sábado, 22 de octubre de 2011

SEMILLAS DE JUNCO

Por Paqui Castillo Martín


Érase una vez un jardinero que trabajaba en el palacio del emperador de la China. Antes que él, su padre había ejercido el oficio, y el padre de éste le había precedido y a aquél su padre, y así sucesivamente, componiendo una larga cadena genealógica que se perdía, como el viento en las nubes, en el origen de los tiempos. Cuentan que el jardinero era un joven muy hermoso, de tez aterciopelada y mirada intensa. Moraba en un ala anexa del palacio, en las habitaciones de la servidumbre, y laboraba desde el alba al ocaso en los maravillosos jardines imperiales. El muchacho, que no conocía otra existencia ni otras fronteras que las de los muros de la fortaleza, se dedicaba con esmero a engrandecer y embellecer la verde arquitectura vegetal que rodeaba el recinto. Suyas eran las manos que habían plantado la alameda; la flor de loto restallaba en los estanques gracias a sus cuidados;  libélulas y mariposas revoloteaban entre las yedras que lamían el agua de la cascada artificial que, piedra a piedra, había logrado construir sin más fuerza que la de su delicado ingenio. En el reducido universo modelado por la constancia y la imaginación del joven palpitaba, esplendorosa, la vida.
Una noche de primavera, el emperador, niño aún, y el arquitecto del palacio conversaban sobre los planos del futuro pabellón de caza. Mientras paseaban a la luz de la luna llena, brillante farolillo de papel anaranjado, se internaron sin darse cuenta en los barracones de los subalternos. El jardinero soñaba despierto en la ventana de su cuarto diminuto, y a ratos hablaba con las estrellas, que le respondían al cabo de millones de años con el guiño de su brillo intermitente. Pero unas voces desconocidas le obligaron a interrumpir su diálogo astronómico. Una de ellas, delicada y quebradiza como un llanto, pedía con insistencia algo que el joven jardinero no podía escuchar distintamente; la otra voz, grave y lánguida, se inclinaba sumisa ante el imperio fanático de aquella otra que no era más que un leve murmullo de hojarasca herrumbrosa. El joven jardinero, lleno de curiosidad, acercó sus oídos al alféizar y, lleno de asombro y espanto, acertó a recoger estas palabras:
- No puedo consentir que los jardines de palacio desafíen mi majestad. Quiero que mañana al amanecer el artífice de esta de obra maestra sea ejecutado.
El jardinero se sintió preso de ira. De los servidores y deudos del emperador sólo se esperaba obediencia ciega, silencio y sometimiento, mas el joven, aunque leal y honesto, tenía la tenacidad y el orgullo del junco nacido junto a la ribera Huang Ho, de donde procedía su estirpe. Durante el resto de la noche no durmió pensando en el modo de librarse de su terrible suerte.
Sonó el gong antes del alba. Setenta soldados de la guardia imperial, rodeando la muralla, clavaban el filo de sus adargas en el manto de la noche; un velo de sangre cubría el paisaje, y era el sol naciente que se derramaba sobre los campos. El jardinero contemplaba desde la ventana la que quizás fuese su última madrugada. Embebecido en su obra, sintió que las colinas y el riachuelo y el bosquecillo de álamos y los estanques le pertenecían profundamente, porque él los había creado, y esto le daba más derechos que cualquier otra forma de posesión que dictaran las leyes de los hombres. Al escuchar los golpes en la puerta, se apartó de la ventana y corrió a abrir. Era un emisario del emperador, apenas dos o tres años mayor que el emperador mismo. Traía una caja hexagonal decorada con flores y pájaros que el jardinero supuso era una especie de instrumento musical. En efecto, al abrirla, se oyeron unas notas ásperas, y tras ellas, como por arte de magia, la voz metálica del niño que gobernaba el reino más extenso del universo, que ordenaba:
“Antes de que llegue el sol a su cenit serás ejecutado”.
El jardinero fue conducido al palacio, flanqueado por una escolta de cinco guardias. Al llegar a la explanada que conducía al salón del trono, sonó de nuevo el gong y un enjambre humano se agolpó en la plaza: los mercaderes mostrando el género a las damas, los bufones con sus largos sayos, templando sus laúdes, los mandarines hablando el idioma secreto sólo por ellos entendido, los profesores dando sus lecciones de caligrafía, los alumnos dibujando arañas de tinta en los lienzos. El jardinero observaba atento el espectáculo humano que diariamente se renovaba para él en toda su hermosura y al que no había dado jamás importancia. Sólo el lento susurro concupiscente del bosque en su oído, el armonioso aroma del sándalo y la petunia, el rozagante fragor de la madreselva y el bambú al ser rozados tenían para él significado eterno y místico. Se abrió paso entre la multitud sin ser visto de nadie, excepto de la extraña comitiva precedida por el mensajero de la misteriosa cajita parlante. Por fin, llegó ante las puertas del salón del trono. Llevaba el puño derecho firmemente cerrado, y en el puño su pasaporte a la gloria, o al infierno.
