domingo, 18 de diciembre de 2011

ARAÑA EL ALBA


Un relato de Paqui Castillo Martín

No acaba de oscurecer y ya está el alba golpeando la puerta con su cayado de tiempo y silencio. Abuela debía haberlo dicho, y en ese caso los cristales no se hubieran roto ni sus ojos se hubieran torcido, ni su cuerpo secado, ni sus lágrimas herido el rostro, enjambre de rosas marchitas. He martirizado mi cuerpo en tan largo viaje, y no he conseguido nada, maldita cosa, nada más que envejecer. He visto morir a todos mis amigos y a mis amantes, receptores de ósculos, ladrones de caricias, mendigos del amor mío escondido en mi seno como una llama temblando, lóbrega y triste, porque aún deseo, aún respiro, aún tengo miedo. Abuela abría los balcones y de sus manos colgaban fláccidos dedos de madera carcomida. Un viento que olía a polvo y a cera derretida y a manchas de humedad circulaba por la estrecha habitación. Los cristales de sus ojos eran opacos como bolas de naftalina. Teníale miedo y rencor porque ella, tan vieja, seguía abriendo su balcón cada mañana y mi madre estaba tan muerta que ni aún en sueños podía recordarla.
El patio del limonar era el centro de reunión de las comadres del poblacho. Presidido por Abuela, era como una negra legión de cuervos que murmuraban como si temieran la intromisión de alguien en aquel aquelarre fantástico. Mientras mis amigos jugaban en el arroyuelo a tirar piedras a los perros de la huerta, o a espantar gallinas o a cazar tortugas o, en verano, a romper con sus cuerpecillos tripudos el espejo hondo y límpido del pantano, yo asistía aterrada a aquellas reuniones de miserere en lenguas antiguas. Los veranos de color amarillo plomizo traíamos sombreros de palma y abanicos de paja, porque jamás nos sentábamos a la sombra. Había que trabajar mondando pieles de almendra, verdes pieles aterciopeladas, que se mezclaban con la sangre de mis dedos aún no hechos a aquellos augustos martirios.
Los días pasaban así de eternos e ingratos con Abuela. Por las noches tenía pesadillas: soñaba  que me ahogaba en el río. Era casi siempre el mismo sueño, que comenzaba lindísimo porque conseguía -no sé cómo- zafarme de Abuela y burlar su estricta vigilancia. Con el corazón en la boca contemplaba la lengua estrecha de agua como un hilillo de plata semienterrado en la tierra áspera. Comprobaba la temperatura y me sumergía con una zambullida. Me dejaba arrastrar por la corriente, boca arriba y con las piernas y brazos extendidos. Con los ojos cerrados, imaginaba que era un nenúfar a la deriva. Abuela estaba cada vez más lejos...De golpe abría los ojos y sentía como si algo viscoso tirase de mí hacia abajo y luchaba y gritaba burbujeando y medio asfixiada...Despertaba con la boca seca y la cara chorreando de lágrimas. Sacaba la foto de Mamá del cajón y dormía con ella, mi cara pegada a la suya, tan parecida, tan lejana e inexpresiva. Me dormía con su presencia remota cobijando mi sueño y con su olor a postal vieja coloreada de sepia.
Aquí guardo yo una foto de Abuela. Aquí en la maleta de imitación de cuero, junto con otros trastos apergaminados de puro viejos. Tiene abuela una sonrisa mustia y descolorida, digno el gesto, resentido el mirar. Hay algo de sacrílego en sus ojos color fango, los mismos ojos con que me mataba lentamente siempre que podía.
Una vez la toqué. Me sorprendió la calidez de su mano, como si le hubiera nacido un corazoncito tierno bajo los tallos decrépitos de sus dedos. Allí debajo latía algo, algo estaba vivo, algo ensoñaba y quería y sufría...Ese calor esencial de su mano que yo había rozado por equivocación. Ella no podía mirarme, porque entonces ya no veía. Pero noté cómo el pulso se le aceleraba. Presioné un poco más fuerte aquella mano algodonosa. Ella esbozó una mueca. Pareció que iba a decir algo, que iba a...pero lanzó un escupitajo sanguinolento que me alcanzó el pie izquierdo aunque ya me había alejado unos pasos, en dirección al otro patio. Me dijo muy bajito, sin apenas desplegar los labios, que si volvía a tocarla, me mataría.
La ayudaba en los quehaceres diarios pero hasta el último día de su vida se negó a que la ayudase a lavarse o vestirse o a hacer su cama. No quería que mi contacto la perturbase, porque, aunque había sufrido tanto, no estaba inmunizada contra el amor. De eso me di cuenta el día que simplemente rocé su mano. ¡Oh, Dios, que hubiera pasado si hubiera trenzado su pelo, o la hubiera estrechado contra mí como siempre quise!
Así, amortajada, vestida de blanco espectral, no me inspira ningún sentimiento bochornoso, ni un asomo de odio. El alba es ella hoy, hoy es toda luz como un sol diminuto en su alcoba perfumada de lirios. Pero es de noche. Quisiera besar sus manos, pero no me sale. No sé cómo se hace. Sencillamente no sé cómo besar a Abuela, porque nunca lo he hecho. Con lo fácil que era besar a Rubén o al pequeñuelo...
Tengo miedo de acariciar sus manos yertas porque puede abrir los ojos y convertirse en el monstruo viscoso del río. Quizá me coja de los pies y me arrastre irremisiblemente al fondo del río, a ese fondo de río sin memoria donde tiemblan los últimos despertares...En ese río me enamoré de Rubén y en ese río concebimos a nuestro hijo. En ese río están enterrados los dos, me los mató la guerra, a padre y a hijo...Y Abuela yace aquí, aquí a mi lado, y puede que abra los ojos y se aferre a mis tobillos y me arrastre hacia el fondo de ese río con ella y sus sueños muertos...Pero yo la voy a besar, voy a besar sus manos como espejos rotos. Voy a besar sus manos por primera y última vez.
Y yo amaneceré flotando en el río...
nomeechesalolvido.blogspot.com

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