miércoles, 14 de septiembre de 2011

SÍSTOLE Y DIÁSTOLE (O EL REGRESO DEL FANTASMA DE MARIANO JOSÉ DE LARRA A UNA ESPAÑA CADAVÉRICA)

Por Paqui Castillo

Aquella fría mañana de febrero tomé una decisión trascendente. La noche anterior no había dormido. Pasé la tarde en un café, con la cabeza entre las manos, mientras la calle y sus gentes giraban en torno mío con la densidad de un demencial aquelarre. Sombras deformadas, labios murmuradores y esquinas vacías, gatos viejos, gritos desabridos y espejos turbios hacían trizas mis sentidos, pulverizando mi angustia y convirtiendo mis miedos en cenizas. Ya no me importaba mi ser, de tanto que dolía. Ya nada me importaba mi patria, de lo mucho que me ardía en la sangre la fiebre de la enfermedad de sus entrañas. Tras el insomnio, la madrugada, con su cantinela de centinela ebrio y, con ella, esa decisión calibrada y cerebral que habría de convertir mi vida en pequeños fragmentos de memoria rota.
Estaba cansado de predicar en el desierto. Parecía como si mi voz no encontrara eco, perdida entre los ruinosos pilares de una nación descreída y laxa, que se tumbaba a tomar el sol a las orillas del pestilente charco de fango en que reposaban los restos del naufragio de su marchita gloria. Yo le había entregado la inquebrantable fe de mi espíritu, el infatigable ejercicio de una conciencia lúcida. Había malgastado mi juventud primera buscando la quimera de su grandeza fabulosa y ella, la ingrata, la altanera, me había tratado con el desdén oprobioso de la mujer fatal cuyo beso complaciera y matara al mismo tiempo. Ah España, ramera hipócrita, me traicionaste al traicionarte. Al faltar a tu esencia, me fallaste, y como un niño desengañado dejé de quererte al contemplar tu verdadero rostro en sombras. Llorando, clamé por ti, y eras ida…
La mañana  despertó desapacible. Madrid era una cuna de roca mecida salvajemente por el viento ultramontano. Nunca había pasado una velada insomne en soledad, y sentía extrañado un vacío en el pecho que era la premonición funesta de mi último día sobre la tierra. Encima de la mesa del gabinete dejé junto al papel secante, como una esquela, mi último artículo. Forcé  las pesadas ventanas, cuyas gargantas metálicas al abrirse dejaron escapar un gemido sordo de goznes y tuercas, e imaginé a mi alma  libre volando gozosa sobre los tejados de un Madrid que resplandecía y se difuminaba en el espesor de una lágrima. Ese fue mi último pensamiento.
Pero hoy estoy de vuelta. La tumba es un lugar demasiado estrecho para quien concibió tan vastos sueños de futuro para los vástagos de la ínclita España. Mi fantasma ha recorrido calles y plazas, se ha enseñoreado por campos y playas, ha planeado sobre extensiones de lagos, praderas y pinares, ha caminado oculto entre los transeúntes y los vehículos a motor y a veces, por curiosidad, se ha escondido en el corazón de los hombres el breve tiempo que transcurre entre sístole y diástole para comprobar si queda algo en ellos de lo que hacía latir el mío…
Este recorrido sentimental me ha servido para comprobar cuánto ha cambiado mi patria en sus formas externas, pero cuán poco ha dejado en el fondo de ser ella misma. Tras estos dos siglos de exilio corpóreo y destierro anímico,  he visto cómo el país se ha urbanizado masivamente y ha crecido en exceso a costa de sus antiguas masas boscosas y sus ahora contaminados piélagos de aguas mansas. Hoy las ciudades son colmenas inmensas donde nadie parece conocerse a sí mismo, y aún mucho menos a sus congéneres. Las esforzadas obreras que habitan el panal urbanita trabajan a destajo sin saber muy bien con qué fines, y gozan del descanso estipulado por las leyes dentro de enormes recintos donde se come mal y rápido. A mi fantasma le duele que los niños, estos reputados reyezuelos del hogar moderno, estén rodeados de tanto invento eléctrico creador de universos virtuales, mientras el planeta, que debía ser la herencia patrimonial que recibieran de sus mayores, exuda el veneno viscoso de sus fábricas y de sus plantas de tratamiento a costa de sus cada vez más estrechas franjas de verdor. Mi Madrid ya no es el que recordaba: sus altos edificios no dejan ver las estrellas. La costa, antes prístino refugio de mi inspiración poética, es hoy un hervidero de construcciones de dudosa ilegalidad que no dejan ver los acantilados donde mi pensamiento jugaba a esparcirse entre redondeles de espuma. El norte, antes preciosa joya de fulgor esmeralda, luce sus ocres apagados por el hollín de las antiestéticas chimeneas de sus altos hornos. Por cuanto mi espíritu ha visto, esta lamentable dejadez se debe a una lacra con la que mi época también tuvo que convivir y que, al parecer, hoy se ha convertido en una verdadera pandemia. Hace doscientos años grité contra los responsables de este marasmo con todas las fuerzas de mis pulmones. Denuncié sus prácticas fraudulentas con todo el ímpetu de los moldes de la letra de imprenta. Les señalé con el dedo y dije, fulminante: “¡Ellos son!”. Pero la sociedad hizo caso omiso de mis diatribas, y aquí continúan, o mejor dicho, aquí continúan los hijos de los hijos de sus hijos. La genética les ha hecho portadores de la avaricia y la debilidad moral de sus ancestros. Ejercen sus cargos cual derecho de pernada en sillones que formalmente les otorgó una elección democrática, y desprecian la lección del pueblo soberano que les votó en las urnas. Sólo se representan a sí mismos. Son corruptos, malvados y revanchistas. Se guían por el instinto del odio. He contemplado a cientos de ellos recibir suculentas comisiones para recalificar terrenos vírgenes, cobrar porcentajes escandalosos por tramitar permisos, hacerse millonarios a cambio de convertir en negocio hostelero parques naturales que son por tradición histórica bienes inalienables cuyo único propietario es la humanidad.
Y mientras, las abejas obreras enfrentan la crisis derivada de la pésima e inmoderada gestión de los zánganos que les dirigen a fuerza de esperanza y de sonrisas, sin saber si mañana podrán seguir trayendo la miel a sus celdas, haciendo cuentas para comprobar si de sus exiguas nóminas estipuladas podrá quedar un resto para costearse sus hipotecas estipuladas, sus vacaciones estipuladas y ese segundo hijo promediado que también estipulan las estadísticas de fertilidad españolas.
El país necesita estímulos que yo no puedo darle, porque estoy muerto. Soy sólo un espectro que vaga sin sentido por una España sin norte. Pero quizás todavía sea posible un resquicio de esperanza. Esta mañana caminaba errante, sin ser visto de nadie. Una joven de aspecto serio ha cruzado rauda por el pasillo donde, sólo por un instante, nuestros destinos han coincidido. Parecía sensible y preocupada quizás por algo más que por sí misma. Sin pensarlo dos veces, me he acercado a ella y le he susurrado unas palabras. Un relámpago de luz súbita ha iluminado sus ojos oscuros. Siento, por fin, que ha comprendido lo que quiero que haga. Si lo consigue, volverá a oírse mi voz tétrica y fantasmal a través de la suya animada de suave vida. Porque entre la sístole y la diástole sólo hay una fracción de segundo, ese latido de su corazón me ha susurrado que si mi muerte fue en vano, mi vida tuvo algún sentido, a pesar de todo.

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