martes, 18 de octubre de 2011

ENDE Y MOMO

Un cuento de Paqui Castillo Martín


soyservidordenadie.blogspot.com




Aquel vestido blanco era tan viejo que parecía puro trapo de harpillera, pero no se incomodaba. Sabía que alguien se fijaría en ella, en sus grandes ojos acuosos, en los que parpadeaba el brillo intermitente de la esperanza. Abrió sus blancas manos a los tristes peregrinos que pasaban delante de la iglesia, tan despreocupados que no se dieron cuenta de que la mendiga tenía el alma casi rota y los dedos de los pies al aire. Cruzaron la calle, erizados los cabellos por el viento que venía del mar, sin depositar en las palmas de la pequeña pordiosera ni un miserable óbolo para comprar su pasaje por el Hades sin retorno. Me pareció tan pequeña, tan frágil, que me sentí conmovido en lo más profundo de mi ser. Me miró con aquella mirada angelical de koré sin peplo pero vestida con la espuma de las olas que chocaban cercanas a la costa, en aquel frío día de diciembre en que ya los Ulises no regresaban a Ítaca. Ella comenzó a llorar; lo percibí enseguida, aunque hacía grandes esfuerzos por que no se le notase. ¿A dónde iban sus lágrimas, delgada nota musical que resbalaba por sus mejillas encarnadas como una melodía semitransparente? Su dolor, que era mi dolor a medias compartido, me poseyó por un momento y decidí que ya era hora de intervenir. Me acerqué tímidamente, como interrogando a través de la espesura que nos separaba, hasta que de un impulso me puse a su lado. Le cedí mi amplia chaqueta y ella me cedió su asiento en la acera. Nos cruzamos una sonrisa y una mirada cómplice: los dos éramos viajeros sin destino.
Una sombra iluminó su rostro tan diminuto como una almeja, un estremecimiento que era acaso el aviso de un estertor hizo que su cuerpo delgado se contrajese y se replegase sobre sí mismo. Entré en el bar de la esquina y le compré, por señas, un chocolate caliente coronado por una cumbre de nata suiza. Ella entornó los labios, complacida, al verme regresar a su lado con el pequeño trofeo en mis manos, que deposité en las suyas gélidas que se calentaron por un momento, justo el tiempo precioso que bastó para que le contara la historia de mi vida: mi matrimonio roto, los hijos con los que no me hablaba desde hacía tantos años, los nietos que no conocía... Ella, que me había estado escuchando con la pasión y la atención que nunca había encontrado en nadie, ni en mi padre, ni en mis maestros, quiso contarme la suya , como una especie de regalo de los que tienen sólo tiempo para dar a manos llenas: “ Tengo muchos nombres: Helena, Eneas, Yocasta, Diana, Jasón, Eurídice, Atenea, Patroclo, Cleopatra, Mona Lisa, Julio César,  Madame de Pompadour, Josefina, Emperatriz Infantil...algunos, muy pocos, me llaman Momo. Pero es un nombre cariñoso y familiar, y hace ya muchos siglos que nadie me dice ese nombre, tan hermoso y tan extraño. Tengo muchos años y muy pocos. Represento la vejez y la juventud, la belleza extraordinaria y la fealdad extrema. Soy el día y la noche. Hombres enteros perdieron sus imperios por mí, y en ocasiones trabajé para construir, como un esclavo más, grandes reinos, fastuosos y evanescentes. Soy el ave y el felino, la amante y la amada, el hombre y la mujer. Todo lo que hay en mí- añadió enigmáticamente- pertenece a los hombres. Ellos sueñan conmigo, pero no podrán poseerme nunca”.
Comprendí lo lejos que estaba de ella, lo tarde que había llegado. “Está loca”, pensé. Hice ademán de acompañarla a un sitio más seguro, pero ella siguió empeñada en permanecer frente a la escalinata de la iglesia, con la pequeña taza de chocolate que era como un tierno corazón palpitante. Le expliqué que hoy día había buenas instituciones que se encargarían de ella y le harían regresar para siempre del lugar donde su razón se había marchado, pero no quiso, o no supo, escucharme. Continuó con la mirada perdida enumerando sus nombres, que eran muchos, y que ya casi no recuerdo, todos tan lindos y extraños, tan propios de un alma sin rumbo, tan extraordinariamente parecidos a los nombres con los que yo soñaba cuando era pequeño y el mundo no me daba miedo y todavía no había aprendido a odiar.
