miércoles, 5 de octubre de 2011

LA GABARDINA

Un relato de Paqui Castillo Martín

Embutido en la gabardina gris de paño, caminó unos metros embozado en el humo azul de su cigarro. Así, casi sin quererlo, llegó a una calle en la que no había estado nunca, o quizás sólo en sus sueños. La bruma envolvía las caras de las gentes, difuminaba las sombras de las esquinas y trazaba pequeños círculos en torno a las farolas. La calle parecía, a aquellas horas, un pequeño teatro, casi vacío e inmaculado de puro viejo. El hombre todo lo observaba sin aspavientos, con el desdén de un dandy venido a menos. En sus ojos de color indefinido se reflejaban tibios recuerdos, imágenes de ese pasado glorioso en el que había sido un dios…y un demonio.
Entró en una calle y giró la segunda a la derecha. No le gustaba esperar e iba siempre por la vida por el trayecto más corto, no importaba a dónde le condujese. Por el camino, sin esperarlo, tropezó con un perro flaco que, indolente, se limitó a menear desaprobatoriamente el rabo mientras las pulgas hacían mella en su crispada anatomía. El hombre, más que nunca, sintió deseos de echar a correr, de llegar a alguna parte inconcreta, de resolver el misterio de por qué la vida le conducía a callejones sin salida, a avenidas sin retorno, a plazas desplazadas de todo lugar congruente.
Llovía. Como en los cuentos, a cántaros, sin remedio, finísima y sublimemente. El hombre apretujó su cuerpo contra el liviano pellejo de la gabardina y, por primera vez en años, maldijo el momento en que él y la prenda se habían conocido. Desde luego eran tiempos mejores: él, un galán de cine y ella nada más que uno de los muchos artículos que poseía su guardarropa. En aquellos momentos, el hombre despreciaba aquel trozo de tela porque poseía quinientas iguales, doscientos trajes de chaqueta, mil pares de zapatos y más de una camisa de seda manchada por el costoso carmín de más de una mujer. Sí, ahora la maldecía porque no tenía más que ese sucio y maloliente jirón de tela para recordarle lo que había sido, lo que había tenido, lo que ahora era. Del embargo de su lujosa villa, del pago de las costas del juicio del divorcio de su última esposa, del expolio de sus obras de arte, vendidas en pública y vergonzante subasta, sólo tenía eso: un trapo. Un trapo que le cubría la mitad del cuerpo pero que le pesaba en el alma entera, un jodido, maldito, indeseable trapo. Su único amigo.
Sí, llovía. Como en los cuentos, de forma inopinada, febril, blanda y mansamente. Comenzaban a encenderse las primeras luces de la ciudad sin nombre. Las calles empezaban a parecerse unas a otras y cada una a sí misma. Una niebla densa y pestilente cubría los objetos, transformándolos en meros volúmenes que recordaban vagamente formas geométricas. Al legar al final de la tercera calle, y después de girar a la derecha siete veces siete, el hombre llegó a una larga y angosta avenida sin luces. En ese momento sintió que esa avenida se parecía mucho a lo que había sido su vida en los últimos años: una mujer, una de tantas, la única a la que amó y la única a la que sintió haber perdido, moteles de mala muerte, broncas, alcohol, psiquiátricos, abandonos ocasionales y sexo esporádico en los reencuentros turbios. Al llegar al centro de la avenida sintió como una losa la soledad que se avecinaba como la tormenta que caería, dentro de poco, sobre la ciudad. Entonces, se mojarían irremediablemente sus recuerdos y ni la gabardina podría salvarle de un final prematuro y terrible. Ajado el rostro por el llanto, rezó una letanía ante la tumba de algún poeta caído y cuyo nombre aparecía borrosamente entre la maleza. El hombre no era más que una estampa en blanco y negro de aquel pasado que lo había llevado al abismo, una postal barata como la colonia con que se enjuagaba la boca tras alguna borrachera de hostal de tres al cuarto. Comenzó a llover copiosamente, con la parsimoniosa fuerza de un vendaval de viento, agua y nieve. El hombre, postrado de bruces sobre el suelo de la avenida, no vio venir el torrente que como una marea deglutía todo lo que encontraba a su paso…
Fuente ilustración http://ojosnegros-lluevenenlaciudad.blogspot.com/

Le encontraron desnudo, aprisionado entre unas tablas, entre la estatua del poeta y el asfalto sucio de barro y detritos. Al principio, sus rasgos deformados pasaron inadvertidos entre los cientos de cuerpos que se amontonaban en las calles, porque en aquel momento era sólo una más de las víctimas de aquel extraño tifón que había asolado la pequeña ciudad. Sin embargo, con el cambio de turno, al caer la noche, el inspector de guardia, un hombre de mediana edad, de rostro aquilino y expresión calmada, le reconoció al instante. Sintiendo una inmensa pena, conmovido como un chiquillo por la expresión contrita de aquella mirada antaño seductora, le cubrió el rostro con un retazo de tela gris -parecía una especie de solapa de abrigo o gabardina- que el muerto llevaba aferrada a la mano como si del bien más precioso se tratase.


La gabardina y otros cuentos chinos, 2010

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