sábado, 31 de diciembre de 2011

DE NOSTALGIIS


Un poema de Paqui Castillo Martín

 Yo le tengo una querencia
a las cosas de mi pueblo:
en el patio el naranjo,
en la  huerta el limonero.
Un cantar en la sierra,
romano, morisco y vallestero.

La ribera del regato
eternamente florecida;
nardo, lirio, alelí
y amapola en la campiña.


Tardes suaves de verano
y noches límpidas de invierno;
risas nuevas y antiguas,
ojos de dorado almendro.

En las estancias
los espejos reverberan
rumor centuplicado de horas macilentas.

Jarcha y moaxaja, aljamía evanescente;
en alquimia decantado
el latín argentino de Séneca y Trajano.

Sigue el sembrador cavando
la entraña noble de la tierra;
tres rosas de sudor en la frente
y en la mirada una estrella.

En la escuela el grave maestro
desgrana del hilo de la Historia
la lección del almirante Nelson.
Todo pureza, ingenuas pupilas
observan el pizarrón, el armario viejo,
las ventanas como pátinas de nácar,
los libros de Platero y Clavileño,
los batallones de mosquitos verdes
volando en el paisaje abrileño.

lunes, 26 de diciembre de 2011

ODA


Paqui Castillo Martín
suspendelviaje.blogspot.com









Y así me siento yo,
perdida
en este océano de nubes.
Silencio. Penetra la luz
por el claristorio
inmenso de la bóveda
celeste,
despidiéndose  la tarde
con sus tintes violetas,
soflama del verano aún no nacido.
Poeta…
Alumbra en campos verdes
mi imaginación encinta,
escapo del vacío,
la soledad, la muerte,
me hago eterna al instante
y al instante retorno
a ser cosmos,
frágil, vital segundo
que se escapa
de la clepsidra de mis manos.
Entono una oda virgiliana
a la buena vida
entre parajes ubérrimos
donde mi imaginación descansa,
se nutre, yace y se yergue
en el momento preciso
en que oscurece.
Me estremezco de dicha:
al fin soy campo, trigo y vilano.
Al fin perdida
de dicha voraz estremecida.

XXXIII PREMIO DE POESÍA "ARCIPRESTE DE HITA"



Buenas noches, lolavanderos. Aquí os dejo las bases de un concurso de poesía con muy buena pinta. Un saludo.

XXXIII PREMIO DE POESÍA "ARCIPRESTE DE HITA" Puede optar al Premio de Poesía Arcipreste de Hita cualquier poeta menor de 35 años, de cualquier nacionalidad o lugar de residencia, que presente sus originales inéditos en español.

La extensión de la obra no podrá ser inferior a cuatrocientos versos ni superior a mil. Se presentarán cuatro ejemplares del original, en folio, mecanografiado a una o dos caras.

El tema y la forma son libres.

El autor firmará con un lema, que figurará en el exterior de un sobre cerrado o plica, en donde consten los datos personales y literarios que considere oportunos.

Los originales deben enviarse a la Biblioteca Municipal “Carmen Juan Lovera”, Capuchinos, Paseo de los Álamos 23680, Alcalá la Real, Jaén (España). Telfs.: 953587041 • 953583506. cultura.tecnico@alcalalareal.es .

La fecha límite de presentación será el 30 de diciembre de 2011.

La editorial Pre-Textos publicará y distribuirá mil ejemplares del libro premiado, recibiendo el autor 50 ejemplares.

El jurado seleccionado por la organización podrá declarar desierto el premio.
www.escritores.org
Los trabajos no premiados podrán recogerse en la Biblioteca Municipal antes del 1 de mayo de 2012, de no ser así serán destruidos.

La participación en este Premio conlleva la aceptación de las características y bases que lo rigen.

