sábado, 27 de agosto de 2011

SENDEROS DE PIEDRA BLANCA, EL REFUGIO DE LA MIEL

El Retiro del Abuelo
Por Francisca Castillo Martín

Senderos de plata, una carretera perfilada por el resplandor albino de la roca lunar. Mi viejo Corsa navega entre océanos de espigas; terminando mayo, el campo huele a gloria. Nunca he estado en estos lares y, sin embargo, algo me dice que los conozco, que los he visitado en sueños. Me estremezco contemplando el latido de la sierra; allá en lontananza, el ruido de la civilización que se aleja de mi vista. Me sumerjo en la aventura.
Amplio salón con vistas a la naturaleza
Voy en busca de un lugar mítico, escondido en las ondulaciones de los montes: el Retiro del Abuelo, situado en el Paraje de la Habana, término municipal de Almogía, a unos ocho kilómetros de Valle de Abdalajís. Como abeja obrera, he venido atraída por el reclamo de la miel que preparan con mimo Inmaculada Molero y su marido Francisco. Al bajarme del coche me enfrento con la panorámica más hermosa que puede contemplar ser humano, una casa rural donde se respira la quietud de la dicha, la paz del campo. “El Retiro del Abuelo tiene tres años de vida, pero hace mucho tiempo que andábamos con el proyecto en mente. Era una vivienda muy antigua, que fue reformada y ampliada, con lo que conseguimos revalorizar el terreno y dotar a la zona con el lujo de una casa rural  que acoge a visitantes de todo el mundo”, nos cuenta Inmaculada.
Interior de la casa
La sencillez arquitectónica de la casa, el gusto en la decoración y los pequeños detalles esparcidos por doquier nos hablan del amor hacia obra bien hecha y de la pasión por la vida campesina: “fue un proceso muy laborioso. En 2006 comenzamos a gestionar todo el papeleo, con la mente puesta siempre en crear un negocio de turismo rural. Pensamos incluso en crear un retiro campestre para personas mayores, pero nos exigían demasiados requisitos”, agrega.
Esta hermosa casa debe su nombre a una persona muy especial para Inma: “le pusimos El Retiro del Abuelo en honor a mi padre, que falleció en 2008. Aunque estaba muy mayor, me ayudaba muchísimo. Siempre iba cargado con el escardillo, y lo mismo podaba que sembraba o desbrozaba. Es como si todo esto le perteneciera”.
Inmaculada recibió a sus primeros clientes en agosto de 2008. Era una pareja de Barcelona con la que enseguida estableció un vínculo mágico: “Entre nosotros surgió una bonita amistad. Les conté historias de la zona, les hablé de la vida en el campo y les abrí las puertas de mi propia casa”, recuerda con emoción.
Porque Inma, al ser vecina de los inquilinos del Retiro del Abuelo, siempre está cerca para echar una mano. Su carácter generoso y sus maneras afectuosas la han convertido en la perfecta anfitriona: “recuerdo cientos de anécdotas, como aquel día en que estaba comiendo en Pastelero y los clientes me llamaron angustiados porque se les había quedado la lleve dentro. Dejé mi plato y corrí a socorrerles. O cuando se estropeó el televisor y a pesar de mi avanzado estado de gestación conduje hasta Málaga y regresé con una enorme pantalla plana que hizo las delicias de la pareja que entonces estaba alojada en la casa”.
El Retiro del Abuelo es un prodigio de aprovechamiento del espacio. En medio de una amplia finca, surge como un bastión blanco en las faldas de una suave loma. Inmaculada se ha encargado de gran parte de las obras de albañilería, especialmente los acabados, como el lecheado o los adornos de las columnas de entrada, hechos con piedra del lugar cortada por ella misma con la radial: “todo este trabajo ha tenido recientemente un importante reconocimiento”, dice, mientras nos muestra orgullosa la placa de establecimiento recomendado por la web Toprural: “cuando haces algo por ti misma, con tu esfuerzo, con tu sudor, lo valoras mucho más, y los clientes lo perciben”, confiesa.


