lunes, 21 de noviembre de 2011

SI MI DOLOR


Un poema de Paqui Castillo

eldesvandelpoeta.ning.com
Si mi dolor hace florecer la rosa,
bendito dolor, bendita rosa.
Aunque no haya corazón para abarcarlo,
ni manos para sujetarlo, ni lenguas para refrenarlo,
si mi dolor hace florecer la rosa,
bendito dolor, bendita rosa.
Aunque no haya hombros para sostenerlo,
ni abismos donde arrojarlo,
ni infiernos donde padecerlo,
si mi dolor hace florecer la rosa,
bendito dolor, bendita rosa.
Aunque no haya palabras para aliviarlo,
ni dulces sones para consolarlo,
ni música para amansarlo,
si mi dolor hace florecer la rosa,
bendito dolor, bendita rosa.
Aunque no haya labios para susurrarlo,
ni caricias para aquietarlo,
ni tibia miel con que alimentarlo,
si mi dolor hace florecer la rosa,
bendito dolor, bendita rosa.
Aunque no haya amigo para compartirlo,
ni hermano con el que llorarlo,
ni amante con quien añorarlo,
si mi dolor hace florecer la rosa,
bendito dolor, bendita rosa.
Aunque nunca sepa quien siembra entre amarguras
en el campo yermo de  mi desesperación
el amor que hoy siento y no es sentido,
si mi dolor hace florecer la rosa,
bendita rosa, bendito dolor.

domingo, 20 de noviembre de 2011

CONCURSO DE MINI-RELATOS DE AMOR

http://www.escritores.org/index.php/recursos-para-escritores/concursos-literario/5057--concurso-100-mini-relatos-de-amor-y-un-deseo-satisfecho