cultura.tecnico@alcalalareal.es

domingo, 25 de diciembre de 2011

EL GRITO

Un relato de Paqui Castillo Martín

El velo que cubría mis ojos cayó al suelo...ni por un momento había dejado de ver aquel miserable espectáculo de chabolas y niños sucios, deshidratados y escuálidos esparcidos por doquier, solo que entonces, la cruda realidad se vino abajo ante mí como un golpe en el vientre y me dejé caer, derrengado, entre pestilentes charcos de fango y turbio vómito nauseabundo. El dolor palpitaba salvajemente en mis sienes. Eché a correr por un laberinto de paredones verticales que se perdían entre las alturas de algún edificio en ruinas. Sentí un vahído de muerte a mis espaldas. Intenté subir a un montículo de residuos procedentes de una construcción inacabada. Todo a mi alrededor estaba destruido, como si una mano gigante hubiera derribado de un solo golpe los bloques del edificio, arrastrando consigo cientos de vidas humanas, junto con todos sus sueños, ilusiones y esperanzas...esperanza, que palabra tan irónica para todos aquellos que yacían bajo los escombros… Desvié la mirada, incapaz, y vislumbre de nuevo las fogatas apagadas del poblado de casas de uralita. La cabeza dejó de darme vueltas, y por primera vez sentí el frío demoledor que se había aposentado en mis entrañas. El viento levantaba pequeños remolinos de detritus. El esqueleto de un perro olfateaba las orillas del arroyo en busca de algún hueso fosilizado superviviente a la catástrofe. Me refugié bajo el puente y eché la cabeza en uno de los pilares. Jamás había estado tan cerca de mí la verdad absoluta, y jamás la había dejado escapar de aquella manera tan cobarde...Pasó rozándome como la negra ala de un cuervo. Tuve miedo de mirar hacia abajo, pues pensé que las negras fauces de la tierra herida me arrastrarían consigo, llevándose al único testigo de su dolor de madre estigmatizada por tanta lucha inútil. Un rayo sesgó verticalmente el cielo, que hasta ese momento había estado llorando por sus hijos muertos. Los pájaros de las tiniebla alzaron el vuelo en desbandada, presagiando la inminente destrucción del universo. Una parte del negro tapiz cayó sobre la ciudad informe, cubriendo de silencio y oscuridad los tristes suspiros de las almas que iban desprendiéndose de los cuerpos sanguinolentos. Otra parte se perdió en el vacío infinito, y pude sentir claramente, mientras caían las estrellas y planetas en la nada envolvente, cómo el tiempo y el espacio iban ampliándose hasta cruzar el umbral de lo posible y desaparecer. Cuando volví a sentir mis miembros como míos y no como parte del cosmos derrumbado, me aferré con todas mis fuerzas al viejo puente inservible ya para los transeúntes. Con un último resquicio de valor, y consciente siempre de mi condición exclusiva de único ser viviente de -¿de dónde ya, si todo había sido engullido por la fuerza caprichosa que una vez dio vida a la oscuridad, en una explosión de luz?-, me asomé a la barandilla del puente. Miré hacia arriba, y en lugar de la gran cúpula celeste poblada de constelaciones, tan sólo vi un agujero negro por donde fluían grandes trozos de roca y polvo cósmico. La nada. La noche eterna y silenciosa. La muerte. Como quiera que se llame, un puente de hierro y asfalto y un hombre insolente en su pequeñez ante tanta espantosa grandeza flotábamos en medio de la ausencia. Mi problema no era ahora el derivado de la existencia, sino, contra toda lógica, el de la no existencia. La soledad me hacía desear con toda mi alma volver al momento previo a la explosión. Comprendí mi idiotez, mi insoportable levedad. Sentí la locura circular por mis venas. La náusea luchaba por escalar mi garganta. Miré hacia abajo. Un profundo océano de angustia arremetió contra mí con toda su ira. No pude reprimir un grito de horror al sentir desde la médula de mis huesos la incontinencia de su fuerza. No pude dejar de gritar, por más que quisiera. El sonido aberrante continuaba deslizándose limpiamente por mi garganta descarnada. Todo esfuerzo por acallarlo era en vano. El pánico y el sinsentido se habían apoderado de mí, y yo no podía hacer nada por remediarlo. Grité y grité, hasta que el vacío y la soledad penetraron en mi mente. Grité hasta que me estallaron los tímpanos, y entonces fue cuando el dolor me ganó y me desvanecí entre negras oleadas de angustia. Aun en sueños continuaba viendo rostros de cadáveres desplomados en las aceras. Cientos, miles, millones de ellos. Las cavernosas cuencas de sus ojos escrutaban mi cara a través del vacío iluminado por el resplandor de la explosión. Uno de ellos se arrastró trabajosamente hacia mí y me agarró con fuerza un tobillo. Quise echar a correr, pero mis pies estaban fijos en el suelo, inmovilizados por una inyección letal de terror. El cadáver alzó su rostro y clavó como dardos sus ojos vacuos en los míos llenos de asombro. No podía creerlo... ¡Me estaba contemplando a mí mismo! Me zafé como pude y continué corriendo hasta un precipicio. Hasta aquí llegan mis recuerdos. Desperté bañado en sudor, en la única cama de la habitación de un hospital. Una mujer muy hermosa me miraba con el rostro crispado por la tensión. Al tratar de incorporarme, me encontré inmovilizado de cintura para abajo. Una máquina ventiladora estaba conectada a mí por una serie de tubos. Otra vigilaba mis constantes vitales. Me pregunté si aquello no sería sino el comienzo de otra larga pesadilla. Tan sólo sentía un inmenso dolor en los oídos y un infinito vacío en el pecho. Nada más. Intenté recordar el accidente, el traslado al hospital, incluso traté de reconocer el bello rostro de la muchacha desconocida que me observaba entre alegre y desconcertada. Con gran esfuerzo, conseguí preguntarle: -¿Qué ha pasado? -El edificio en el que trabajabas se desplomó. Te golpeaste la cabeza y perdiste el conocimiento. Todos tus compañeros quedaron sepultados bajo los escombros, incluso algunos niños pequeños que hacían fogatas cerca de sus chabolas. Sólo te salvaste tú, y fue gracias a que gritabas que pude localizarte cerca de un precipicio, aferrado al viejo puente de hierro por el que ya no pasan los transeúntes, con la mirada perdida en el vacío infinito...De cualquier modo, fue una suerte el haberte hallado con vida, pues, poco después de aquel suceso, una gran explosión sacudió al universo entero... Esta habitación de hospital, el viejo puente de hierro, tú y yo somos los únicos supervivientes de la tragedia.... -Pero al menos no estamos solos-le dije, animoso.-Desde ahora nos tendremos el uno al otro. Podemos considerarnos muy afortunados. -Sí,-contestó con una cálida sonrisa-verdaderamente somos muy afortunados.
flechassindiana.blogspot.com

domingo, 18 de diciembre de 2011

HAY ALGO EN MÍ


Un poema de Paqui Castillo Martín
esgarval.com













(Homenaje a Quevedo)
Hay algo en mí, tan denso como una caricia
que se llena de nostalgia y que se quiebra
como una madrugada rota sin tu aliento.
Hay algo en mí, desdibujado como el silencio
con que castigas mis ilusiones muertas,
mis falsas esperanzas de un mejor presente.
Hay algo en mí, turbio, frenético, inmenso,
serena fuente que brota de mi pecho y que me empapa,
se llama soledad, se llama aurora,
se llama sombra, amor se llama.
Hay algo en mí, un íntimo recogimiento,
un lugar en mi casa y un calor en mi cama
que te aguarda aunque no vengas,
y ese pálpito sutil es mi memoria
que hilvana como siempre pensamientos tristes,
mientras tú me sueñas sin quererlo,
como sin querer tú me haces falta.
Hay algo en mí, algo que no nombro,
algo insondable, profundo y noble,
acariciante, desbocado, insomne,
que a ensuciar no me atrevo pronunciando
las leves palabras que me llevarán al confín de mi tumba
donde pervivirán como ascuas cuando ya no estemos.
Si,  como canción vana, esos dolores fuego fatuo  han sido,
lujuriosa imagen del placer pecado,
serán cenizas, mas tendrán sentido
polvo serán, mas polvo enamorado.

EL PRÍNCIPE FELIZ DE OSCAR WILDE

http://ia600406.us.archive.org/24/items/elprincipefeliz/el-principe-feliz-01.mp3
http://albalearning.com/audiolibros/wilde/elprincipefeliz2.html

