viernes, 30 de septiembre de 2011

EL RÍO QUE NOS LLEVA

 Hola, lolavanderos, aquí os dejo un enlace con un precioso reportaje con el que el novelista José Luis sampedro nos lleva de la mano a las tierras que le vieron nacer. Espero que os guste.

http://www.rtve.es/alacarta/videos/esta-es-mi-tierra/esta-tierra-rio-lleva-jose-luis-sampedro/682261/

LA ROSA BLANCA DE TOPEKA



Un relato de Paqui Castillo
Siempre quise ser una estrella. Tener un camerino con las letras de mi nombre en molde, bajo el quicio de la puerta, una recia muchacha de servicio para perfumarme y embadurnarme el rostro con afeites y polvos de color, y otra, más menuda, para despachar el correo ordinario. Mi silueta montada a lomos de un corcel azabache reproducida mil y una veces, cabalgando las marquesinas de cada una de las capitales de estado que me obligaban a aprender de memoria en el colegio. Sí, tenía aspiraciones de diva
Nací en Topeka, Kansas, como la protagonista de El mago de Oz. Quizás por eso, y porque mi madre había visto la película en el Roxy la primera vez que se citó con mi padre, me pusieron por nombre de pila Dorothy. Nada fuera de lo común; sencillo y sin ambages, con pocas pretensiones, como fueron mi nacimiento y mi infancia. Me crié en una gran casa de tejados rojos y columnas neoclásicas, un estilo que mi padre copió de la Tara de Lo que el viento se llevó. A mi casa,  construida en medio de una gran pradera desecada, podría habérsela llevado un huracán de los muchos que pululaban los cielos de Kansas, pero nunca fue posible mientras mi abuelo John Brighton tuvo su escopeta a mano y fuerza para gritar a voz en cuello, afiebrado y medio desnudo, su singular salmo alejador de las tormentas. Se sentaba en la mecedora y esperaba, mirando el horizonte, con sus ojos extrañamente brillantes, y cantaba, haciendo vibrar, como una caja de resonancia, el haz de cuerdas vocales de su garganta. Entonces las nubes se agolpaban sobre nuestras cabezas; los niños, aterrados, nos escondíamos en el desván de la casa, entre recuerdos oxidados y periódicos antediluvianos. El viento soplaba y soplaba, amenazando con hacer volar el tejado. Algunas tejas se quebraban y caían, con un ruido sordo, hechas añicos. Mi abuelo chirriaba los escasos dientes que le quedaban en la boca, cargaba la escopeta y acariciaba los cañones. Y, mientras la tempestad se cebaba con el vecindario, John Brighton disparaba al cielo y maldecía en quechua al hacedor del viento, Ehecatl. Me parece verlo aún, la gran nariz corva, delatora de su remoto origen de nativo americano, el pijama de una pieza, abierto a la altura del pecho, las largas greñas desafiando las corrientes de aire, su tótem protector, Quetzalcoatl, el pájaro emplumado, librando una batalla cósmica contra el dios del viento.
John Brighton, el indio, era místico para unos, loco para otros, y un enigma para todos. Me llevaba consigo en sus largas expediciones por la pequeña pampa de Topeka. Aún recuerdo el día en que descubrimos la oscura conexión que nos unía. Estábamos en la pradera, en el mes de las lluvias. Un torrente bajaba de las cumbres del monte Dorbat; mi abuelo y yo nos mojábamos en silencio; su pipa parecía una diminuta hoguera  que de cuando en cuando me lanzaba señales intermitentes de ascuas grises. Mis botas de montar estaban caladas de blanda lluvia y el suelo de tierra batida se hundía bajo