domingo, 28 de agosto de 2011

MI CORAZÓN Y SU ALIMENTO, CRÓNICA DE UN TAPEO


Por Francisca Castillo Martín

Valle de Abdalajís, Málaga, 27 de mayo de 2011 
Llevo conduciendo todo el día. He sorteado mil peligros en la jungla de asfalto. Llueve y tengo frío en el alma. En la maleta un mapa, y en el mapa un destino: donde el viento me lleve. Tengo ganas de volver a mi casa, al seno de tierra y palma que siempre me ha ofrecido como una madre sus brazos abiertos. He decidido salir a su encuentro, en mi coche viejo, mi esperanza nueva de encontrar por fin el descanso. Un par de kilómetros antes de llegar al pueblo, me topo con un lugar extraño y bellísimo entre las rocas grises de la sierra.
Al abrigo de las tormentas, proclama su soledad a las nubes y los pájaros en el alto cielo. El Alamut, con su promesa cósmica de paz, me abre las puertas. Mari Carmen Yesa, su propietaria, me cuenta cómo surgió la idea de crear este remanso salido de un sueño: “Llevaba muchos años trabajando en una agencia de viajes. El ritmo trepidante en el que me encontraba envuelta, hoy aquí, mañana en Nueva York, no me satisfacía. Hubo un momento en que me dije: ésta no es  la forma de vida que yo quiero. Deseo vivir en contacto con la naturaleza. Siempre había soñado con un pueblecito pequeño que se llama Linares de la Sierra, en Huelva, y pensé que el Valle,  cercano a Málaga, que era por entonces mi lugar de residencia, podría ser un pueblo muy similar a aquel. Y decidí venirme a vivir aquí y como aquí no tenía trabajo hice de mi sueño un modo de ganarme la vida”. Mari Carmen sintió una gran atracción por la montaña Mágica de Abdalajís: “La primera vez que anduve por esta sierra y vi lo solitaria y lo virgen que era, me cautivó. Es una sierra donde podrían explotarse formas de turismo sostenible, respetuosas con el medio ambiente, si cambiara la mentalidad del autóctono y se habilitaran zonas limpias y entornos bonitos, que es lo que busca el turista que ama la naturaleza”. El establecimiento de Mari Carmen también está muy ligado al vuelo libre. Surgió en los años dorados y muchos de sus clientes siguen siendo pilotos de parapente y ala delta: “Cuando decidí abrir un hotel en aquella época había todos los fines de semana en el Valle ochenta o cien personas volando en parapente. En ese momento no existía ningún hotel, y me di cuenta de que era una zona con un atractivo y un potencial muy fuerte para este tipo de turismo. Y entonces decidí crear El Alamut”. Sin embargo, en su opinión, aún hay graves problemas que debe afrontar el vuelo si quiere remontar: “Después de muchos años, aún no hemos conseguido tener en propiedad los despegues y aterrizajes para facilitar la práctica de un deporte que después de treinta años ya debería estar consolidado, y yo creo que eso es un poco dejadez por parte nuestra”.  La conversación fluye mientras me tomo el generoso desayuno que ha preparado la anfitriona: “Mi idea es intentar darle al cliente productos de calidad, cuanto más artesanales y más caseros, mejor. Procuro elaborar todas las mermeladas que consumen los clientes, elaboro el pan también, el aceite es de la molienda de las aceitunas. Todo lo que has tomado no tiene ningún tipo de aditivos, y ésta es la base principal de la alimentación en el Alamut. No tenemos grandes lujos, pero todas las comidas están hechas con un ingrediente principal: el cariño”.
Sigo mi periplo. Las calles a esta hora están llenas de viandantes. Jueves de mercado. Gritos de los vendedores, mercancías por las calles y olor a flores. Me siento parte del entorno, porque estar aquí es como volver a casa, al idilio de la infancia. En la plaza de San Lorenzo, en el centro del pueblo, se alza el bar “Rincón del Tapeíto”. Es un lugar acogedor, con una atmósfera familiar y tranquila. En él me recibe su dueño, José Antonio Pérez Rosa, Pepe, quien me cuenta la historia de este local lleno de vida y de recuerdos: “El Rincón del Tapeíto, que antes se llamaba Bar Pilas, tiene unos ciento veinte años. Ha sufrido una serie de trasformaciones a lo largo de este tiempo, y hace poco decidimos cambiarle el nombre por uno más comercial, la gente busca más los rincones así”.