lucia-petitann2hotmailcom.blogspot.com

EN MEMORIA DE PAULINA

Por Adolfo Bioy Casares

Siempre  quise  a  Paulina.  En  uno  de  mis  primeros  recuerdos,  Paulina  y  yo  estamos 
ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina 
me  dijo:  Me  gusta  el  azul,  me  gustan  las  uvas,  me  gusta  el  hielo,  me  gustan  las  rosas, 
me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque 
en  esas  preferencias  podía  identificarme  con  Paulina.  Nos  parecimos  tan 
milagrosamente  que  en  un  libro  sobre  la  final  reunión  de  las  almas  en  el  alma  del 
mundo,  mi  amiga  escribió  en  el  margen: Las  nuestras  ya  se  reunieron.  "Nuestras"  en 
aquel tiempo, significaba la de ella y la mía. 
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de 
Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía 
y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a 
Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor 
posibilidad de mi ser,  como el refugio en donde  me libraría de mis defectos naturales, 
de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad. 
La  vida  fue  una  dulce  costumbre  que nos  llevó  a  esperar,  como  algo  natural  y  cierto, 
nuestro  futuro  matrimonio.  Los  padres  de  Paulina,  insensibles  al  prestigio  literario 
prematuramente  alcanzado,  y  perdido,  por  mí,  prometieron  dar  el  consentimiento 
cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con 
tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta 
vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos. 
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia 
la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No 
me  atrevía  a  encarnar  el  papel  de  enamorado  y  a  decirle,  en  tono  solemne:  Te  quiero. 
Sin  embargo,  cómo  la  quería,  con  qué  amor  atónito  y  escrupuloso  yo  miraba  su 
resplandeciente perfección . 
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, 
y,  secretamente,  jugaba  a  ser  dueña  de  casa.  Confieso  que  esas  reuniones  no  me 
alegraban.  La  que  ofrecimos  para  que  Julio  Montero  conociera  a  escritores  no  fue  una 
excepción. 
La  víspera,  Montero  me  había  visitado  por  primera  vez.  Esgrimía,  en  la  ocasión,  un 
copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo 
del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. 
En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera 
con  toda  sinceridad  si  el  impacto  de  su  amargura  resultaba  demasiado  fuerte-,  acaso 
fuera  notable  porque  revelaba  un  vago  propósito  de  imitar  a  escritores  positivamente 
diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre 
el  violín  y  los  movimientos  del  violinista,  de  una  determinada  relación  entre 
movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una 
máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después 
el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el 
bastidor.  Hacia  el  último  párrafo,  el bastidor  aparecía,  junto  a  un  estereoscopio  y  un 
trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita. 
Cuando  logré  apartarlo  de  los  problemas  de  su  argumento,  Montero  manifestó  una 
extraña ambición por conocer a escritores. 
-Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos. 
Se  describió  a  sí  mismo  como  un  salvaje  y  aceptó  la  invitación.  Quizá  movido  por  el 
agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, 
Montero  descubrió  el  jardín  que  hay  en  el  patio.  A  veces,  en  la  tenue  luz  de  la  tarde, 
viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere 
la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz 
lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio 
de noche. 
-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en 
la casa esto es lo más interesante. 
Al  otro  día  Paulina  llegó  temprano;  a  las cinco  de  la  tarde  ya  tenía  todo  listo  para  el 
recibo.  Le  mostré  una  estatuita  china,  de  piedra  verde,  que  yo  había  comprado  esa 
mañana  en  un  anticuario.  Era  un  caballo  salvaje,  con  las  manos  en  el  aire  y  la  crin 
levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión. 
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la 
primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó 
los brazos al cuello y me besó. 
Tomamos  el  té  en  el  antecomedor.  Le  conté  que  me  habían  ofrecido  una  beca  para 
estudiar  dos  años  en  Londres.  De  pronto  creímos  en  un  inmediato  casamiento,  en  el 
viaje,  en  nuestra  vida  en  Inglaterra  (nos  parecía  tan  inmediata  como  el  casamiento). 
Consideramos  pormenores  de  economía  doméstica;  las  privaciones,  casi  dulces,  a  que 
nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de 
trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa  y los libros que 
llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a 
la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de 
Paulina querían postergar nuestro casamiento. 
Empezaron  a  llegar  los  invitados.  Yo  no  me  sentía  feliz.  Cuando  conversaba  con  una 
persona,  sólo  pensaba  en  pretextos  para  dejarla.  Proponer  un  tema  que  interesara  al 
interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía 
demasiado  lejos.  Ansioso,  fútil,  abatido,  pasaba  de  un  grupo  a  otro,  deseando  que  la 
gente  se  fuera,  que  nos  quedáramos  solos,  que  llegara  el  momento,  ay,  tan  breve,  de 
acompañar a Paulina hasta su casa. 
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e 
inclinó  hacia  mí  su  cara  perfecta.  Sentí que  en  la  ternura  de  Paulina  había  un  refugio 
inviolable,  en  donde  estábamos  solos.  ¡Cómo  anhelé  decirle  que  la  quería!  Tomé  la 
firme  resolución  de  abandonar  esa  misma  noche  mi  pueril  y  absurda  vergüenza  de 
hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada 
palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud. 
Paulina  me  preguntó  en  qué  poema  un  hombre  se  aleja  tanto  de  una  mujer  que  no  la 
saluda  cuando  la  encuentra  en  el  cielo.  Yo  sabía  que  el  poema  era  de  Browning  y 
vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de 
Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar 
con  otras  personas,  pero  estaba  singularmente  ofuscado  y  me  pregunté  si  la 
imposibilidad  de  encontrar  el  poema  no  entrañaba  un  presagio.  Miré  hacia  la  ventana. 
Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo: 
-Paulina está mostrando la casa a Montero. 
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el 
libro  de  Browning.  Oblicuamente  vi  a  Morgan  entrando  en  mi  cuarto.  Pensé:  Va  a 
llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero. 
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un 
momento  en  que  sólo  quedamos  Paulina,  yo  y  Montero.  Entonces,  como  lo  temí, 
exclamó Paulina: 
-Es muy tarde. Me voy.  
Montero intervino rápidamente: 
-Si me permite, la acompañaré hasta su casa. 
-Yo también te acompañaré -respondí. 
Le  hablé  a  Paulina,  pero  miré  a  Montero.  Pretendí  que  los  ojos  le  comunicaran  mi 
desprecio y mi odio. 
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije: 
-Has olvidado mi regalo. 
Subí  al  departamento  y  volví  con  la  estatuita  .  Los  encontré  apoyados  en  el  portón  de 
vidrio,  mirando  el  jardín.  Tomé  del  brazo  a  Paulina  y  no  permití  que  Montero  se  le 
acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero. 
No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. 
En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad  y con fervor. Me dije: 
Él  es  el  literato;  yo  soy  un  hombre  cansado,  frívolamente  preocupado  con  una  mujer. 
Consideré  la  incongruencia  que  había  entre  su  vigor  físico  y  su  debilidad  literaria. 
Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio 
sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido. 
Aquella  semana  casi  no  vi  a  Paulina.  Estudié  mucho.  Después  del  último  examen,  la 
llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al 
fin de la tarde iría a casa. 
Dormí  la  siesta,  me  bañé  lentamente  y  esperé  a  Paulina  hojeando  un  libro  sobre  los 
Faustos de Müller y de Lessing. 
Al verla, exclamé: 
-Estás cambiada. 
-Si -respondió-.  ¡Cómo  nos  conocemos!  No  necesito  hablar  para  que  sepas  lo  que 
siento. 
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud. 
-Gracias -contesté. 
Nada  me  conmovía  tanto  como  la  admisión,  por  parte  de  Paulina,  de  la  entrañable 
conformidad  de  nuestras  almas.  Confiadamente  me  abandoné  a  ese  halago.  No  sé 
cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. 
Antes  de  que  yo  considerara  esta  posibilidad,  Paulina  emprendió  una  confusa 
explicación. Oí de pronto: 
-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados 
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó. 
-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te 
vería. 
Yo  esperaba,  aún, la  imposible  aclaración  que  me  tranquilizara.  No  sabía  si  Paulina 
hablaba  en  broma  o  en  serio.  No  sabía  qué  expresión  había  en  mi  rostro.  No  sabía  lo 
desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó: 
-Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos. 
-¿Quién? -pregunté. 
En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un 
impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas. 
Paulina contestó con naturalidad: 
-Julio Montero. 
La  respuesta  no  podía  sorprenderme;  sin  embargo,  en  aquella  tarde  horrible,  nada  me 
conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi 
con desprecio le pregunté: 
-¿Van a casarse? 
No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento. 
Después me encontré solo. Todo era absurdo.  No había una persona más incompatible 
con  Paulina  (y  conmigo)  que  Montero.  ¿O  me  equivocaba?  Si  Paulina  quería  a  ese 
hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que 
muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad. 
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al 
estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, 
con asco . 
Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo 
esa tarde. 
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque 
los  había  pasado  con  Paulina)  a  la  ulterior  soledad,  los  recorría  y  los  examinaba 
minuciosamente  y  volvía  a  vivirlos.  En  esta  angustiada  cavilación  creía  descubrir 
nuevas  interpretaciones  para  los  hechos.  Así,  por  ejemplo,  en  la  voz  de  Paulina 
declarándome  el  nombre  de  su  amado,  sorprendí  una  ternura  que,  al  principio,  me 
emocionó.  Pensé  que  la  muchacha  me  tenía  lástima  y  me  conmovió  su  bondad  como 
antes me conmovía su amor.  Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para 
mí sino para el nombre pronunciado. 
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, 
la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina. 
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo 
dijera,  comprendí  que  su  aparición  era  furtiva.  La  tomé  de  las  manos,  trémulo  de 
agradecimiento. Paulina exclamó: 
-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie. 
Tal  vez  creyó  que  había  cometido  una  traición.  Sabía  que  yo  no  dudaba  de  su  lealtad 
hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si 
no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente: 
-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio. 
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella 
había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó. 
Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el 
ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia. 
-Buscaré un taxímetro -dije. 
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó: 
-Adiós, querido. 
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los 
ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos 
y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero. 
Rayos  de  luz  lila  y  de  luz  anaranjada  se  cruzaban  sobre  un  fondo  verde,  con  boscajes 