EL HOMBRE SOLITARIO Y LA MUJER DE NEGRO

Un relato de Paqui Castillo  

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Tuvo una pequeña oportunidad para cambiar su suerte, pero no supo aprovecharla. Tuvo un diminuto mundo en sus manos, pero lo estrelló contra la pared sin consideración alguna hacia los que habitaban en él. Fue un dios atronador, un rey sin trono y un bohemio etílico que gastaba sus escasos ahorros en alcohol. Dejó esposa e hijos y un trabajo digno para irse a recorrer el universo en correrías infinitas por carreteras desiertas y desangelados parajes de ultrajada belleza. Un buen día marchó a una isla desierta portando sólo un portaminas y, con escarcha en la mirada, contempló embelesado la noche naciendo como por encantamiento en la colina del silencio. Estaba solo, y no tenía más amigos que una botella de tequila y un erizo de mar. Oyó el sonido de las olas y se sintió reconfortado ante el recuerdo de los personajes de sus novelas, a los que había aniquilado, uno a uno, antes de su marcha definitiva. Todavía podía escuchar el lamento de sus miserables voces suplicantes…
No tengo por qué dar explicaciones sobre mi vida anterior, pero lo haré por ti, mi querido amigo en forma de erizo de mar, con la luna como testigo y el viento como compadre de viejas borracheras. Era un escritor de éxito, lo tenía todo. La editorial para la que trabajaba me había pedido un nuevo libro sobre la época imperial de España, el país maldito. Mi esposa me había comunicado el sexo del nuevo bebé, una niña, a la que pondríamos el nombre de Esmeralda. No podía pedir más. Todos los días rezaba al buen Dios por los dones que había recibido y que él me había hecho multiplicar con creces. Pero un día me sentí terriblemente solo y desnudo. Dejé de creer en los sueños por los que antes había luchado, y me hundí en una depresión. Me despedí de la editorial porque ya no era capaz de cumplir el encargo, a pesar de que mi visita a España me había llenado de ideas frescas y nuevas para el ensayo. Uno a uno fui destruyendo todos mis libros, los que antaño había escrito con tanto ardor, a pesar de que los personajes gritaban y aullaban retorciéndose de dolor en la pira funeraria que les había preparado a conciencia. Dije a mi mujer que me marchaba no sabía a dónde a ciencia cierta, y que tardaría nueve milenios y una noche en volver, y que no me esperara despierta. Ella no se quejó, tan sólo cerró los ojos y me dijo adiós en silencio, tocándose el bulto hinchado de su vientre y jugueteando con los rizos de su cabellera azul.
El erizo no le contestó enseguida, sino que hizo algunos aspavientos girando sus bracillos como aspas de molino. Luego le dedicó una sonrisa beatífica, como diciéndole “No te rindas, yo estoy contigo”, pero el hombre solitario sentía que su destino estaba decidido, que nada ni nadie podría ayudarle. Recordó las postrimerías de un lejano amor allá en los tiempos de su primer viaje a España. Era un jueves de abril, durante una procesión de Semana Santa. Ella iba vestida de riguroso luto, como hacían las antiguas viudas, pero era tan joven y hermosa como una aparición morena. Su sonrisa era tan sensual como inocente, y su rostro la paleta de un pintor divino. Ella estaba delante del trono, un pequeño Cristo enclavado en una ermita, y cantaba una canción que por algún motivo el hombre solitario no podía recordar con precisión. Él tomaba notas del ambiente, de los comentarios y de las costumbres rituales de aquellas gentes sencillas, pero no cesaba de mirarla. Ella clavó sus ojos en él una o dos veces, y después el trono se puso en movimiento, y se perdió en la vorágine de cabezas y brazos que se desgañitaban por llevar al Cristo en hombros.
Te contaré un secreto, querido erizo: una vez me enamoré de verdad. Fue un amor de juventud, allá en Andalucía. Sólo duró unos segundos, pero me resultaron tan intensos como una vida entera. Sé que ella me miró, porque yo la miré cuando me miraba, y sé que me sonrió, porque mi sonrisa capturó la suya como la red atrapa a la mariposa. Era una joven viuda, de unos dieciocho años; en aquel país las personas se casan muy jóvenes, casi niñas. Aquella era una niña-mujer de complexión extremadamente esbelta, de grandes y brillantes ojos castaños y dulce expresión de beatitud angélica. La quise desde el primer momento, la deseé con todas mis fuerzas, con los ojos cerrados y la respiración agitada, y la odié enseguida, con toda la furia de los celos desatados. Calculaba la distancia que nos separaba milímetro a milímetro, como si de repente se hubiera abierto un abismo entre nosotros, un tiempo de espacios superpuestos.
