domingo, 19 de agosto de 2012

LA FLEUR JAUNE


PAQUI CASTILLO

¿Serviría si os dijera que aquella tarde volvía deprisa, balanceando mis libros bajo el pecho, y ni siquiera la vi cruzar la calle? Sortilegios de la rúa parisina, siempre a rebosar de gentes de todas formas y colores, engendrando úlceras de duodeno embutidas en píldoras contra la ansiedad por llegar a ningún lado. Sus grandes ojos verdes me miraron, indolentes, mientras uno a uno iban cayendo mis libros de costado sobre la acera. ¿He dicho ya que soy un contador de historias? Jamás encontré mejor personaje para un cuento que aquella sorcière de leotardos lila. Una flor amarilla prendida en su pelo me pareció ajorca de princesa rematada por el saliente de una oreja picuda que acababa en una ceja levantada en acento circunflejo. ¡Qué extraña muchacha! ¿Qué haría allí, en aquella calle descolorida, bajo la llovizna sepia que nos separaba como una cortina de humo? Era un hada caprichosa escapada de uno de mis cuentos no escritos. Siempre la había estado esperando, y no lo supe. Una mano negligente me deslizó un billete perfumado con la serie de guarismos que me llevarían, era consciente, a su pequeña buhardilla cosmopolita y pija. Me ofreció una copa de vino, que bebí sin aspavientos, saboreando su fondo bruñido con las tonalidades del París que ardía los últimos resplandores del otoño. ¿Vale decir que amanecimos en su cama? ¿Rompería alguna norma de decoro si os contara que el contador de historias acabó contando sólo los segundos que sólo contaban porque estaba ella? Su extraña flor era una orquídea. La arranqué a lametazos, intentando contorsionar la curva de la ceja y relajar la expresión de su ojo ubicuo. Y se burlaba de mí, escondida entre las sábanas de elefantes rosas, huyendo por el túnel de la juventud que a los treinta se acaba y se convierte en limbo algodonoso donde vegetamos hasta que los cuarenta llaman a la puerta. 


Una historia debe tener un fin y un comienzo, no importa el orden de los acontecimientos si el argumento es bueno y te permite vivir del cuento, nunca mejor dicho. Me pagan poco, cuando me pagan. Me extienden un cheque al portador y me señalan la salida fría que da a la rúa parisina. Y con los cincuenta francos que recibo por mi ingenio periódico de aprendiz de escribidor me monto en un taxi y recorro el espacio que dista entre la plaza de la Vendôme y el Louvre. Con las vueltas me compro un bocadillo, y me siento en el parque a esperar a las Musas. Viendo que tardan en llegar, me doy por vencido y regreso caminando a mi estudio por si hubiera equivocado el lugar de la cita y esas malditas diosas me aguardaran junto a la estufa, en el sofá, dormidas o borrachas, drogadas por antonomasia con mi tabaco de hierbas suizas.


Ella era…no, mejor, ella tenía algo magnético que me acorralaba y me convertía en preso, preso de sus nalgas, de la mullida tripa, de sus piernas como columnas jónicas (odiarían la comparación los correctores de estilo en la revista, adoradores del dórico en cuanto a pantorrillas de mujer se trata). Sí, era una muchacha a la que no se puede etiquetar como bonita, en el sentido clásico (dórico) en que la mayoría entiende la belleza. A mí me electrizaba, y quizás ese calambre me acercaba en los momentos cumbre más a la felicidad que al mero goce erótico. Baudelaire la perdió y yo la encontré igual que siempre en su plan transeúnte, inconcreto. ¿A qué se debía el honor? ¿Por qué habría ella escapado del Parnaso para fijar su mirada en un pobre desgraciado como yo? Aterrado, la vi salir del túnel de las sábanas con una expresión traviesa que deformaba su rostro. Ahora no era mi hada, ahora era…el mecanismo de reloj de una bomba, el cocodrilo de Peter Pan recordando el paso del tiempo y la corrupción de la carne y la vejez y las mentiras que se intercambian los adultos al fingir enamoramiento u orgasmo. Me cubrí el rostro con las manos, y por entre las rendijas de los dedos aún la veía, postrada sobre el fondo de un cartel de Marcel Marceau desgastado y mugriento. Revolvía el cajón, buscando algo, algo…y de repente me metía de nuevo entre sus nalgas, saboreando el humus como escarcha de la piel de melocotón de su vello púbico. Allí estaba, perdido en la tormenta, cara al viento, la flor amarilla coronando ahora su monte de Venus, y yo pastando como bestia sedienta en el delicado prado, preguntándome si las orquídeas nacen espontáneamente o las cultivan las hadas, ¿qué diríais? en sus laboratorios secretos, con alambiques alimentados por los sueños de los contadores de cuentos.