oscuros.  La  cara  de  Montero,  apretada  contra  el  vidrio  mojado,  parecía  blanquecina  y 
deforme. 
Pensé  en  acuarios,  en  peces  en  acuarios.  Luego,  con  frívola  amargura,  me  dije  que  la 
cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, 
que habitan el fondo del mar. 
Al  otro  día,  a  la  mañana,  me  embarqué.  Durante  el  viaje,  casi  no  salí  del  camarote. 
Escribí y estudié mucho. 
Quería  olvidar  a  Paulina.  En  mis  dos  años  de  Inglaterra  evité  cuanto  pudiera 
recordármela:  desde  los  encuentros  con  argentinos  hasta  los  pocos  telegramas  de 
Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con 
una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de 
noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. 
Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla. 
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que 
tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí 
alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos 
de  alegría  y  de  congoja  que  yo  había  conocido.  Entonces  tuve  una  revelación 
vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente 
manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba 
por la ventana, la luz de Buenos Aires. 
A  eso  de  las  cuatro  fui  hasta  la  esquina  y  compré  un  kilo  de  café.  En  la  panadería,  el 
patrón  me  reconoció,  me  saludó  con  estruendosa  cordialidad  y  me  informó  que  desde 
hacia  mucho  tiempo -seis  meses  por  lo  menos- yo  no  lo  honraba  con  mis  compras. 
Después  de  estas  amabilidades  le  pedí,  tímido  y  resignado,  medio  kilo  de  pan.  Me 
preguntó, como siempre:  
-¿Tostado o blanco? 
Le contesté, como siempre:  
-Blanco. 
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío. 
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una 
taza de café negro. 
Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, 
que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus 
manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido. 
Su  llegada  ocurrió  así:  tres  golpes  resonaron  en  la  puerta;  me  pregunté  quién  sería  el 
intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente. 
Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó 
que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, 
los  antiguos  errores  de  nuestra  conducta.  Me  parece  (pero  además  de  recaer  en  los 
mismos  errores,  soy  infiel a  esa  tarde)  que  los  corrigió  con  excesiva  determinación  . 
Cuando  me  pidió  que  la  tomara  de  la  mano  ("¡La  mano!",  me  dijo.  "¡Ahora!")  me 
abandoné  a  la  dicha.  Nos  miramos  en  los  ojos  y,  como  dos  ríos  confluentes,  nuestras 
almas  también  se  unieron.  Afuera, sobre  el  techo,  contra  las  paredes,  llovía.  Interpreté 
esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión 
de nuestro amor. 
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la 
conversación  de  Paulina.  Por  momentos,  cuando  ella  hablaba,  yo  tenía  la  ingrata 
impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las 
ingenuas  y  trabajosas  tentativas  de  encontrar  el  término  exacto;  reconocí,  todavía 
apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad. 
Con  un  esfuerzo  pude  sobreponerme.  Miré  el  rostro,  la  sonrisa,  los  ojos.  Ahí  estaba 
Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado. 
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el 
marco de guirnaldas, de coronas  y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si 
descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por 
la  separación,  que  me  había  interrumpido  el  hábito  de  verla,  pero  que  me  la  devolvía 
más hermosa. 
Paulina dijo: 
-Me voy. Julio me espera. 
Advertí  en  su  voz  una  extraña  mezcla  de  menosprecio  y  de  angustia,  que  me 
desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado 
a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido. 
Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la 
calle.  No  la  encontré.  De  vuelta,  sentí  frío.  Me  dije:  "Ha  refrescado.  Fue  un  simple 
chaparrón". La calle estaba seca. 
Cuando  llegué  a  casa  vi  que  eran  las  nueve.  No  tenía  ganas  de  salir  a  comer;  la 
posibilidad  de  encontrarme  con  algún  conocido,  me  acobardaba.  Preparé  un  poco  de 
café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan. 
No  sabía  siquiera  cuándo  volveríamos  a  vernos.  Quería  hablar  con  Paulina.  Quería 
pedirle  que  me  aclarara  unas  dudas  (unas  dudas  que  me  atormentaban  y  que  ella 
aclararía  sin  dificultad).  De  pronto,  mi  ingratitud  me  asustó.  El  destino  me  deparaba 
toda  la  dicha  y yo  no  estaba  contento.  Esa  tarde  era  la  culminación  de  nuestras  vidas. 
Paulina  lo  había  comprendido  así.  Yo  mismo  lo  había  comprendido.  Por  eso  casi  no 
hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.) 
Me  parecía  imposible  tener  que  esperar  hasta  el  día  siguiente  para  ver  a  Paulina.  Con 
premioso  alivio  determiné  que  iría  esa  misma  noche  a  casa  de  Montero.  Desistí  muy 
pronto;  sin  hablar  antes  con  Paulina,  no  podía  visitarlos.  Resolví  buscar  a  un  amigo -Luis  Alberto  Morgan  me  pareció  el  más  indicado- y  pedirle  que  me  contara  cuanto 
supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia. 
Luego  pensé  que  lo  mejor  era  acostarme  y  dormir.  Descansado,  vería  todo  con  más 
comprensión.  Por  otra  parte,  no  estaba  dispuesto  a  que  me  hablaran  frívolamente  de 
Paulina. Al entrar en la  cama tuve la impresión  de entrar en un cepo (recordé, tal vez, 
noches  de  insomnio,  en  que  uno  se  queda  en  la  cama  para  no  reconocer  que  está 
desvelado). Apagué la luz. 
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender 
la  situación.  Ya  que  no  podía  hacer  un  vacío  en  la  mente  y  dejar  de  pensar,  me 
refugiaría en el recuerdo de esa tarde. 
Seguiría  queriendo  el  rostro  de  Paulina  aun  si  encontraba  en  sus  actos  algo  extraño  y 
hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me 
había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad 
en las caras, que las almas quizá no comparten. 
¿O  todo  era  un  engaño?  ¿Yo  estaba  enamorado  de  una  ciega  proyección  de  mis 
preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina? 
Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y 
procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me 
olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y 
la  memoria  son  facultades  caprichosas:  evocaba  el  pelo  despeinado,  un  pliegue  del 
vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía. 
Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De 
pronto  hice  un  descubrimiento.  Como  en  el  borde  oscuro  de  un  abismo,  en  un  ángulo 
del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde. 
La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que 
la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años. 
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, 
del  caballito;  el  más  reciente,  de  Paulina).  La  cuestión  quedaba  dilucidada,  yo  estaba 
tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo 
que  averiguaría  después,  patética.  "Si  no  me  duermo  pronto",  pensé,  "mañana  estaré 
demacrado y no le gustaré a Paulina". 
Al  rato  advertí  que  mi  recuerdo  de  la  estatuita  en  el  espejo  del  dormitorio  no  era 
justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto 
(en el estante o en manos de Paulina o en las mías). 
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles 
y  de  guirnaldas de madera, con Paulina  en el  centro  y  el  caballito a la derecha. Yo no 
estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago 
y  sumario.  En  cambio  el  caballito  se  encabritaba  nítidamente  en  el  estante  de  la 
biblioteca.  La  biblioteca  abarcaba  todo  el  fondo  y  en  la  oscuridad  lateral  rondaba  un 
nuevo  personaje,  que  no  reconocí  en  el  primer  momento.  Luego,  con  escaso  interés, 
noté que ese personaje era yo. 
Vi  el  rostro  de  Paulina,  lo  vi  entero  (no  por  partes),  como  proyectado  hasta  mí  por  la 
extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando. 
No  sé  desde  cuándo  dormía.  Sé  que  el  sueño  no  fue  inventivo.  Continuó, 
insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde. 
Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, 
iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia. 
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio. 
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. 
Ninguna  registraba  la  dirección  de  Montero.  Busqué  el  nombre  de  Paulina;  tampoco 
figuraba.  Comprobé,  asimismo,  que  en  la  antigua  casa de  Montero  vivía  otra  persona. 
Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina. 
No  los  veía  desde  hacía  mucho  tiempo  (cuando  me  enteré  del  amor  de  Paulina  por 
Montero,  interrumpí  el  trato  con  ellos).  Ahora,  para  disculparme,  tendría  que  historiar 
mis penas. Me faltó el ánimo. 
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su 
casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la 
forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo 
que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la 
otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo. 
Morgan  me  recibió  en  la  cama,  abocado  a  un  enorme  tazón,  que  sostenía  con  ambas 
manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan. 
-¿Dónde vive Montero? -le pregunté. 
Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan. 
-Montero está preso -contestó. 
No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó: 
-¿Cómo? ¿Lo ignoras? 
Imaginó,  sin  duda,  que  yo  ignoraba  solamente  ese  detalle,  pero,  por  gusto  de  hablar, 
refirió  todo  lo  ocurrido.  Creí  perder  el  conocimiento:  caer  en  un  repentino  precipicio; 
ahí  también  llegaba  la  voz  ceremoniosa,  implacable  y  nítida,  que  relataba  hechos 
incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares. 
Morgan  me  comunicó  lo  siguiente:  Sospechando  que  Paulina  me  visitaría,  Montero  se 
ocultó  en  el  jardín  de  casa.  La  vio  salir,  la  siguió;  la  interpeló  en  la calle.  Cuando  se 
juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la 
Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. 
Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior 
a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años. 
En  los  momentos  más  terribles  de  la  vida  solemos  caer  en  una  suerte  de 
irresponsabilidad  protectora  y  en  vez  de  pensar  en  lo  que  nos  ocurre  dirigimos  la 
atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan: 
-¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje? 
Morgan se acordaba. Continué: 
-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, 
¿qué hacía Montero? 
-Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: 
se miraba en el espejo. 
Volvía  a  casa.  Me  crucé,  en  la  entrada,  con  el  portero.  Afectando  indiferencia,  le 
pregunté: 
-¿Sabe que murió la señorita Paulina? 
-¿Cómo  no  voy  a  saberlo? -respondió-.  Todos  los  diarios  hablaron  del  asesinato  y  yo 
acabé declarando en la policía. 
El hombre me miró inquisitivamente. 
-¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe? 
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado 
con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los 
ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama. 
Después  me  encontré  frente  al  espejo,  pensando:  "Lo  cierto  es  que  Paulina  me  visitó 
anoche.  Murió  sabiendo  que  el  matrimonio  con  Montero  había  sido  un  equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para 
completar  su  destino,  nuestro  destino".  Recordé  una  frase  que  Paulina  escribió,  hace 
años,  en  un  libro: Nuestras  almas  ya  se  reunieron.  Seguí  pensando:  "Anoche,  por  fin. 
En  el  momento  en  que  la  tomé  de  la  mano".  Luego  me  dije:  "Soy  indigno  de  ella:  he 
dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte". 
Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan 
cerca. 
 