Delante de una sabrosa variedad de tapas, seleccionadas de una carta con más de veinticinco, Pepe comenta: “Lo que más trabajamos aquí es la cocina del interior de los pueblos, como puede ser las migas, las sopas perotas, el aliño o la porra antequerana. Dentro de mis especialidades están la carrillada, la vieira al pil- pil,  los pinchos de pollo, las brochetas, los espárragos, el revuelto de tagarninas o el de setas”. Depositario de una larga tradición de restauradores, Pepe es consciente de los cambios que el siglo ha introducido en la forma de vivir y de comer: “Aquí hace veinte años se comía lo típico: calamares, boquerones, tortilla de patatas y poco más. No había costumbre de otra cosa, no había medios, no se podía traer pescado fresco y los congelados tampoco estaban muy avanzados. Ahora estamos a veinte minutos de Antequera y a cincuenta de Málaga y tenemos al alcance cualquier pescado o marisco fresco y hay una extensa gama de productos de la zona que antes no había”. Pero la tradición no está reñida con la modernidad y en los fogones de Pepe se cocina también con creatividad: “Entre mis platos más innovadores se encuentran los saquitos de queso de cabra o de cangrejo. Se cuida mucho más la presentación que antes, porque actualmente se ha ampliado el abanico de edades de la clientela y tienes que adaptarte a sus gustos”, explica. El Rincón del Tapeíto también es especial porque tiene su corazón en el vuelo libre y su memoria anclada a los años dorados del parapente y el ala delta en Valle de Abdalajís.
Pregunto a Pepe por una gran fotografía enmarcada y firmada que ostenta tras la barra, y me responde, con orgullo: “Es un póster firmado por los cinco mejores pilotos de parapente del mundo, que se encontraban juntos en el Valle por esas fechas, diciembre para ser más exactos, cuando en ninguna otra zona de Europa se puede volar”. Y es que para Pepe, la caída de la actividad del vuelo en la zona es una desgracia, ya que “no poseemos ni ganadería ni industria. Lo que tenemos es senderismo, escalada, ala delta y parapente. Solamente lo hemos de promover un poquito”. La idea es que algún día renazca el prestigio que la zona cobró a mediados de los ochenta: “Todo el mundo en vuelo conoce Valle de Abdalajís. No es difícil que resurja, quizás ya no con la fuerza de los primeros años, pero sí como lugar de destino de los amantes de este deporte. La zona está, los vientos están, la simpatía y el agrado de la gente está y no creo que sea difícil volverlo a recuperar”. Los medios, según Pepe, son muy sencillos: “Hacer una buena campaña de publicidad e intentar tener unas buenas infraestructuras. Lo único que se necesita es tener ganas de trabajar y ponerse manos a la obra, porque la materia prima ya la tenemos”. Le pregunto a Pepe que sitios me recomendaría visitar después del magnífico tapeo: “Yo te recomendaría que vieras la casa natal de Madre Petra. Es una residencia de ancianos que fundó Madre Petra de San José, donde se conserva su casa tal como era. También te aconsejaría que vieras el palacio del Conde de los Corbos, fundador de la villa del Valle de Abdalajís, el mirador del Cristo de la Sierra, desde el que se contempla todo el Valle, el rincón del Palacio, la ruta de los manantiales de los Atanores y  los lavaderos, y sobre todo que recorrieras cada una de las calles del pueblo porque cada una tiene una curiosidad. Si para mí es curioso ver a una persona mayor encendiendo un brasero, a una persona extranjera, que no lo habrá visto en la vida, le llamará mucho más la atención. Y como eso, cualquier cosa, una persona rifando un manojo de espárragos, o alguien con la yunta de mulos”. Me doy cuenta de que Pepe es un enamorado de su pueblo cuando me dice: “Tengo mi bar abierto desde las 6 de la mañana hasta las 6 de la tarde. Y a las 6 de la tarde, cuando cierro, en vez de irme a mi casa a Antequera me compro un paquete de pipas, me las como en la plaza y después me voy. Todas las tardes”. Yo creo que no hay mejor declaración de amor.
