Dirigió un último vistazo a la postal. La morocha le seguía observando desde el parapeto de sus ojos de gata, agigantados hasta el detalle nimio en la mirada oblicua de Kinder. Jugaba a tres bandas desde su quietud compleja de diorama excéntrico, vertiginoso, aleph de celos reencontrados. O meu filinho
- Madre-musitó.
Fuente fotografía  http://www.estuimagen.com/
Enseguida se arrepintió de su flaqueza, y aquella madrugada continuó llamando morocha al espejismo del Paradiso, delgado espectro asomado al colosal abismo de sus tacones de aguja impregnado en el celuloide escarlatino del beso edípico, voraz y asesino, demonio turgente convocado desde las profundidades de la dársena oscura, tragada por el contumaz infierno del primitivo diluvio.

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