Yo  me  debatía  en  esta  embriaguez  de  amor,  victoriosa  y  triste,  cuando  me  pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, 
se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una 
fulminación, me alcanzó la verdad. 
Quisiera  descubrir  ahora  que  me  equivoco  de  nuevo.  Por  desgracia,  como  siempre 
ocurre  cuando  surge  la  verdad,  mi  horrible  explicación  aclara  los  hechos  que  parecían 
misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman. 
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo 
abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival. 
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi 
viaje.  Montero  la  siguió  y  la  esperó  en  el  jardín.  La  riñó  toda  la  noche  y,  porque  no 
creyó  en  sus  explicaciones -¿cómo  ese  hombre  entendería  la  pureza  de  Paulina?- la 
mató a la madrugada. 
Lo  imaginé  en  su  cárcel,  cavilando sobre  esa  visita,  representándosela  con  la  cruel 
obstinación de los celos. 
La  imagen  que  entró  en  casa,  lo  que  después  ocurrió  allí,  fue  una  proyección  de  la 
horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y 
tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no 
faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera 
de  mi  viaje- no  oí  la  lluvia.  Montero,  que  estaba  en  el  jardín,  la  sintió  directamente 
sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. 
Después me encontré con que la calle estaba seca. 
Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero 
quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche. 
No  me  reconocí  en  el  espejo,  porque  Montero  no  me  imaginó  claramente.  Tampoco 
imaginó  con  precisión  el  dormitorio.  Ni  siquiera  conoció  a  Paulina.  La  imagen 
proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, 
hablaba como él. 
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de 
que  Paulina  no  volvió  porque  estuviera  desengañada  de  su  amor.  Es  la  convicción  de 
que  nunca  fui  su  amor.  Es  la  convicción  de  que  Montero  no ignoraba  aspectos  de  su 
vida  que  sólo  he  conocido  indirectamente.  Es  la  convicción  de  que  al  tomarla  de  la 
mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de 
Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces. 
FIN 

EL QUE TE FALTABA!