El joven jardinero nunca había visto al emperador hasta ese momento; grácilmente se inclinó ante el niño con la reverencia tradicional debida a los dignatarios de Oriente. El suelo era de granito frío y húmedo, sentía el puño oprimido y sudoroso y un rugido de élitros de insecto multiplicado en su cabeza hasta el infinito. Al fin, a una señal del niño rey, se incorporó con mansedumbre, evitando mirarle directamente al rostro. El pequeño emperador le esperaba revestido de manto gualda con brocado de oro y perlas salvajes. Parecía impaciente y molesto.
- Nunca había conocido a nadie tan osado como tú- increpó al jardinero. -¿Cómo te atreves a fabricar con tus abonos y plantas más belleza que cualquiera de los más fascinantes objetos que hay en el palacio?- su voz sonaba hueca y jactanciosa. El jardinero le miró de soslayo, y vio que dos gruesas lágrimas de rabia luchaban por escapar de los vértices verticales de sus ojos. El joven servidor sintió lástima por el pequeño rey. Podía haber heredado todos los tesoros de la tierra pero, al fin y al cabo, era sólo un niño.
- Majestad, si me permitís que os explique…
- Me ofende tu presencia. Morirás de inmediato ante la mía. Arrodíllate de nuevo, e implora a los dioses que te perdonen.
- ¿Me concedéis una última palabra? – diciendo esto, el jardinero abrió el puño. El niño, curioso, se acercó a indagar en su contenido. Pero el jardinero, más rápido, cerró rápidamente la mano. El rey quedó pensativo, y volvió de nuevo a su trono.
- No veo por qué no. Adelante. –dijo, aparentando gran dignidad. Su gesto era adusto, como el de aquellos óleos que el jardinero había contemplado en las galerías del palacio.
- Tenéis gran motivo para sentir inquietud por lo que mi mano derecha contiene. Pero habéis de saber que, si muero, mi mano nunca se abrirá, y vos no llegaréis jamás a saber el secreto que ésta contiene. -El jardinero observaba subrepticiamente al rey, que se contorsionaba en su trono, incapaz de dominar su deseo de saber lo que el joven ocultaba.
- Puedo hacer que te corten la mano izquierda. El dolor será tan grande que acabarás abriendo la otra- repuso el rey.
- No podréis. Anoche fui víctima de un encantamiento. Un espíritu del fuego mi visitó, me abrió la mano, me colocó en ella el más extraordinario objeto que jamás he visto y con su fuerza de gigante cerró mi puño para siempre. Solo una cosa puede hacer que lo abra.
- ¿Qué?- preguntó el emperador, excitado.
- Que el rey me conceda un deseo- replicó el servidor.
- Pídeme lo que quieras. Un palacete, un honor en la corte. O los caballos que me han traído de Mongolia para el futuro pabellón de caza. -El rey ya se veía a sí mismo gozando en privado del sin par regalo del espíritu del fuego.
-Os pido que detengáis mi ejecución. Y que mi persona, de aquí en adelante, sea inviolable - respondió el jardinero.-Nada más deseo que volver a cultivar el jardín que plantaron mis antepasados.
-Sea- convino el emperador.- Te dejaré libre para siempre, y si lo que quieres es malgastar tu tiempo afanándote en ese estúpido jardín, no seré yo quien te lo impida.  Pero antes, dime de qué naturaleza está hecho el singular objeto que te traes entre manos.
- Tiene una propiedad preciosa de valor incalculable: es vida, engendra vida y al nacer se transforma y multiplica. Pequeño y grande a un tiempo, se renueva en cada ciclo y es siempre el mismo. Algunos de sus hermanos fueron encontrados en el sarcófago de un gran faraón, hace más de cuatro mil años. Y todavía, si se les aplica el oído, puede percibirse en ellos el eco de un corazón que late al ritmo acompasado de los astros…
- Deposita el objeto ante mis pies, y márchate- dijo el niño, emocionado ante la idea de gozar a solas con el extraño regalo de los dioses.
- Como gustéis- replicó el joven, repitiendo de nuevo la profunda reverencia.
Y salió silenciosamente en dirección al bosquecillo de álamos, dejando ante los pies del rey de reyes el humilde tesoro con el que había comprado su libertad: la semilla del junco nacido  junto a la ribera del río Huang Ho de donde procedía su estirpe.

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