mis pies. Los potros, medio enloquecidos, se resistían al fierro del herrero, y tuvimos que luchar en la negrura para que entraran en masa al cercado. Una potranca marrón intentaba erguirse sobre sus patas, pero resbalaba y caía de bruces contra el barro gelatinoso. Cuando me acerqué a ella, me miró sin miedo,  y mi mano quedó suspendida a medio camino entre la nada y sus crines castañas, dibujando una caricia. Aterrada, vi cómo la sangre brotaba a borbotones de su cerviz y no pude evitar cerrar los párpados cuando el torrente del Dorbat me trajo imágenes confusas del animal agonizante y John Brighton disparando a los huracanes y los caballos emprendiendo la huida a través de la llanura y la teogonía de Quetzalcoatl y Ehecatl y la pipa como un ojo malvado de cíclope, mientras el eco del agua crecía y crecía como un espasmo de la montaña, que se lamentaba. Cuando volví de mi extraño viaje, mi abuelo estaba frente a mí, calado hasta los huesos, un hilillo de plata líquida chorreando desde su sombrero hasta su rifle humeante. Había matado a la potranca. Y era yo quien, en sueños, había dictado la sentencia.
De esta manera, mi abuelo y yo aprendimos a comunicarnos sin palabras: podíamos pasar largas horas conversando en la distancia sin que nada ni nadie enturbiara esos deliciosos momentos de soledad compartida. Por mi cumpleaños, mi madre preparaba mi plato favorito: tomates verdes en fritanga. John Brighton oteaba el firmamento, oliendo de lejos la presencia del viento huracanado. Como en cada primero de septiembre, había pasado todo el día ensalmando la casa, esparciendo agua de rosas por cada esquina, y aleccionando a mis hermanos mayores con instrucciones precisas para deshacerse de su cuerpo si esta vez no era capaz de vencer al dios de las ráfagas de aire. Yo cumplía los diez, quizás los nueve, no estoy segura del todo; la fritanga chapoteaba alegremente en el fuego de la cocina; la melodía de La loba,  la afamada  radionovela, se mezclaba con el aroma del tomate verde y la salsa de mostaza, volviendo el ambiente, por momentos, lacrimógeno. El vendaval llegó sin previo aviso y golpeó como un martillo las ventanas. Dejó de oírse la música un breve instante; explosionó una carga de dinamita del polvorín cercano. El torrente quejumbroso del Dorbat me escupió en el rostro mi propio reflejo deformado, y con él los restos del naufragio: los gritos de los niños, el aullido de los perros, el graznido de las aves, la cortina de cristales rotos que me separaba de la calle apocalíptica, Ehecatl. Y mi abuelo John Brighton, que dejó de hablarme en la distancia, para siempre.
Esta rosa blanca, sin olor, me recuerda a aquel pobre viejecillo desdentado, exangüe y vencido por el dios del viento, con los brazos abiertos y petrificados bajo las sombras del porche. La traje de Kansas, y es retoño de aquellas nacidas del arbusto que planté en la cabecera de su tumba. Aún parece que le oigo, que dialogo en el vacío patio de butacas con su fantasma aguileño y torvo ordenándome proseguir la batalla primitiva contra Ehecatl. Busco en el aplauso del público entre los rostros su rostro, bajo el calor artificial de los focos el resplandor de su pipa, en el cuerpo de cada amante su beso en mi frente, tras cada función de teatro el silbido del cuchillo asesino buscando en el suburbio otra víctima inocente para ofrecer en sacrificio a Quetzalcoatl