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ARAÑA EL ALBA


Un relato de Paqui Castillo Martín

No acaba de oscurecer y ya está el alba golpeando la puerta con su cayado de tiempo y silencio. Abuela debía haberlo dicho, y en ese caso los cristales no se hubieran roto ni sus ojos se hubieran torcido, ni su cuerpo secado, ni sus lágrimas herido el rostro, enjambre de rosas marchitas. He martirizado mi cuerpo en tan largo viaje, y no he conseguido nada, maldita cosa, nada más que envejecer. He visto morir a todos mis amigos y a mis amantes, receptores de ósculos, ladrones de caricias, mendigos del amor mío escondido en mi seno como una llama temblando, lóbrega y triste, porque aún deseo, aún respiro, aún tengo miedo. Abuela abría los balcones y de sus manos colgaban fláccidos dedos de madera carcomida. Un viento que olía a polvo y a cera derretida y a manchas de humedad circulaba por la estrecha habitación. Los cristales de sus ojos eran opacos como bolas de naftalina. Teníale miedo y rencor porque ella, tan vieja, seguía abriendo su balcón cada mañana y mi madre estaba tan muerta que ni aún en sueños podía recordarla.
El patio del limonar era el centro de reunión de las comadres del poblacho. Presidido por Abuela, era como una negra legión de cuervos que murmuraban como si temieran la intromisión de alguien en aquel aquelarre fantástico. Mientras mis amigos jugaban en el arroyuelo a tirar piedras a los perros de la huerta, o a espantar gallinas o a cazar tortugas o, en verano, a romper con sus cuerpecillos tripudos el espejo hondo y límpido del pantano, yo asistía aterrada a aquellas reuniones de miserere en lenguas antiguas. Los veranos de color amarillo plomizo traíamos sombreros de palma y abanicos de paja, porque jamás nos sentábamos a la sombra. Había que trabajar mondando pieles de almendra, verdes pieles aterciopeladas, que se mezclaban con la sangre de mis dedos aún no hechos a aquellos augustos martirios.
Los días pasaban así de eternos e ingratos con Abuela. Por las noches tenía pesadillas: soñaba  que me ahogaba en el río. Era casi siempre el mismo sueño, que comenzaba lindísimo porque conseguía -no sé cómo- zafarme de Abuela y burlar su estricta vigilancia. Con el corazón en la boca contemplaba la lengua estrecha de agua como un hilillo de plata semienterrado en la tierra áspera. Comprobaba la temperatura y me sumergía con una zambullida. Me dejaba arrastrar por la corriente, boca arriba y con las piernas y brazos extendidos. Con los ojos cerrados, imaginaba que era un nenúfar a la deriva. Abuela estaba cada vez más lejos...De golpe abría los ojos y sentía como si algo viscoso tirase de mí hacia abajo y luchaba y gritaba burbujeando y medio asfixiada...Despertaba con la boca seca y la cara chorreando de lágrimas. Sacaba la foto de Mamá del cajón y dormía con ella, mi cara pegada a la suya, tan parecida, tan lejana e inexpresiva. Me dormía con su presencia remota cobijando mi sueño y con su olor a postal vieja coloreada de sepia.
Aquí guardo yo una foto de Abuela. Aquí en la maleta de imitación de cuero, junto con otros trastos apergaminados de puro viejos. Tiene abuela una sonrisa mustia y descolorida, digno el gesto, resentido el mirar. Hay algo de sacrílego en sus ojos color fango, los mismos ojos con que me mataba lentamente siempre que podía.
Una vez la toqué. Me sorprendió la calidez de su mano, como si le hubiera nacido un corazoncito tierno bajo los tallos decrépitos de sus dedos. Allí debajo latía algo, algo estaba vivo, algo ensoñaba y quería y sufría...Ese calor esencial de su mano que yo había rozado por equivocación. Ella no podía mirarme, porque entonces ya no veía. Pero noté cómo el pulso se le aceleraba. Presioné un poco más fuerte aquella mano algodonosa. Ella esbozó una mueca. Pareció que iba a decir algo, que iba a...pero lanzó un escupitajo sanguinolento que me alcanzó el pie izquierdo aunque ya me había alejado unos pasos, en dirección al otro patio. Me dijo muy bajito, sin apenas desplegar los labios, que si volvía a tocarla, me mataría.
La ayudaba en los quehaceres diarios pero hasta el último día de su vida se negó a que la ayudase a lavarse o vestirse o a hacer su cama. No quería que mi contacto la perturbase, porque, aunque había sufrido tanto, no estaba inmunizada contra el amor. De eso me di cuenta el día que simplemente rocé su mano. ¡Oh, Dios, que hubiera pasado si hubiera trenzado su pelo, o la hubiera estrechado contra mí como siempre quise!
Así, amortajada, vestida de blanco espectral, no me inspira ningún sentimiento bochornoso, ni un asomo de odio. El alba es ella hoy, hoy es toda luz como un sol diminuto en su alcoba perfumada de lirios. Pero es de noche. Quisiera besar sus manos, pero no me sale. No sé cómo se hace. Sencillamente no sé cómo besar a Abuela, porque nunca lo he hecho. Con lo fácil que era besar a Rubén o al pequeñuelo...
Tengo miedo de acariciar sus manos yertas porque puede abrir los ojos y convertirse en el monstruo viscoso del río. Quizá me coja de los pies y me arrastre irremisiblemente al fondo del río, a ese fondo de río sin memoria donde tiemblan los últimos despertares...En ese río me enamoré de Rubén y en ese río concebimos a nuestro hijo. En ese río están enterrados los dos, me los mató la guerra, a padre y a hijo...Y Abuela yace aquí, aquí a mi lado, y puede que abra los ojos y se aferre a mis tobillos y me arrastre hacia el fondo de ese río con ella y sus sueños muertos...Pero yo la voy a besar, voy a besar sus manos como espejos rotos. Voy a besar sus manos por primera y última vez.
Y yo amaneceré flotando en el río...
nomeechesalolvido.blogspot.com

domingo, 11 de diciembre de 2011

ELECTRA


Un poema de Paqui Castillo Martín

Lesbos oscurece,
las sombras devoran el pálido ocaso.
Se hinchan las velas.
El barco fiel es contemplado
en el momento de partida.
Arrullos del agua sonora,
crujidos de luna, farolillo de nácar
trasudando intermitencias.
Y, en el puerto, oscuro peplo,
madeja de hilos de plata
coronando soberbia cabeza,
contempla Electra el batir de las olas.
“¿A quién espero?”, gime  la diosa,
lágrimas salobres surcando su rostro
lejano y a la vez inexpresivo.
“Quizás al viento”, susurran las ondinas,
entornando los párpados manchados de bruma,
labios entreabiertos hacia abismos insondables.
“¿Quiénes sois?”, palpita la altiva.
“Tus hijas”, responden, cómplices,
las acuáticas ninfas.
Y allá queda, flor de mirto, en la vaguada,
su mirada, sutileza de cristal esplendente,
anclada en la niebla,
aguardando por un instante la guadaña.
Enreda Electra con sus manos anillos de ámbar,
sin ser vista de nadie,
sobre el pecho nectarino,
paseando fieramente su ego por la dársena,
oscuro y lóbrego pasillo del infinito Egeo
ululando triste contra la roca de Metimna
mientras Cronos se bate en el océano color vino
soñado por Homero.
Lesbos oscurece…

eldesvandelpoeta.ning.com

lunes, 5 de diciembre de 2011

ENJAMBRE DE SOLEDADES




Un poema de Paqui Castillo Martín



Que mi condena sean las palabras que ahora escribo

desnudas y muertas como terrible losa

sobre estos hombros livianos que tanto quisieron

en aquellas madrugadas lívidas furiosas de llanto.