El erizo asintió con la cabeza, como diciendo “No sigas, estoy emocionado”. El hombre solitario dirigió la vista hacia el horizonte, donde explotaba la densidad cromática de una aurora boreal, y sacó su cuaderno. El erizo le reprendió con la mirada, como diciendo “Dijiste que habías roto con tu pasado. ¿Por qué vuelves a escribir?”. Pero el hombre lo ignoró abiertamente y siguió escribiendo. Le había entrado la vena romántica y deseaba plasmar con palabras lo que estaba viendo: las rocas, de materia gris plomiza, el cielo, amarillo como un desierto infinitesimal, el día muriendo bajo las olas que rompían en la playa...
Cuando escribo me acuerdo de la mujer de negro. He sido muy feliz con mi esposa y mis hijos durante dos décadas de mi vida, pero no puedo olvidarme de ella, de su inquieta presencia que  acobarda mi espíritu. Me casé cuando tenía veinticinco años, con una hermosa mujer de pelo azul que me ha dado cuatro hijos. Ella nunca me reprochó mi vida de escritor licencioso y viajero, amante de las juergas y el vino, y ha sabido llevar mi genio de crápula con una silenciosa sabiduría. Sé que me ama, y que por eso ha perdonado mi marcha. Ella conoce el episodio de la misteriosa mujer de negro, porque me lo ha oído relatar en sueños, pero lo ha sobrellevado con una calma escalofriante. No se ha limitado a quererme, sino que además me ha respetado como nadie antes, y ha comprendido que mi alma navega a la deriva entre dos aguas. Si me dieran a elegir entre la mujer de negro y mi mujer de pelo azul, me entraría la duda, ahora que  he aprendido a olvidar a la primera y he perdido a la segunda.
El erizo escuchaba embelesado el relato del hombre solitario, sin atreverse a mover un músculo del cuerpo. Parecía como si dijese “Qué preciosa historia de amor dual has vivido”. El hombre seguía escribiendo, pero la inspiración parecía no acompañarle. Ya no se acordaba de las palabras: había vivido tanto tiempo en la isla que el lenguaje escrito le costaba un millón de sufrimientos. A pesar de que de cuando en cuando trazaba letras en la playa, ya casi no recordaba sus nombres y confundía unas con otras. El erizo no tenía razón, porque el hombre solitario había roto consigo mismo hacía mucho tiempo, desde que dejara a la mujer de pelo azul, silenciosa y bella como una cobra, acostada en el tálamo nupcial.
La mujer de la que me enamoré se llamaba María. Lo sé porque llevaba un colgante con su nombre inscrito. A pesar de la distancia, pude leerlo, saborearlo, olerlo casi. Recuerdo cómo la fina cadena titilaba al moverse ella buscando una caricia del sol, y su pelo revuelto ondulando en el aire como una corriente de azabache líquido o una tormenta de primavera. Era como una visión que a mí, poeta irreverente, me hizo estremecer hasta la médula de los huesos. Recuerdo que, en medio del bullicio, se acercó para besar a una niña vestida de blanco, y entonces yo me quedé inmóvil observando la escena. Su sonrisa deslumbraba, su pelo zaino despedía destellos de plata. En aquel instante me acerqué a ella y le dije un “hola” tímido que todavía resuena en mis oídos. Ella no me escuchó, y siguió andando entre el gentío. Yo la seguí a duras penas con el corazón en la garganta y el pulso acelerado, pero la perdí, la perdí para siempre.
El erizo no daba crédito a sus oídos, y miró al hombre solitario como diciendo “que amor tan desgraciado”, pero permaneció silencioso oteando el horizonte, por si aparecía alguna pista que diera con la clave de los amores perdidos en el tiempo. El hombre suspiró profundamente, y se dejó mecer por la tristeza. El recuerdo de la mujer de negro le llenaba de melancolía y de nostalgia, pero no tenía más remedio que volver a sus quehaceres cotidianos. Dejó el cuaderno a un lado, para alivio del erizo, y encendió un fuego con leña verde. Luego, ambos se quedaron dormidos uno al lado del otro, y de esta manera les sorprendió la madrugada.