el-grimlock.deviantart.com

lunes, 26 de septiembre de 2011

ARACNE

Un relato de Paqui Castillo



Esta habitación alquilada es fría, gris, mínima, apócope de las mansiones señoriales en que solía entretenerse mi soledad misántropa. Teje la araña su cuerda sobre el techo, envolviendo mi pensamiento en espirales de hebras blancas, pálidas y lechosas como la aurora que quizás nunca llegue. El callejón inmóvil, sombrío, tras el ropaje misceláneo de la cortina de crespón púrpura, me espía, con sus luces de noche, con sus puertas abiertas al infierno de piernas sudorosas y alientos de marinero sobre cuellos sin rostro. Agonía deshecha en gritos de pesadumbre que fingen placeres de la carne yerta…
Mi alma viaja a rincones siderales, imposibles de hallar en  otra geografía distinta a mi carta de naturaleza soberbia y crápula. Si sólo ella estuviera a mi lado, si sólo ella contemplara conmigo los pesares de mi espalda encorvada, de mi pecho de cemento que late bajo orden del universo, marcapasos inventado por un gigante que sueña y tiene miedo de sí mismo, como yo al mundo, como yo al mar agitado, como yo a ella a quien quise.

Borracho, despierto, agónico, mi sed bebe en lamentos de otras vidas que no llegué a vivir porque estaba muerto. Cómo palpitaban en mi seno sus cabellos lacios tristemente negligentes, apoyada mi cabeza diminuta sobre su regazo inmensurable, mientras la sombra cubría de besos las esquinas donde mi piel no pudo acariciarla. Y hoy la veo enhiesta, con su busto de roca, una lágrima bordeando su irisada mejilla, reflejo de las luces de la siniestra barcaza que la arrancó de mi lado, transportándola a las orillas de un sueño eterno del que ya nunca se regresa.

Me he vuelto amargo, intolerable. Mientras, ella se despide de mí en su espejo tenebroso, árbol de remembranzas cuyos ácidos frutos precipitan mi huida hacia el ser o la nada. Rezuma de su tronco largo, añoso, una veta de vida que es su recuerdo centuplicado en mis ojos. Renace y se derrumba su densidad apenas presentida, su lento lenguaje sin palabras que se acomoda en el agujero negro donde antes solían dormir mi corazón y sus desvelos. Soy constelación derribada, estela del tenue musgo albarino que Aracne borda como un sudario de tegumentos vitales que me atrapará si, impulsándome con todas las fuerzas que restan en mi torso enamorado y minúsculo, emprendo el vuelo hacia su trampa, destino irreversible del Odiseo que me habita atrapado en el fondo de un vulgar cuerpo de insecto doméstico. 
Aracne vista por Benjamín Solís García

A UNA TRANSEÚNTE

Por Charles Baudelaire

La calle atronadora aullaba en torno mío.
Alta, esbelta, enlutada, con un dolor de reina
Una dama pasó, que con gesto fastuoso
Recogía, oscilantes, las vueltas de sus velos,

Agilísima y noble, con dos piernas marmóreas.
De súbito bebí, con crispación de loco.
Y en su mirada lívida, centro de mil tomados,
El placer que aniquila, la miel paralizante.

Un relámpago. Noche. Fugitiva belleza
Cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás?

¡En todo caso lejos, ya tarde, tal vez nunca!
Que no sé a dónde huiste, ni sospechas mi ruta,
¡Tú a quien hubiese amado. Oh tú, que lo supiste!


Fuente: www.ciudadseva.com

domingo, 25 de septiembre de 2011

CONCURSO LITERARIO PARA FANTÁSTICOS CREADORES

Buenas noches, lolavanderos. Aquí os dejo un enalce que espero sea de vuestro interés. Se trata de un concurso literario sobre temática fantástica. Ánimo y...que la fuerza os acompañe!
http://www.escritores.org/index.php/recursos-para-escritores/concursos-literario/4858-certamen-de-relatos-y-novela-corta-letras-oscuras-

CORAZÓN TAN VERDE (ALGORITMO)




Fuente imagen: elblogalternativo.com





Por Paqui Castillo

Aleve, aleve,
caftán y burka, fugaz miserere,
estrella y sino, corazón tan verde.
Aleve, aleve,
gacela oculta, clamor y fuente,
turbante y paloma, corazón tan verde.
Aleve, aleve,
sentida culpa, pasión tan breve,
vientre y mano, corazón tan verde.
Aleve, aleve,
mirada turca, prisión y sede,
desierto y noche, corazón tan verde.
Aleve, aleve,
gavilán de  bruma, que sabe y siente,
luna y pálpito, corazón tan verde.
Que me muero de amores,
aleve, aleve.