Varias casas más abajo del Rincón del Tapeíto me encuentro con un bar atípico, el Carpe Diem. Me llama la atención su decoración ultramoderna y cool  a base de paneles horizontales, transparencias y colores fuertes. ¿Qué hace este trocito de Manhattan en un pueblo del interior de Málaga? Pepe Rabaneda, su dueño, nos lo explica: “Llevábamos siete u ocho años regentando un bar más convencional, y decidimos montar un entorno único donde la juventud tuviera su lugar de reunión, y entonces nos encargamos de crear una decoración más moderna, con música y  ambiente selecto. Aunque el proyecto nos lo hizo una persona especializada, mi esposa, mi sobrino y yo recorrimos muchos lugares recogiendo ideas de decoración. Estamos muy satisfechos de haber conseguido este resultado”. Niños y mayores también tienen su espacio en el Carpe Diem. Una amplia variedad de comidas y música de todos los tiempos convierten este bar en un referente imprescindible los fines de semana. Al preguntarle si cree que hay una cultura de la tapa en el Valle, Pepe me contesta: “Yo creo que sí, porque el Valle es muy de tapeo. Siempre hemos intentado ir mejorando el sistema y creo que se va consiguiendo, porque afortunadamente tenemos todos los medios para dar todo lo que se le antoje al cliente. A la gente le tira mucho el tapeo del Carpe Diem”. Entre sus tapas más famosas, el pulpo a la gallega, la porra, el salchichón, el chorizo o la morcilla. “Pero las reinas de las tapas son las alitas, la ensaladilla de bocas, el calamar y la anchoa de Málaga”. Uno de los problemas que Pepe piensa que obstaculiza el turismo son las comunicaciones: “Las carreteras están un poco desfasadas, aunque el pueblo, como sitio ideal y tranquilo es único. No lo cambio por nada”. Lo mejor que tiene el Valle: “La gente sencilla, sana, que acoge al visitante con hospitalidad, aunque los medios no son muy elevados.” Como ventajas destaca la cercanía al Chorro, y la belleza de la sierra y de la ermita y otros lugares típicos. Le pido que defina el Valle con una palabra y se emociona: “Maravilloso”. Sin embargo, cree que queda mucho por hacer para convertirlo en un destino turístico de calidad: “Aunque los empresarios tenemos el apoyo de los vallesteros, los organismos públicos podrían incentivar más al turismo. Sólo tenemos gastos, trámites y papeleos, y ninguna ayuda. El Valle está un poco olvidado por todos. Tenemos que conseguir la carretera, y después, demostrar lo que valemos. Nuestro pueblo es un diamante en bruto que hay que pulir”.
He pasado la tarde paseando entre las calles, para bajar las tapas que he tomado departiendo amigablemente con Pepe Rabaneda. He olido las rosas de la Avenida, he tomado fotos de cada esquina, buscando su historia impresa en cada muro. He bebido agua en la fuente de la Plaza, he visitado los puestos del mercado, he leído la inscripción latina de La Peana. Y he subido al Gangarro, desde donde se ve el horizonte ancho y pálido y se siente el latido de la sierra, la roca a punto de desprenderse un día su gran corazón de piedra. La brisa es tan cálida, a pesar de que aún no es verano, el aroma del pino y de la lavanda me transportan a otro mundo. Suena una campana, en el pueblo. Atardece. Quiero quedarme a vivir aquí.
Al caer la tarde tapearé en el restaurante Vista a la Sierra. Filetillos con patatas, pinchitos, calamares plancha, calamares fritos, boquerones, champiñón, setas del terreno, todo de casa, como en casa. Mari, la propietaria, haciendo un alto en sus quehaceres en la cocina, me cuenta el celoso secreto de las  migas: “El pan se pone muy picadito, un poco de agua para remojar, después se echa aceite, se fríen los ajos, con un poquito de tocino o de chorizo, o de lomo. Después se va elaborando poquito a poco hasta que ese pan queda ya bien hecho. Luego se le ponen unos trozos de naranja encima, unas aceitunas, huevo, pimiento, y ya está”. Paco, el marido de Mari, me cuenta la historia del hostal: “Construimos el Vista a la Sierra en el 2002. La idea de construirlo  surgió cuando volvimos de Suiza y montamos un pub, lo que me permitió comprobar la demanda de hospedaje que había por aquel entonces en el Valle. Intentamos y creo que lo conseguimos, hacer un edificio adecuado a las necesidades del visitante. Cómodo, sin lujos, pero muy acogedor y atractivo”.  