Oh, estelas del mar, frondosas nubes,

curiosas ondinas, faunos proscritos,

cabalgad como siempre por estos parajes desiertos,

insólito regalo que el paisaje hace a los ojos.

Esta ínclita tierra escarlata su llama ha prendido

en estas pobres pupilas que tanto han visto,

y en las fraguas las melancólicas brasas

son sumiso desconsuelo del galán de los infiernos.

Oh, frígidas montañas, tétricos acantilados,

elfos del bosque, longevos gnomos,

hollad como siempre mi morada marchita,

dadivosa y prístina submarina tumba.

Enterrad de mi recuerdo la persistencia de su nombre

y haced que olvide a quien siempre he amado,

como ama Argos, perro fiel, a su amo sin entrañas.

Camino por recorrer, carga perpetua

que desde el fondo del pozo en la corriente

encadena tempestades de soledad sonora.

LA CITA DE LA SEMANA: BORGES

"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca"


ISAK DINESEN, UNA VIDA PARA RECORDAR

Una maravillosa y valiente mujer, que en el siglo pasado desafió normas y convencionalismos sociales para dedicarse a lo que más amaba en el mundo: la literatura. La autora de Memorias de África en estado puro.


http://www.javiermarias.es/VIDASESCRITAS/dinesen.html

jueves, 1 de diciembre de 2011

IN NÓMINE PATRI (POEMA EN PROSA SURREALISTA SOBRE LA MUERTE Y DE INFLUENCIA LORQUIANA)


Paqui Castillo Martín

Cuando los poetas gritaron, ella guardó silencio. Suaves estertores de pajarillo débil recorrieron su cuerpo desnudo ya de vida.
     Desde el río llegaban las odas rabiosas de los poetas, dando dentelladas a la luna de sangre, espuria y enronquecida de llanto dulce y piel amarga.
     Desmayado en el diván de la miseria, bordaba estrellitas de plata un gato de ojos brillantes. La favela se estremeció cuando el viento, enloquecido caos de dolor lívido, galopaba sobre sus hombros sin techo. Una llama, sonrojada, bailaba la danza del vientre para su público formado por un millón doscientos veinticinco mil ojos de cristal. La niña no se movió de su camastro, porque estaba muerta desde antes de nacer. Salvas ahogadas por el verdor de la frondosa selva la saludaron dando brincos de pluma para asomar el hocico por entre las hojas de los bananeros de papel cartón. Los ratones clavaron sus ojos en la arena y brotaron charcos de fango. La niña no se movió de su camastro. Su madre vomitó mil rosas de ceniza puntiaguda y abrió una grieta en el aire transparente para pedir a los poetas que callaran. El erizo inició la vuelta al mundo, dispuesto a convertirse en un personaje de Julio Verne, pero fue alcanzado por el rayo, y quedó inmóvil, con una expresión turbia y demoníaca en la porcelana gris de sus ojos sin fondo. El erizo era el animal favorito de la niña. La niña no se movió de su camastro. La madre abrió una ventana de cobre y mirto y penetró en las orillas del sueño perfumado por el recuerdo doloroso de la niña agonizante y el erizo muerto con los ojos clavados en la luna. El padre pidió a los poetas que dejaran de dar dentelladas a la luna, porque su niña se estaba muriendo. Atormentado, azul y ámbar el rostro, contraído el pulso, apasionada e irrefrenable su sangre, lanzó por el acantilado el alma aún caliente de la niña, aún latiendo en su mano, aún tornasolada y turgente. Se arrojó tras ella y lanzó un aullido descolorido y pútrido al llegar al suelo, pero la niña no se movió de su camastro. El aire se llenó de pequeños fragmentos de esperanza. Allá arriba, en la montaña, el pájaro del odio amamantaba inútilmente a sus hijuelos disecados.

     La madre sintió cómo el frío cortaba su garganta redonda y jugosa, rematada en tres collares negros trenzados por los negros dedos de su hija. La luna, herida de muerte, juró venganza, mientras los perros de piedra se desternillaban de risa. La niña no se movió de su camastro. Los poetas, mudos y desnudos, radiantes pero altivos y malignos, no tuvieron más remedio que marcharse triste y blandamente.