sábado, 24 de septiembre de 2011

UN REGALO DE AMOR: NERUDA


Un regalo de amor, lolavanderos.
Un destello fugaz del amor condensado,
amor fugaz y lacerado
del poeta a su musa de amor muriendo
mientras ella le olvida, amor desmemoriado,
amor callado, amor silencio,
amor quedo que queda encallado
en las sombras mustias de sonrisas locas,
apenas un recuerdo de amor olvidado,
amor puro, lolavanderos: Neruda.

jueves, 22 de septiembre de 2011

EL TERCER ODIO

Un relato de Paqui Castillo

 
Fuente ilustración: laculpaesdelagente.blogspot.com

  Colgó el teléfono y prendió el pitillo. No se interesó en absoluto por la información que transmitía el noticiero de las once. Cenó mal y durmió peor, y al día siguiente se despertó con un dolor de cabeza que parecía querer destrozarle las sienes. Se metió en la ducha e intentó recordar el sueño que había tenido. Pensó que era un completo imbécil por andar entreteniéndose con ese tipo de pasatiempos, pero de súbito una imagen nítida abrasó su mente en cuestión de segundos. Abrió el grifo y, aliviado, sintió cómo las frías gotas de agua se deslizaban por su cuerpo. Cerró los ojos y apoyó la espalda en una de las grandes losetas grises de la pared. Fue consciente en aquel preciso momento de que el calor de las llamas le devoraba, haciéndole gritar, agitarse espasmódicamente en el suelo. Durante una breve fracción de segundo, vio cómo acudían sus familiares, alarmados por sus gritos. Una luz intensa le cegaba, un calor penetrante le rodeaba, un vaho de muerte le perseguía. Por doquiera que mirara, sólo temblaban ante él terribles columnas de humo y fuego, gigantescas y amenazadoras, dispuestas a devorarle.
     Abrió los ojos y reconoció las losetas grises del baño, el plato de la ducha, el grifo, la pileta y la jaula herrumbrosa donde habían muerto las ansias de libertad de su último pájaro, un ejemplar de guacamayo tan apático y sombrío como su dueño.
     Sintió un frío glacial y pensó: “Estoy muerto”. Después, se recriminó a sí mismo el imaginar tan descomunales idioteces. Era un hombre que no se valoraba en exceso. En realidad, se odiaba a sí mismo con tanta fuerza que hubiera deseado romper el espejo antes que ver reflejada su imagen en él.
    Contempló los negros semicírculos bajo los ojos, la triste flaccidez de las comisuras de los labios, las arrugas prematuras en los pliegues de su cara, las incipientes canas. Desganado, inició el rito del rasurado matutino. Se vistió entre suspiros, se anudó la corbata y recogió el cartapacio repleto de papeles arrugados de debajo del suelo. De pronto cayó en la cuenta de que ese día cumplía años, pero no recordaba cuántos. Se sintió tan viejo como el mundo, aún más viejo que el mundo, se sintió eternamente viejo y decrépito.
     Preparó el café y encendió el televisor. Sentado frente al aparato, y con la amarga espuma del café en los labios, contemplaba absorto el noticiero de las nueve. Súbitamente, una información de última hora irrumpió en la pantalla:
“HOY, MARTES 30, HA OCURRIDO UN GRAVE ACCIDENTE EN LA NACIONAL 288, A LA ALTURA DE BOGOTÁ. EL BALANCE HA SIDO DE UN MUERTO Y CUATRO HERIDOS. EL PERCANCE SE PRODUJO A LAS 9:45 HORAS, CUANDO P.M., DE 39 AÑOS, SE DIRIGÍA A SU LUGAR DE TRABAJO. SUS FAMILIARES, QUE HABÍAN ACUDIDO A LA OFICINA DONDE P.M. DESEMPEÑABA SUS FUNCIONES DE ASESOR PARA FELICITARLE POR SU CUMPLEAÑOS, CONTEMPLARON ATÓNITOS CÓMO P.M. CHOCABA CONTRA UNA GRÚA MUNICIPAL. EL COCHE QUEDÓ ENVUELTO EN LLAMAS Y, CUANDO LOS FAMILIARES LLEGARON AL LUGAR DEL SINIESTRO PARA SOCORRERLE, YA ERA TARDE PARA ÉL”.
     Divertido, se preguntó cómo era posible que alguien muriera el día de su cumpleaños. Apagó el televisor y las luces del living. Se caló el sombrero y el pullover y cerró con llave, encajando la puerta del umbral con la manija.
     Montó en el ascensor. Prendió un pitillo. Sintió en el estómago vacío un nudo bullicioso y cotidiano de jugos intestinales; en los últimos años, la úlcera le había jugado malas pasadas. Contempló por última vez su desangelado rostro en la pared abollada del cubículo metálico que descendía lentamente, y emitió un suspiro que dejó translucir la infinita desidia que sentía por el mundo y por sus gentes.
     El garaje estaba desierto; sólo se oía resollar el motor de la calefacción central. La humedad reinante le hizo estremecerse. Al abrir la portezuela de su vehículo le golpeó el tufillo agridulce del ambientador de pino. Giró el volante y puso el contacto. Salió por la verja trasera, dejando una estela de humo gris a su paso. Una vez en la nacional 288, recordó que cumplía exactamente 39 años. Consultó su reloj digital. Eran las 9:45 de la mañana. Divisó al final de la calle el edificio de oficinas, y la grúa municipal operando frente al portalón de acceso. Observó cómo sus familiares agitaban la mano, saludándole. De repente, comprendió. Y decidió, fríamente, que por nada del mundo daría marcha atrás.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