La estancia de Paco en Suiza le marcó profundamente y le hizo pensar en desarrollar una idea de negocio en su propio pueblo para ofrecer al extranjero el calor de un hogar a cientos o miles de kilómetros de su tierra: “A la hora de montar mi negocio, influyó el haber estado  fuera. Me traje de allí el proyecto hecho, no en papel pero si en la mente. Yo también había estado alojándome en hoteles, hostales, pensiones, y llegué a la conclusión de que el lujo solo servía para pagar. Hay sitios muy lujosos, pero totalmente impersonales. Quise adaptar mi hostal a aquello que yo había sentido en mi propia piel como más cómodo y más agradable. Tengo clientes de Norteamérica, Suecia, Grecia, Alemania, Suiza, Austria, Portugal. Todos ellos  se sienten muy bien acogidos, como en familia. Hace un año se quedó en nuestro hostal una señorita que  estaba haciendo unos planos de la ruta GR-7 para una agencia de viajes.  En el libro que luego escribió hablaba  maravillas del Vista a la Sierra. En otra ocasión un extranjero vino un domingo a una hora avanzada de la noche, y aunque estaba cerrado, abrimos el restaurante para él. Al día siguiente nos escribió una carta en la que decía que le gustaría poder tratar algún día a las personas con el calor y la amabilidad con que lo habíamos tratado nosotros”.  Paco, como el resto de entrevistados, está profundamente enamorado de Abdalajís: “Del Valle destacaría todo: la hospitalidad de la gente, su trato familiar con los visitantes, el  maravilloso entorno que nos rodea. Desde mi absoluto convencimiento, creo que vivimos en un paraíso natural”. Entre tapa y tapa, me explica su punto de vista sobre cómo se podría potenciar el turismo: “Tendríamos que conservar muchísimo los valores que tenemos. El Valle se ha caracterizado por ser un pueblo blanco. Estamos rompiendo con esa tradición y tendríamos que volver a tener ese pueblo blanco. En cuanto al entorno, tendríamos que conservarlo virgen pero obteniendo de él alguna utilidad, como por ejemplo habilitando los senderos que la maleza y los años han tapado. Podríamos utilizar esos caminos sin afectar absolutamente nada el entorno, y dejarlos tal como estaban antiguamente. Cuesta muy poco dinero y sólo hace falta un poquito de buena voluntad”. Esta buena voluntad es, para Paco, una empresa de muchos: “Hemos de librar una guerra constructiva. Si la palabra guerra es desagradable, hablemos de la palabra ilusión que es más bonita. Cada empresario debe esforzarse por mejorar su propio negocio. Luego, el ayuntamiento debe promocionar el pueblo y entre todos tenemos que ponernos a luchar por mejorar las infraestructuras”. La limpieza también es un tema importante: “Debemos cuidar nuestro pueblo, para que tengamos unas entradas bonitas. Los ciudadanos debemos concienciarnos de que no podemos romper ni ensuciar”. En su opinión, es un esfuerzo de todos:” No sólo somos treinta empresarios y el grupo municipal, sino más de tres mil habitantes, y tenemos que estar todos a una. Vamos a plantar para que nuestros hijos y nietos puedan algún dia coger el fruto”.  El patrimonio histórico también está entre sus preocupaciones: “Si se hubiera conservado un veinte o un diez por ciento de las monedas, figuras y demás riqueza que desde los años setenta se ha venido expoliando,  hoy  tendríamos un museo impresionante. También sería vital poner en valor las ruinas romanas de la villa de Nescania, y hacer un circuito de visitas del palacio del Conde de los Corbos, la posada, la iglesia o la residencia de ancianos. Todo ello unido a una Oficina de Turismo que funcionara realmente”. Cuando le pido que me defina en pocas palabras la relación que tiene con el Valle, me dice: “Para mí el Valle de Abdalajis es algo tan bonito que es muy difícil de describirlo con palabras. Es uno de los pueblos más maravillosos de la zona, porque es muy acogedor, y tiene por habitantes a personas sencillas, humildes y sanas”.