***
     Suplicó por última vez que le concediera la gracia de marcharse. En los rechonchos espejos de sus ojos se multiplicó el brillo maléfico de una mariposa envuelta en el verde crujido de su batir de alas. El sudor daba un matiz cobrizo a su piel tensa. Cerró los párpados. Errabundo, ingrávido, comenzó a vagar por el pasillo en sombras. El corredor se ampliaba infinitamente, como un manantial umbrío, luengo e indefinidamente oscuro, endiosado como el tiempo pero sin la gracia de los espíritus. Recordó a su hija, pequeña y marchitada como una margarita rota en la caja de zapatos de algún niño enfermo. El sudor se le enfrió de repente en el rostro y recibió una bofetada de aire fresco. Había conseguido huir de la mansión del Poeta y, arrodillándose, a pesar de que hacía tiempo la niña, serena y astutamente, le había dicho que no existía, dio gracias a Dios por ello.
     Notó la tierra apisonada entre sus rodillas y su terca humedad. Bajo el manto de estrellas, con el rumor único y rítmico del grillo, se echó de espaldas en la frescura correosa de una yerba empecinada aún en soportar el peso de su cuerpo.
***
     Despertó entre sombras. Otra cruda pesadilla. En la semipenumbra, notó el bulto escurridizo y panzudo de su esposa, que dormitaba aparentemente plácida, boqueando al compás de los aullidos de los perros mansos del jardín. A su garganta enarcada por el mortecino resplandor de la luna herida se aferraban triste e inútilmente unos tiernos collares de azabache profundos y fríos como la noche. 
     Se incorporó. Notó el aliento de miríadas de jazmines jugando en la cabellera, celeste como un planeta líquido, de la mujer. Se dirigió al baño y descorrió las cortinas de la ducha. Abrió el grifo y dejó escapar un alarido indigesto que había soterrado durante mucho, demasiado tiempo. Para no despertar a su esposa, lo extrajo con cuidado de la minúscula estancia y lo arrojó por la ventana, y pudo oír cómo su eco se multiplicaba en el inmenso cielo estrellado que besaba la llanura con temblores de pájaro chiquito.
     Decidió, mientras se sumergía en las aguas silenciosas del olvido, que no regresaría a ese caserón ruinoso mientras no tuviera fuerzas para enfrentarse al Poeta. La hora final estaba aún por llegar. Con el puñal de verde nácar, mutilaría su alma deshumanizada y arrojaría sus pálidas manos al vacío. Con una calma plomiza vería arder sus libros...
***
     Desde que su hija murió comenzaron aquellos sueños. En ellos, todo lo inerte cobraba vida espiritual y voluntad propia, dejando de ser por un instante meros adornos fútiles del paisanaje. Pero lo que más terror le producía eran esa casa y su tétrico inquilino.
-¿Desde cuándo esos sueños?-interrumpió el doctor.
-Ya se lo he dicho. La misma noche de la muerte de la niña.
-No ha comprendido mi pregunta. Me refiero al tiempo que hace que comenzaron esos sueños.
-Cinco años. Cinco años con sus días grises y sus noches azules. Cada noche y todas las noches. Invariablemente. Siempre.
     La eternidad izaba sus alas en la lustrosa consulta del psicólogo. Parecía como si aquel hombre amanerado y lamentablemente postrado en el diván acudiera en su ayuda para responder a una pregunta eterna y sublime, pero abortada antes de ser formulada a flor de labio. Poseía un aura poderosa, magnética, como si pudiera atraer en torno a sí las corrientes gravitatorias de otros campos de energía. Pero sus ojos reflejaban una angustia tan vieja y tan diáfana como un mar en calma. Parecía como si tratara de reconfortarse con una desvencijada sonrisa interior. Era un hombre dolorosamente iluminado por el ángel de la muerte. El doctor sintió instintiva compasión, infinita pena.
-¿Qué elementos destacaría de su sueño?-Una mano inteligente y delicada, de largos y finos dedos, presta a tomar rápidas notas sobre el papel, una voz que se abría, despacio, con un quejido gutural, una luz muy tenue y densa, unos ojos que no veían...
-Un río de corrientes tumultuosas, un prado desproporcionadamente grande y hermoso, un desierto poblado de dunas y soledades, una iglesia semiderruida coronada por un campanario incólume y taciturno...Una montaña nevada, Surcada por huellas sin nombre, sin tiempo, infinitamente pequeñas e infinitamente solas. Un aire de incienso y malva lo cubre todo como un manto de ensueño...Y, postrado de espaldas al horizonte, un caserón desalmado, polvoriento y derretido bajo el peso de un sol sin justicia ya para tantos....Es el hogar de los cuervos inmisericordes y de las parcas y monstruos que gustan de asustar a los niños pequeños desde el fondo de un armario...en el ubérrimo jardín sólo florecen los verdes cementerios del amor...no hay vida en el frío mármol de sus paredes, vestidas por el hielo de la mirada de miles de ojos pétreos, salvajes y solemnes, desangrado recuerdo de una cacería tortuosa y viejísima...Entre esos desolados paredones no pueden cobijarse espacio y tiempo...sencillamente, no existen. Cuando penetré por primera vez en la mansión, además de abatirme una oleada de calor frío me ganó la sensación de estar situado en un punto único del universo rebelde a todo mapa o calendario. La fascinación se fue apoderando de mí y me abandonaron los demás sentimientos: amor, dolor, miedo, ira...Miré hacia el cuenco que formaban las palmas de mis manos. Tardé un tiempo en comprender que en el núcleo, entre la carne y la sangre, allí donde diestra y siniestra más se unían, en irrompible abrazo, yacía un pequeño aleph. Transido por el resuello de miles de almas, caminaba por el pasillo casi a tientas, con pasos de gigante sonámbulo...
-¿Y qué es lo que vio en ese aleph?-interrumpió el doctor, visiblemente aturdido-. (El doctor era un gran admirador de Borges).
-Vi una telaraña de espirales en la que fluían en azarosa lentitud espejos cubiertos de un orín antiquísimo, cortinas festoneadas, armaduras milenarias, fugaces llamas amamantadas por eternas lámparas que abrían minúsculas puertas de luz en el muro intransitable de la oscuridad, flamígeros espíritus que agitaban indecorosamente sus livianos senos en el aire...Vi la vida en unos ojos que lloraban, y en la vida vi la muerte...y vi a mi hijita en su camastro, y el rayo, y el huerto de los erizos, y los perros de piedra, y los collares negros, y vi, sentí el dolor...
(...)
     Cuando traté de ver a los poetas, echaron a correr por el monte, aullando con sus blandas y fétidas manos ensortijadas en la cabeza...
Ellos la mataron. Ellos escribieron un poema acerca de la muerte de mi hija trescientos años antes de que ella naciera. -El hombre del aura poderosa se había sumido, a medida que avanzaba en su relato, en un profundo sopor-. -No son sólo sueño, son también flor y espada, desdeñosas aves y maldad humana. Son la hoguera de la soledad. Ellos la mataron. Sin embargo, no les culpo a ellos, pues obedecen las órdenes del Poeta...son perros acólitos, meros muñecos de trapo. La niña no tenía la culpa. Debí cortarles sus escuálidas y frígidas manos hace mucho...Cuántas veces me he sentido tentado de entrar en la biblioteca...ése es su refugio y morada. He hablado con todos aquellos que perecieron en el intento...Me advirtieron que no tratara de mirarle a los ojos...arde en ellos el tormento de mil infiernos de vacío y lujuriosa soledad...Son dos brasas que penetran mucho más allá de toda dicha y todo dolor...No es humano...Los libros, callados tesoros de los hombres, no son más que un pretexto...Las firmes columnas en que descansan anaqueles repletos de respuestas soportan un peso hercúleo que roza casi el argentino esplendor de los jardines celestiales...
     Toda la sabiduría del universo está concentrada en esas cuatro paredes de inefable fortaleza. Pero él, conocedor de sus misterios, la desprecia y se ríe de los hombres graznando en sus altas cumbres...
     El soporífero reloj no marca ya las horas...adorno cruel de una naturaleza extraña...pero dará las doce cuando le clave mi puñal verde en sus verdes ojos de serpiente amarga... Debo destruir lo que hace tiempo creé...debo enfrentarme a quien cree mover los hilos invisibles de nuestro destino en sombras, debo arrancarle la chispa vital que habita su pecho sin alma...porque la niña no tenía la culpa de haber nacido dentro de sus ojos de dragón voluptuoso. Yo no era el padre de esa niña, es verdad, pero me hice cargo de ella y la quise y la protegí largo tiempo de quien la había traído, desnuda y tierna, a este mundo de padecimientos y mortecinos estertores. Pero el viejo de ojos grandes mandó a esos poetas de aliento demencial a que hundieran una flor de sangre en el pequeño pecho aterciopelado...Su propio padre...
     El doctor inspiró profundamente el aire nocturno y dejó escapar un suspiro redondo transido de tristeza. Bajó la persiana. Contempló la turbia estrella en los ojos de su paciente. Acercó una de sus manos al rostro demacrado y le bajó los párpados. Comprendió, compungido, la temeridad de su acción. Se había enfrentado al Poeta, y su valiente arrojo y decisión nada habían podido hacer para evitar mirarle a los ojos.
    Cuando bajaba las escaleras del hall, la ambulancia llegaba dando gritos en medio de la noche cerrada.
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