El paraíso de las abejas

Ambrosía
En el planeta de las abejas
El polen
El Retiro del Abuelo tiene otros encantos más recónditos. Inma y su marido explotan colmenas en las profundidades del bosque de alcornoques y jaras, un paraíso feraz y virgen, algo agreste, donde la flora mediterránea sigue tan prístina como debió serlo en tiempos prehistóricos. Para llegar hasta allí, nos aventuramos en su todoterreno, ya que los caminos son de tierra, y mi endeble Corsa ya ha cumplido por hoy con su ración de baqueteo. A medida que nos adentramos en el extraño y ubérrimo paraje, me voy sintiendo cada vez más privilegiada por tener a esta mujer fuerte y luchadora como guía. Me ofrece, hospitalaria, un tarro de polen ecológico que voy saboreando por el camino como si fuera una golosina. Su sabor es a la vez extraño y delicioso: “el polen tiene innumerables propiedades nutritivas y es uno de los alimentos más sanos y energéticos que se conocen. En mi explotación se hace de forma totalmente natural, sin añadido químico alguno. Por eso las colmenas deben estar en una zona  alejada por completo de la polución y el ruido, en un entorno no contaminado, de aire puro, en plena naturaleza”, explica.
Avanzamos en el renqueante jeep y nos encontramos con algunos vecinos de Inma. Afanados en sus labores agrícolas, se detienen un momento para saludarla con cariño. Está claro que el tesón y el coraje de esta emprendedora se ha ganado el respeto de los nobles y curtidos  hombres del agro: “lo importante en esta vida no es el dinero, sino hacer el trabajo con dedicación, esfuerzo y constancia. Para mí es un orgullo ser agricultora y apicultora, como lo fueron mis padres y antes de ellos mis abuelos. He seguido su camino, y así siento que formo parte de la naturaleza. Nunca me pongo guantes para trabajar la tierra, porque me gusta sentir su tacto y estar en contacto con ella, aunque me lastime o me arañe”, dice.
Llegamos al colmenar y toca ponerse el traje de briega, la mascarilla protectora con su aspecto de burka o escafandra, los guantes de goma que no me dejan manejar la cámara táctil del móvil. Parecemos dos astronautas en un planeta lejano, habitado sólo por abejas. Los sonidos del campo me embelesan, y me mecen los acordes del agua,  el susurrar del viento entre los árboles. El calor es sofocante, pero no siento sus lametazos, sólo el rítmico zumbido de las obreras trayendo las miel a las celdillas, el de los zánganos alimentándose del trabajo de las hembras. Buscamos, sin éxito, algún rastro de la reina. A ella los humanos no pueden tocarla, porque perdería el respeto de sus súbditos. Habita en la colmena y sólo puede haber una. Cuando las otras reinas nacen, deben volar hasta los árboles y crear su propia sociedad de obreras y zánganos. Es su civilización un engranaje perfecto donde todo funciona con precisión cronométrica. Cada cual tiene encomendada una tarea: la obrera cuida de la alimentación de adultos y crías; los zánganos se encargan de fecundar a la reina, y ésta pone los huevos suficientes para garantizar la reproducción de la especie.
Una especie  que está cada vez más amenazada y es más vulnerable: “sin las abejas sería muy difícil mantener el equilibrio del ecosistema y la biodiversidad, ya que a través de la polinización aseguran la subsistencia de la flora autóctona, lo que constituye el primer eslabón de la cadena de la vida”, explica Inma. Además, las explotaciones  de colmenares convencionales permiten el desarrollo de los cultivos y el aumento de la productividad. “La abeja está seriamente amenazada por enfermedades que a veces llegan a ser auténticas pandemias. Ya no puede vivir en estado salvaje en enjambres, como solía hacerlo en el pasado, porque se moriría sin los cuidados del apicultor. Éste tiene un papel fundamental para mantener a salvo a un insecto mucho más frágil de lo que se cree”, comenta.
En el intento de tomar una foto, recibo una picadura en la mano derecha, desenguantada y expuesta a los temibles aguijones. No es nada grave, pero hay preparada una inyección de adrenalina, por si las moscas: “siempre llevo el antídoto conmigo, porque soy alérgica”, bromea Inma.
Abrimos una colmena, ciudad humana en miniatura: los huevos en sus nidos, algunos ya maduros. Se distinguen las celdillas destinadas a los huevos de obreras de los de la reina por su tamaño ocho veces mayor a las de sus futuros súbditos. Las celdillas más oscuras contienen insectos adultos a punto de nacer. Inma me pregunta si quiero ver eclosionar un huevo de abeja reina. Levanta levemente, con delicadeza, la tapa del nido. Dentro, expectante, está la joven jefa de esta sociedad  matriarcal organizada en clanes. Por la abertura desliza la diminuta cabeza, los ojos despertando al mundo, el esbelto cuerpo despendiéndose del envoltorio de cera de la infancia. Pronto camina por el panal con el porte principesco de una lejana monarca. Se distingue del resto, aún niña, por ser de mayor tamaño, por las alas finas y el cuerpo delgado y flexible. Vivirá tres años y colonizará nuevos panales; su longevidad es cien veces mayor que la de sus obreras, que vivirán, como esclavas, sólo durante tres meses.
Caminos de piedra blanca, que conducen a un universo selenita, inédito. Con el sabor del polen en la boca, regreso al Retiro del Abuelo y contemplo la extensión de la finca. Aquí Fray Luis de León se hubiera sentido a sus anchas. Cuatro puntos cardinales abrazan al paisaje: el Valle, Almogía, Álora, Antequera.
Subo en el Corsa, compañero de fatigas, dejando atrás la senda que me trajo a este lugar primitivo. ¡Qué rincón tan hospitalario! Inma es tan laboriosa como la más esforzada abeja obrera, pero tiene el corazón de una reina madre.
Yo quiero libar el néctar de las florecillas del campo, de la jara y de la matalahúva, ser abeja y danzar eternamente el baile nupcial a la sombra de los astros.
Y soñar que sueño con caminos blancos...

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