La abandoné allí en esa miserable acera, presa de un pánico inexplicable. Me refugié en la iglesia y allí recé con todo el fervor que supe, pero las palabras no afluían a mi mente. Sólo Momo, la de los muchos nombres, me acompañaba en mis pensamientos. La imaginaba a escasos metros de allí, temblando de frío, solitaria, embutida en mi gabán demasiado grande para una niña que no aparentaba tener más de doce años, inventando, desde su candor, una historia de enredos con la que atraer al incauto visitante. La imagen de Santa Flora me enviaba un destello de sonrisa, pero era tan artificial y ubicua que de repente deseé volver a ver la sonrisa de mi Momo, costara lo que costase. Yo era un viejo torturado por sus recuerdos y esa niña era lo más parecido que había visto a la pureza, a la inocencia inconsistente con la que la naturaleza premia a los chiquillos. Necesitaba a Momo, no sabía por qué, quizás porque la niña estuviera dispuesta a escuchar mi historia, que era como tantas otras historias de gente pequeña que lucha y que fracasa.
A la salida, miré frenéticamente a todos los lados. Momo no estaba. Momo había desaparecido. Corrí hacia el parque cercano para ver si la encontraba, pero no había rastro de ella. Grité al viento sus muchos nombres, pero el eco del pedregal me respondía: “Sólo existe en tu imaginación”. Pregunté a los peregrinos, aquellos que no quisieron atender a la súplica de las manos alzadas de la niña, pero me dijeron que jamás habían visto a la pequeña mendiga de ojos negros. Regresé a casa, convencido de que era un sueño, pero no podía dejar de pensar en ella, en su desvalimiento, en la forma agónica en que escuchaba, como si en ello le fuera la vida. Por la mañana, fui a la biblioteca, a buscar información sobre los nombres que me había dado. Torpemente, mis dedos iban buscando las fechas, los lugares, y, cuando encontraba una mínima referencia, mi corazón daba un vuelco. Ella estaba allí, desde siempre, aunque yo no hubiera sido lo bastante sutil como para haberme dado cuenta. Las láminas de las enciclopedias y las revistas ilustradas de historia mostraban a una Momo tan fea como hermosa, tan joven como vieja, tan libre como esclava, tan oscura como la noche y tan pálida como el día. Aquella con la que los hombres sueñan pero nunca pueden tener. Pedí permiso a la bibliotecaria para llevarme a casa los libros, y al mirarla a los ojos, descubrí que ella también era Momo. Todos los usuarios de la pequeña biblioteca, al oír mi grito de alborozaba sorpresa, me miraron, y, de alguna forma, supe que también ellos eran Momo. Salí a la calle, preso de una inmensa agitación interior. Los transeúntes me miraban gesticular y se llevaban un dedo a la frente con preocupación. Todos ellos, no hace falta que lo diga, eran también Momo. De repente, todo comenzó a girar en torno a mí como en la marmita de un fantástico aquelarre. Los bustos acantonados en los jardines y dedicados a la memoria de algún augusto poeta eran también Momo. Las estatuas ecuestres, los niños en los carritos o en el regazo de sus madres eran también Momo. Y los perros que defecaban impúdicamente en la cera. Y los policías, y los estudiantes y los conductores de autobús y los taxistas. Había encontrado a Momo, pero la había perdido para siempre. Allí en Roma yo no conocía a nadie, y durante años la ciudad eterna había cobijado mi soledad de atlante desvencijado, pero ahora me sentía perdido y más solo que nunca en medio de un gentío que también se llamaba Momo.
