viernes, 30 de septiembre de 2011

LA ROSA BLANCA DE TOPEKA



Un relato de Paqui Castillo
Siempre quise ser una estrella. Tener un camerino con las letras de mi nombre en molde, bajo el quicio de la puerta, una recia muchacha de servicio para perfumarme y embadurnarme el rostro con afeites y polvos de color, y otra, más menuda, para despachar el correo ordinario. Mi silueta montada a lomos de un corcel azabache reproducida mil y una veces, cabalgando las marquesinas de cada una de las capitales de estado que me obligaban a aprender de memoria en el colegio. Sí, tenía aspiraciones de diva
Nací en Topeka, Kansas, como la protagonista de El mago de Oz. Quizás por eso, y porque mi madre había visto la película en el Roxy la primera vez que se citó con mi padre, me pusieron por nombre de pila Dorothy. Nada fuera de lo común; sencillo y sin ambages, con pocas pretensiones, como fueron mi nacimiento y mi infancia. Me crié en una gran casa de tejados rojos y columnas neoclásicas, un estilo que mi padre copió de la Tara de Lo que el viento se llevó. A mi casa,  construida en medio de una gran pradera desecada, podría habérsela llevado un huracán de los muchos que pululaban los cielos de Kansas, pero nunca fue posible mientras mi abuelo John Brighton tuvo su escopeta a mano y fuerza para gritar a voz en cuello, afiebrado y medio desnudo, su singular salmo alejador de las tormentas. Se sentaba en la mecedora y esperaba, mirando el horizonte, con sus ojos extrañamente brillantes, y cantaba, haciendo vibrar, como una caja de resonancia, el haz de cuerdas vocales de su garganta. Entonces las nubes se agolpaban sobre nuestras cabezas; los niños, aterrados, nos escondíamos en el desván de la casa, entre recuerdos oxidados y periódicos antediluvianos. El viento soplaba y soplaba, amenazando con hacer volar el tejado. Algunas tejas se quebraban y caían, con un ruido sordo, hechas añicos. Mi abuelo chirriaba los escasos dientes que le quedaban en la boca, cargaba la escopeta y acariciaba los cañones. Y, mientras la tempestad se cebaba con el vecindario, John Brighton disparaba al cielo y maldecía en quechua al hacedor del viento, Ehecatl. Me parece verlo aún, la gran nariz corva, delatora de su remoto origen de nativo americano, el pijama de una pieza, abierto a la altura del pecho, las largas greñas desafiando las corrientes de aire, su tótem protector, Quetzalcoatl, el pájaro emplumado, librando una batalla cósmica contra el dios del viento.
John Brighton, el indio, era místico para unos, loco para otros, y un enigma para todos. Me llevaba consigo en sus largas expediciones por la pequeña pampa de Topeka. Aún recuerdo el día en que descubrimos la oscura conexión que nos unía. Estábamos en la pradera, en el mes de las lluvias. Un torrente bajaba de las cumbres del monte Dorbat; mi abuelo y yo nos mojábamos en silencio; su pipa parecía una diminuta hoguera  que de cuando en cuando me lanzaba señales intermitentes de ascuas grises. Mis botas de montar estaban caladas de blanda lluvia y el suelo de tierra batida se hundía bajo mis pies. Los potros, medio enloquecidos, se resistían al fierro del herrero, y tuvimos que luchar en la negrura para que entraran en masa al cercado. Una potranca marrón intentaba erguirse sobre sus patas, pero resbalaba y caía de bruces contra el barro gelatinoso. Cuando me acerqué a ella, me miró sin miedo,  y mi mano quedó suspendida a medio camino entre la nada y sus crines castañas, dibujando una caricia. Aterrada, vi cómo la sangre brotaba a borbotones de su cerviz y no pude evitar cerrar los párpados cuando el torrente del Dorbat me trajo imágenes confusas del animal agonizante y John Brighton disparando a los huracanes y los caballos emprendiendo la huida a través de la llanura y la teogonía de Quetzalcoatl y Ehecatl y la pipa como un ojo malvado de cíclope, mientras el eco del agua crecía y crecía como un espasmo de la montaña, que se lamentaba. Cuando volví de mi extraño viaje, mi abuelo estaba frente a mí, calado hasta los huesos, un hilillo de plata líquida chorreando desde su sombrero hasta su rifle humeante. Había matado a la potranca. Y era yo quien, en sueños, había dictado la sentencia.
De esta manera, mi abuelo y yo aprendimos a comunicarnos sin palabras: podíamos pasar largas horas conversando en la distancia sin que nada ni nadie enturbiara esos deliciosos momentos de soledad compartida. Por mi cumpleaños, mi madre preparaba mi plato favorito: tomates verdes en fritanga. John Brighton oteaba el firmamento, oliendo de lejos la presencia del viento huracanado. Como en cada primero de septiembre, había pasado todo el día ensalmando la casa, esparciendo agua de rosas por cada esquina, y aleccionando a mis hermanos mayores con instrucciones precisas para deshacerse de su cuerpo si esta vez no era capaz de vencer al dios de las ráfagas de aire. Yo cumplía los diez, quizás los nueve, no estoy segura del todo; la fritanga chapoteaba alegremente en el fuego de la cocina; la melodía de La loba,  la afamada  radionovela, se mezclaba con el aroma del tomate verde y la salsa de mostaza, volviendo el ambiente, por momentos, lacrimógeno. El vendaval llegó sin previo aviso y golpeó como un martillo las ventanas. Dejó de oírse la música un breve instante; explosionó una carga de dinamita del polvorín cercano. El torrente quejumbroso del Dorbat me escupió en el rostro mi propio reflejo deformado, y con él los restos del naufragio: los gritos de los niños, el aullido de los perros, el graznido de las aves, la cortina de cristales rotos que me separaba de la calle apocalíptica, Ehecatl. Y mi abuelo John Brighton, que dejó de hablarme en la distancia, para siempre.
Esta rosa blanca, sin olor, me recuerda a aquel pobre viejecillo desdentado, exangüe y vencido por el dios del viento, con los brazos abiertos y petrificados bajo las sombras del porche. La traje de Kansas, y es retoño de aquellas nacidas del arbusto que planté en la cabecera de su tumba. Aún parece que le oigo, que dialogo en el vacío patio de butacas con su fantasma aguileño y torvo ordenándome proseguir la batalla primitiva contra Ehecatl. Busco en el aplauso del público entre los rostros su rostro, bajo el calor artificial de los focos el resplandor de su pipa, en el cuerpo de cada amante su beso en mi frente, tras cada función de teatro el silbido del cuchillo asesino buscando en el suburbio otra víctima inocente para ofrecer en sacrificio a Quetzalcoatl

el-grimlock.deviantart.com

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