EN EL ANCHO MAR DE TINTA

Hola, lolavanderos,
¡Qué delicia presentaros la página oficial del corsario de las letras españolas contemporáneas! Sin pelos en la lengua, directo, a veces brusco, a veces insolente, pero siempre académico, de la academia sin mayúsculas radicada en el territorio comanche de la calle. Pérez-Reverte fue un compañero de armas,  un reportero de guerra en los tiempos de la cólera balcánica, como él diría, para cumplir las "tres C" del periodismo: un culo inquieto.Y ahora, desde su cátedra repujada de pan de oro, igual de descarado, atrevido y sin un átomo de vergüenza torera, abre frentes y rompe moldes.
Como siempre.
Gracias, maestro de esgrima.
www.perezreverte.com

sábado, 17 de septiembre de 2011

LA LUZ ES COMO EL AGUA

Por Gabriel García Márquez

 En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.
-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.
-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?
-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.
-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
-Es una prueba de madurez -dijo.
-Dios te oiga -dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.



CRISTALES ROTOS

Por Paqui Castillo

Fuente fotografía: http://titomacia.ning.com/

A esta frente hirsuta en la que luzco orgullosa, hilo de plata hilvanado por las horas, mi primera cana, acuden en tropel recuerdos de la infancia. El transcurrir lento de los días, gloriosos y eternos, de aquel verano de mis cinco años, grabado se ha en mis retinas y en la piel siento todavía el fuego de su encanto como una límpida cantinela de esbozos y sombras de niños que en la calle juegan. Son un grupo de chiquillos de hechuras recias y miradas puras. Sus pies desnudos, de suciedad satinada de élitro de insecto, sus cuerpos esbeltos de verdor agitanado, sus manos a la espalda, cautivas forzosas del digital cómputo del  escondite a mi memoria llaman, y sus alegres ojillos morunos me observan a través de los cristales rotos de un edificio de oficinas gris plomizo, funcional y feo que alguien hizo construir hace poco para albergar la biblioteca del concejo. Basta acercarse a esta mole burocrática e indecorosa para comprobar que en sus cimientos queda todavía algo de la esencia de aquel estío. Cuanto más me aproximo a las frías urdimbres de ese cementerio de latón donde enterré mi niñez, más vívida es la estampa de aquella tarde, de aquellos niños, de aquella calle. Revientan en ella las azucenas y las clavellinas prendidas en los balcones, y los ventanales exhiben banderas gualdas y rojas, y algunos, muy pocos, el pendón andalucista. El aire es un dulce bálsamo aromado por los misteriosos efluvios del galán de noche que germina en bosquecillos de los arriates de los patios comunales. La plaza cercana es una música colorista y bullanguera de rítmica zambra.
Los niños- aún no puedo distinguir sus rostros- siguen jugando, ajenos a los males del universo de los adultos. Las campanas de la iglesia dan las ocho. A veces se detiene un coche, cortando la mágica cuerda invisible de la que tiran infantes e infantinas para rescatar a la imaginaria princesa encerrada en su torre. Dos o tres parejas suben a caballo hacia la plaza: ellas, ágiles palomas, agitan con su contorno grácil crujido de volantes blancos; ellos, altivos jilgueros, caracolean sus monturas gimiendo