Si la volviera a ver, querido amigo, no sería tan pacato. Le hablaría en susurros de amores prohibidos, y le contaría cuentos apasionantes, cual si fuera una transfigurada Sheherezade. Iríamos a contemplar la luna llena reventando su palidez panzuda contra los acantilados, y haríamos el amor en las orillas del mar. Me pregunto cómo será ahora, si las arrugas han transformado su rostro, si las penas han jorobado su espalda, si su pelo se ha vuelto del color de la ceniza. Pero yo me la imagino tal que siempre, etérea, volátil, frágil, restallante, magnificente. La espero aquí sentado desde el principio de los tiempos, por los siglos de los siglos y, si aparece, me hará el más feliz de los hombres. María me ha atrapado en el vórtice sagaz de su naturaleza de hembra traicionera, y me tiene a su merced cual las volutas de humo en el vértice de una montaña.
El erizo mostró su comprensión con un leve movimiento de cabeza. Miraba fijamente al hombre, como queriendo desentrañar los secretos de su mente bulliciosa, pero permaneció silencioso y en calma. El horizonte paría el día ensangrentando las nubes, y entonces ambos se pusieron de rodillas a esperar la alborada. En la orilla, de repente, aparecieron unas huellas pequeñas, pero tan fijas y precisas que parecían conocer el destino de su marcha. El hombre solitario y el erizo llegaron a la conclusión de que las habían dejado allí olvidadas durante la noche, y se acercaron a verlas. Allá abajo había una inscripción en español que el hombre, en medio de grandes esfuerzos, pudo traducir como “te espero”. Más allá, en la cabaña del viejo pescador, muerto hacía siglos, un humo anaranjado delataba vida. El hombre solitario cogió al erizo en brazos y caminó entre ilusionado y torpe hacia la cabaña, presintiendo cosas hermosas. Cuando llegaron ante la puerta, los dos se miraron de hito en hito. El hombre parecía dubitativo, pero el erizo le animó a seguir adelante.
No sé qué habrá detrás de esa puerta, querido amigo. No me atrevo a entrar. Ya sé que tú dices que  no soy un cobarde, pero la perspectiva de encontrarla después de tantos años de soledad y silencio me llena de un clamoroso miedo. Dime que esto es mentira, que es un sueño de mi mente cansada, que estoy en casa dormido junto a mi mujer de pelo azul a la que no amo y que voy a despertarme con el recuerdo de la mujer de negro a la que sí amo y que está detrás de esa puerta onírica que es como un descenso a los infiernos.
El erizo no hizo señal alguna, pero animó al hombre a continuar adelante. El hombre empujó la puerta lentamente, sin ruido, y ambos penetraron en la estancia. Todo estaba en quietud. En la chimenea crepitaba el fuego azul y amarillo que ambos habían contemplado desde la lejanía. El hombre dejó al erizo en el suelo, y se dirigió a las llamas, atraído por una corriente de fuerza irresistible. Dentro del fuego, como por arte de magia, estaba ella, la mujer de negro, sonriendo como sólo ella sabía hacerlo. Su mirada provocadora le invitaba a placeres prohibidos, su cuerpo danzaba entre las llamas como una flamígera tentación. El hombre se dejó llevar, y penetró en el fuego. La contempló una vez más, etérea como el viento, calcárea cual roca. Ambos se fundieron en un abrazo apasionado e infinito. “Te amo”, dijo la mujer de negro. Y estas fueron sus últimas palabras, porque el hombre solitario silenció su boca con  implacables besos.
El erizo marchó hacia el campamento. Se había quedado solo, pero comprendía que la felicidad del hombre solitario era lo más importante. Cuando llegó a la colina, cerró los ojos, inspiró hondo y dejó emitir un lamento que llegó hasta las montañas y reverberó largo tiempo entre el roquedo.
El día se terminaba por fin, dejando al paisaje sumido en una negrura abismal. Entonces el erizo escuchó las señales del viento, y con el rostro velado por las lágrimas contempló por última vez la cabaña del viejo pescador, allí donde dos cuerpos se habían confundido en uno y dos almas habían partido a un lugar improbable y lejano del que no regresarían. Y se dejó morir, a través del silencio que era como una entelequia conocida de consistencia aterradora. Unos segundos después, arribó la calma al campamento, y la noche cubrió el cielo con su manto de estrellas. El viento borró las huellas, las palabras, las emociones, los signos escritos en la arena, y el vendaval se llevó de la faz de la tierra las últimas señales del hombre solitario. Una mano caritativa recogió las cenizas de esta historia y se las entregó a una mujer de pelo azul que dormía en la cama de un hospital junto a una pequeña criaturita extraordinariamente parecida a su padre. Entonces la mujer las encerró en una urna de cristal, y todas las noches relataba la historia a su hijita. No había rencor en su voz, ni odio en su mirada, tan sólo un vago sentimiento que llenaba su mente de una lejana sinfonía a partes escuchada:

 El amor es como escarcha,
como el agua quema,
 como nieve duele,
como nube transporta al otro mundo,
 como viento proclama su supremacía
en la cima de las montañas.
El amor es esto,
dolor candente
que para siempre nos marca.

EL RAYO DE LUNA (POR GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER)

losojosdelaluna.bligoo.com


Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.


Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.


Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.


Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.


-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.


-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.


En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.


Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.


Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.


Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.


En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.


¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.


Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba:


-Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?...


Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.


Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.


En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.


En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.


Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.


Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.


La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.


En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.


-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡a estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.


Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.


-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie!


-¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!


Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.


Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio.


-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.


Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.


Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.


La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.


En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.


Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.


Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.


Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.


Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro.


Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.


-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.


En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.


Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.


Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.


-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal -ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:


-En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.


-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o lo que sea?


-No tiene ninguna mujer consigo.


-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?


-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.


Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.


-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.


¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros.


¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música.


Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?


Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?


Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.


La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.


Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.


Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.


Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.


Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.


Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.


Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.


Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.


-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?


-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.


-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos;- os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.


-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.


-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?


-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial-; no quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.


Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.

EL NUEVO LIBRO DE PAULO

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martes, 15 de noviembre de 2011

SÓNNICA LA CORTESANA

aspasialahetaira.blogspot.com


Paqui Castillo Martín
De las cenizas de aquel amor
florecieron los desvelos.
Macilento pecado
cometí al mirarte
de soslayo,
prohibida sombra,
agudo desmayo
del agua fría
quemando mis ropas
sucias, entregadas
al expolio de la carne,
a su goce satinado
casi inmaculado
de tanto olvido.
Y así, casi sin pensar
me volví incansable
como fantasma enhebrando
parches de recuerdos rotos
temblorosos e inciertos.
De las cenizas de aquel amor
florecieron los desvelos,
la búsqueda eterna
de la palabra no dicha,
arrepentida antes de venderla
en mi mercado de amantes.
Cuando toco a otro te siento
entre los pliegues de sus labios,
enternecidos por mis besos,
asombrados de mi tacto
límpido y frágil de virgen.
Y no saben, estúpidos, que son tu reflejo
acodado en la esquina de mi mirada turbia,
donde el hielo nace y el corazón esquiva
las vísceras de la turba impura.
En cada óbolo te imploro
en el ágora del pobre
en cada dracma la plata del rico
comprar quiere mi reino que es tuyo,
disfrazo con belladona el brillo
de desdén de mi ojo intermitente
de hetaira, poco más que agradable compañera
del que paga mis caricias,
oh Acteón, que tú despreciaste
aunque te fueron regaladas.
Corre el vino por mi vientre,
simiente de hombre, rubio trigo.
Otra bacanal en sacrificio de tu nombre,
gemido falso de vil ramera
pordiosera de tu boca,
última en escupir la primera piedra.
De las cenizas de aquel amor
florecieron los desvelos,
tú  eterno, y yo loca,
sisal y palma que cimbrea
al son del aire de fiesta,
balandro meciendo mi cuerpo dormido,
fingido espasmo de ardor doliente,
alto, sostenido, preclaro, mentira.