No me quiero marchar, pero se acaba mi tiempo en el pueblo dormido bajo el coloso de roca. Anochece en el aterrizaje de Levante, donde sobrevuelan, ya a punto de plegar sus alas, los parapentes y las alas delta que han hecho mundialmente famoso este paraje serrano. Recuerdo mi infancia aquí, mis primeros amigos, mis primeros amores. El cielo es tan diáfano, las nubes coronan su horizonte como un mar de plata. Y siento la nostalgia de aquellos tiempos míticos de la niñez. Más arriba, la que fue mi casa, más abajo, una extensión de olivos grisáceos, impresión de paisaje de mis primeros días de vida. No, no me quiero marchar. Todavía.
Me regalaré a mi misma una cena de despedida por todo lo alto, para compensar los sinsabores del regreso a la ciudad sin ley. He detenido mi viejo Corsa frente al manantial, he bebido de sus aguas, y como si surgieran del legendario Ameletes, se han borrado mis penas. Saciada y exhausta, encamino mis pasos hacia el restaurante de los Atanores, deudor, en su nombre, del nombre del manantial. Francisco José Rosa me explica el origen de este lugar singular: “El restaurante era de mis padres. Ellos siempre han trabajado en el campo, en la huerta, y como estaban bien situados en la carretera les surgió la idea de hacer una venta. En un principio era un pequeño bar de tapas y a partir de ahí fue creciendo hasta convertirse en el restaurante que es ahora”. Un lugar emblemático donde se han celebrado cientos de bodas , bautizos y comuniones, con un salón preparado para atender a más de seiscientos invitados y un personal servicial y atento siempre a las necesidades del cliente. Cree Francisco que la cultura de la tapa se está perdiendo: “Había una cultura de la tapa, que consistía en beber dos o tres cervezas y comer dos o tres tapas y estar dos horas charlando, pero esa costumbre está desapareciendo. La gente cada vez sale menos. Y los jóvenes prefieren el botellón y los restaurantes de comida rápida. Los restauradores deben intentar mejorar la calidad y la oferta para contrarrestar esta tendencia”. Y calidad es lo que ofrece Los Atanores, conocido por las bondades de su cocina tradicional: “Nuestros platos típicos dependen de la temporada. Tenemos en nuestra carta migas, cocido de tagarninas, chivo, carnes a la plancha o a la brasa, algo de caza o carnes. Nuestro plato estrella es una ensalada con queso de cabra y frutos secos, y luego lomo de venado que servimos con una salsa de arándanos. El plato fuerte del invierno son  las migas. Los clientes vienen los fines de semana sobre todo buscando las migas, pero también el chivo y comida más tradicional, por ejemplo las pelonas de lomo”. Sin embargo, Francisco reconoce que los nuevos tiempos imponen cambios: “El empresario tiene que reciclarse. Hay que estar al día, aunque aquí lo que se ofrezca sean comidas de hace 50 años. Es la gente joven la que marca la tendencia, porque los más mayores suelen buscar los platos de toda la vida”.
Satisfechas mi morriña, mi curiosidad y mi hambre, monto en el coche viejo que me devolverá a la ingrata ciudad. Atrás queda mi pueblo, lejos, cada vez más lejos, empequeñeciendo, blanco y quieto. Me doy cuenta de cuánto lo quiero mientras lo dejo, de cuánto se queda en el camino que recorrieron, niños, mis pies descalzos. Ahíta de paisaje, de campo y espiga, hasta que vuelva llevaré conmigo en la mochila, como el gran  Labordeta, mi corazón, y su alimento.

Carta de tapas del Rincón del Tapeíto

Hotel El Refugio de Alamut

Desayuno típicamente vallestero de El Refugio de Alamut

Acogedor interior del Refugio de Alamut

Para contar historias al calor del fuego


Tapeo en el restaurante del Hostal Vista a la Sierra



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