en sus quijadas espuma de cansancio. A la verbena van, orgullo de sus mayores sentados al fresco en la rústica cátedra de sus sillas de anea. La matriarca de la vecindad es complaciente e industriosa. Sus cabellos albos flotan desdeñosos y mansos, apenas un copo de nieve mecido por la suave brisa agosteña. Tenues arrugas surcan las comisuras de sus labios, sus sienes enhebran pergamino y pensamiento, pero sus ojos garzos sonríen con beatitud trascendente, iluminados por una cálida transparencia que hace imposible averiguar, mirándolos, si su dueña es moza o vieja. A su lado, infatigable, un marido que es fantasma viviente de la guerra, con más metralla, según el decir corriente, que huesos en el cuerpo. La textura de su gastado pómulo tiene la consistencia de un rugoso peñasco, su ojo es vivo y alígero, su palabra pronta mas siempre polvorienta y seca como el camino del arroyo, allá abajo, en el valle. Si su mujer es alegre y reidora, tanto más es él lo contrario. No pocas veces ha espantado a la concurrencia con sus ásperos aspavientos. Y es que, desde la guerra, vive en perpetua lucha consigo mismo. Pero hoy es noche de tregua, y el displicente octogenario se apresta a abrir sitio a los vecinos congregados al reclamo del ritual gozoso de colocar butacas y sillas en torno a los ancianos, engalanados como dos ídolos cicládicos con perfume de nardos y coronas de espigas.
Poco a poco voy vislumbrando a esos muchachos que a oscuras juegan sus últimos juegos de niños. A diferencia de sus ancestros, son reticentes a mostrarse, porque se niegan a ser recordados como algo más que benignos espectros y pretenden permanecer en el reino de las sombras, inocentes de la traición que al convertirlos en hombres y mujeres les hicimos. Por eso tengo miedo cuando me sitúo frente a ella, con sus cinco años, su pelo oscuro como una nube de lluvia cortado a la altura de la nuca, su rostro redondo donde se dibuja una pregunta, sus ropas humildes de hija del pueblo, sus manos percudidas que apenas saben trazar el nombre que al nacer le dieron sus padres. Quisiera abrazarla, pero me rehúye, recelosa. Es más rápida que yo y vuela de mis brazos tendidos en dirección a otros brazos que la amparan un instante en el umbral de una casa. Le reconozco al punto, mientras un grito ahogado quiere horadarme el pecho y cercenarme la garganta. Ese hombre aún joven al que debo y deberé mis días, vestido con un pulcro batín celeste, vuelve a entrar  en el inmueble en dirección a una especie de garita flanqueada por un espejo y un sillón de barbero, y retoma la conversación con sus parroquianos sin sospechar siquiera que, desde el otro lado del tiempo, yo lo miro. La niña vuelve hacia mí su carilla roma y chata y me observa larga, extrañamente, mientras atraviesa el aire el cornetín de la fiesta y el  gentío, diminuto e incesante, se divierte en la plaza.
Vuelvo de mi visión al herrumbroso edificio de oficinas y de su cemento estriado recojo unos cuantos guijarros que tamborilean en mi mano con la tenue inercia de sus minúsculos corazones de piedra. Los aprieto febrilmente, contemplo su perfil irregular y aquilino y los guardo con cuidado, porque su miserable compañía es todo cuanto me resta de aquella noche mágica y tórrida de agosto. Son reliquias de un mundo perdido. Mi mundo.

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