domingo, 6 de noviembre de 2011

VIEJO ROBLE EN EL CAMINO

Un  relato de Paqui Castillo Martín



Al caer la tarde observó enternecido, a través de sus gafas de concha, lo amarillos que se habían puesto los trigales. Del paisaje verde y brumoso de abril ya no quedaba nada; sólo las casitas, pequeñas, aisladas unas de otras, fruncidos sus ceños de paja, sucias sus fachadas con el polvo del verano tórrido que flotaba con la misma parsimonia con que la brisa lo hacía en el mar. Los campesinos estaban recogiendo sus aperos de labranza y las mujerucas, recostados los rechonchos brazos sobre los soportales, anunciaban a voces que la cena ya estaba lista. Dos negros nubarrones tildaban el horizonte y lo hacían esdrújulo, majestuoso, pero oscuro. El sol desapareció lentamente, dando sus últimos lametazos color vino sobre la sierra. El paisaje se emborrachó de melancolía y el caminante, que todo lo había visto a través de sus gafas de concha,  no pudo ahogar -no quiso- un suspiro hondo, antiguo, mezclado con los murmullos de la Naturaleza, que en aquel momento estaba vistiéndose de nocturnidades.
     La niña llegó sin avisar. Era como una aparición suave, minúscula, errática, pero enfilaba sus pasos  hacia el hombre con la seguridad que no daban sus cortos años. Se tomaron de la mano. La de la niña era como una caracola, húmeda, palpitante, envoltorio de ecos lejanos, pero conocidos. La del hombre era nudosa, gigantesca, color de tierra seca. Los dos se sintieron protegidos por el tímido resplandor de la luna y por la sobriedad de las estrellas titilantes. La niña, que llevaba un camisón de batista muy corto y muy estrecho, de mangas almidonadas, color blanco inocencia, tembló de frío. El hombre decidió que era hora de regresar. Juntos desanduvieron el camino hacia la casucha, que, en momentos divergentes, persiguiendo el descubrimiento de algo distinto, ambos habían andado. La niña había salido, descalza y tiritando de frío, a buscar a su abuelo, el apretón firme de su mano encallecida, a refugiarse tras la figura alta y encorvada que se le antojaba parte del paisaje, a ocultarse tras el tronco, a jugar con el azabache y la nieve que le caían al viejo desde el rostro hasta medio pecho, a esconderse tras sus cejas de escarcha, a burlarse de las sombras. El abuelo había dejado el lecho para obtener respuestas de la noche. Se sentía viejo; en realidad lo era. Dios le había dado una segunda oportunidad al traerle a su lado a la niña. Ahora se quejaba porque sentía que le quedaba muy poco de permanecer junto a ella. El aire enrarecido de la habitación le había despertado y empujado hacia el camino que serpenteaba entre trigales. Comprendió, compungido. Contempló el paisaje en calma, sereno, y sintió que esa tranquilidad mayestática iba infiltrándose en su alma. Luego llegó la mano de la niña, y después la felicidad absoluta. Se miraron, sonrientes. La niña había sido cómplice de todos sus juegos otoñales: paseos, conversaciones al borde del barranco helado, cuentos a la luz de una vela mortecina, absurdas representaciones teatrales ante un atónito auditorio de muñecos de trapo...Viejo y niña, como roble y flor, se amaban, y ahora tenían que despedirse. Tomados de la mano, caminaron, titubeantes, unos pasos. La niña aparecía ante la visión deformada de las gafas de concha del viejo como un ángel rodeado de un resplandor prístino, refulgente, que le hería la vista.
-Vete a casa- le dijo el viejo al pequeño ángel, a quien le estaban brotando unas redondas alas de nácar.
-¡Abuelo! -tartamudeó la niña, transfigurada en un blanco pétalo de luna. Pero el viejo ya no oía, ni podía percibir sus sollozos ahogados. Sólo sintió que se abría un abismo bajo sus pies, que le engullía, sumiéndole en una oscuridad insondable. Con sus últimas fuerzas, intentó aferrarse a los brazos del tiempo. Pidió clemencia, pidió vida, pidió permanecer para siempre al lado del pequeño ángel de sollozos ateridos de frío. Pero la oscuridad se hizo de hielo...
     Cuando la niña llegó al punto en el que se había separado de su abuelo, sólo halló la sombra, desparramada por la luna, de un fornido roble en flor. Contuvo el aliento. La esbelta mole parecía, en la oscuridad repleta de murmullos, la silueta alta, robusta, nudosa y encorvada que todos, en especial la niña, amaban.
planetaneutro.blogspot.com
     El cuerpo del viejo campesino jamás fue encontrado. Los vecinos lo buscaron durante días, hasta que se dieron cuenta de que sus esfuerzos eran vanos. Hace unos años, al poco de ocurrir aquel extraño suceso, un extranjero de tierras lejanas acertó a pasar por ese mismo camino flanqueado de trigales. Y cuenta que, escondida tras el grueso tronco, una niña observaba tranquilamente el paisaje, con una sonrisa pintada en los labios, mientras escuchaba las historias que le susurraba el viento infiltrado en las ramas de la copa de un hermoso roble en flor encorvado sobre el horizonte.

jueves, 3 de noviembre de 2011

SUDOR Y SANGRE

Paqui Castillo Martín

Borra el viento los caminos.
La tormenta, álgebra del cielo,
llorando sobre el suelo
barre los lodos campesinos,
destino ignoto del fruto del trabajo,
el infierno aquí abajo, carga eterna
del hambre de tierra de los hijos del destino,
quienes se llaman hombres, al hombro
candeal alimento, hoz y martillo.
Camisa vieja,
sudario de teja
que cubre los campos moribundos.
Tocan a difuntos, en el pueblo,
las campanas.
Ya desfilan regimientos
de enlutadas hormigas
Paso lento, dolor junto,
marcial disciplina
de diminutos ejércitos.
Tiemblan los sauces,
corona de espinas
del firmamento de colinas
que enmarcan el valle,
y las sombras mustias de las calles
marchitan en segundos
las rosas que nacen a la vida,
corolas como collares,
pétalos como espigas,
sudor y sangre de los parias del mundo…
cuadrivio.net

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