Luché por dominar mi angustia interior, pero nada podía detener la terrible sensación de deriva que me domeñaba. Herido y desconsolado, me encontré de bruces con una tienda de antigüedades y libros raros que me había servido de inspiración para escribir La historia interminable, mi mejor novela. Un gigantesco espejo incrustado entre la pared del fondo y el óculo de la bóveda que enmarcaba el techo me devolvió mi propia imagen deformada y me di cuenta, aterrado, de que yo también era Momo. Imbuido por una poderosa fuerza que dominaba mi voluntad, penetré en la tienda. El anticuario, al reconocerme, trató de echarme a golpes de su tenducho por una vieja querella pendiente sobre derechos de autor, y en sus ojos pude ver dos mares grandes como océanos, en los que naufragaba y viajaba a la deriva una vez más, de nuevo, la dulce e inocente Momo. Me jalaba por la solapa de la camisa para hacerme marchar, cuando el techo que había sobre nosotros chirrió, y del gran espejo que colgaba sobre nuestras cabezas se desprendió un objeto menudo que era como una especie de cartapacio. Nos agachamos los dos, pero yo fui más rápido. Abrí el envoltorio y me encontré con la siguiente inscripción:
airotsiH al se omoM
omoM se airotsih al
Parecía escrita en un lenguaje extraño y antiquísimo, pero el papel era nuevo y de buena calidad, y estaba intacto. Salí de nuevo a la calle con el legajo en mis manos, mientras el anticuario, protestando, después de haber corrido detrás de mí un buen trecho, cerró, con un golpe seco, la puerta, cuya madera era del color de los ojos de Momo.
Durante meses no pude hacer otra cosa que investigar acerca del extraño lenguaje en que estaba escrita la nota. No era una lengua romance, ni anglosajona, ni hindú, ni africana. Los manuales de gramática nada decían acerca de la extraña procedencia de una lengua que sólo se parecía a sí misma y no obedecía a normas de fonética universalmente aceptadas. Una noche, contemplando el papel manuscrito junto a la chimenea, se me reveló de repente su oculto significado. El papel, debido a la luz del buen fuego de troncos, se volvía translúcido por momentos, y, sin querer, como por curiosidad, le di la vuelta. Me sorprendió que las palabras tuvieran un significado para mí, y leí, despacio, como sopesando los por qués de tanto misterio:
Momo es la Historia
La historia es Momo
Y, con lágrimas de emoción, comprendí que lo que me había dicho la niña era verdad. Momo era todas esas cosas que ella me había dicho en aquel momento de complicidad. Momo era la Historia, y la Historia se reflejaba en todos aquellos que la hacían. Por eso todos y cada uno de los seres era Momo. Eran parte de ella, parte de la Historia. Mi vieja tortuga, Casiopea, que era mi única amiga en este mundo y que tenía la facultad de comunicarse conmigo por escrito usando como pizarra su pedregoso caparazón, me dijo: “Has comprendido, viejo. Ahora debes escribir la historia de Momo, que es la historia de todos nosotros”. “Vieja amiga”, le respondí, “estoy dispuesto”. Desde entonces, y durante un año entero, me dediqué a mirar los ojos que hay en todos los seres humanos y divinos, en todo lo vivo y lo inerte. Y escribí un relato en clave donde la protagonista era la Historia, es decir, la pequeña Momo. Y, a pesar de sus protestas gráficas, incluí a Casiopea en el relato con un papel destacado, como ella se merece. Rodeé a la niña de amigos y vecinos, y di voz y sombra a los enemigos: los ladrones de tiempo, contra los que debe luchar Momo a toda costa. El maestro Hora, el administrador de los segundos de los hombres, es el corazón humano, bella flor de un día que cambia y desaparece...
Cuando terminé, me di cuenta de que llevaba mucho tiempo sin dormir. Y cerré los ojos y dormí, dormí...Y soñé con Momo, en sus grandes ojos color almendro, y soñé los sueños que tenía cuando era pequeño y el mundo no me daba miedo y todavía no había aprendido a odiar...

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