Y luego comienza mi carrera hacia la noche, ordenador en ristre, incapaz de hilar mis pensamientos. Me fumo todo el paquete en menos de tres horas, y en todo ese lapso no he conseguido enhebrar una sola línea. Me quito las gafas, me paso el brazo por la frente, me aturdo, me aflojo los cordones de los zapatos y me echo a dormitar sobre el escritorio. ¿Escritorio? La etimología misma de la palabreja me cohíbe. Hace cinco años que sobre el escritorio no se escribe nada que merezca el augusto nombre de literatura. ¿Y si me lanzo de lleno a la poesía? Tuve una vez, a horcajadas, a la mujer baudeleriana. Y su hipnótica flor amarilla crecía sin cesar a la vez que su seno palpitaba perfecto, autómata, laberinto.


Alta, delgada, en gran duelo…


Bah, ya eso lo dejó escrito el gran Charles. No intentaré competir con tamaño cúmulo de imágenes desgarradas, torturadas, pura retórica, amén, me quito el sombrero, maestro. Mi hada merece quizás otro género de dudas que no desafíe mi pequeñez de diletante, y que explique a la vez lo que se siente al ser poseído por un súcubo de tan extraordinaria naturaleza.


Rompía a llover de nuevo, tras los cristales. Ella sacó sus enaguas del tendedero y las extendió sobre la cama. Los leotardos lila trazaron un signo de interrogación al arquearse y entregar con los pies descalzos su juego de caricias: pierna, jónico-cariátide o dórico-Niké, pero en todo caso fuego griego abrasando mis pestañas, pulsando, pulsando, arritmias del corazón de Zhivago al recordar la Balalaika y ciudadano Kane haciendo rodar el trineo sobreimpresonado en la nieve el rótulo de 1871 y rosebud como un mensaje encriptado sólo apto para adultos. Y ella en sus sábanas de niña, vendiendo a Peter Pan a cambio de un pobre diablo aspirante a narrador de historias. Y aquella misteriosa flor amarilla latiendo, con sorna, desde las profundidades de la noche parisina, que moría.


Y sin embargo, no puedo conjurar ni una sola retrospectiva pecaminosa, prodigiosa e innoble de aquella soirée cósmica, en forma de trazo de tinta del papel contra mi pluma. ¿Serviría de algo que os dijese que la estreché entre mis brazos, y que al apretar la tibia carne me envolvió el perfume de aquella orquídea, y que sus pétalos me embriagaban como a Orfeo al acariciar las cuerdas de su lira? Bajé con ella a los infiernos, preso de su extravagante flor amarilla, sin sentir ni saber ni soportar más que aquella esencia en su lecho inmaculado de colegiala. Me jaló las orejas, me mordió los labios y terminó por crucificarme en sus ojos verdes de dragona, hasta que el fuego de su garganta prendió en las brasas de la chimenea y nos quemamos, nos quemamos, nos quemamos, y el viento barrió al alba nuestras cenizas.


¿Me creeríais en este momento si os dijera que soy un cuentista? Juglares los llamaban en la Edad Media, porque movían a risa con sus atuendos de borlas y su rápida lengua siempre dispuesta a la chanza del vodevil y el chascarrillo. Pero yo soy un cínico. Este mes no he conseguido vender nada a la revista, rien du tout, y quienes se van a reír son los caseros del apartamento cuando sepan que el pan de sus hijos saldrá, por culpa de la huida en espantada de las musas, volando por la ventana. Y yo detrás, defenestrado por los pocos amigos que han asumido mi mecenazgo en el mundillo. Sobre el escritorio (irónico que sea usado para el fin a que no le habían destinado los egregios ebanistas de la calle de la Ópera), macera una taza de café la intragable sustancia que lleva por nombre genérico el de analgésico. ¿Me quitará la punzada de por dentro, o sólo la enmascarará? Porque tengo un terrible dolor ovárico en los ventrículos. Me rugen y se desangran regularmente en cada luna, como sometidos a un sortilegio de hada blanca y ojos verdes y leotardos lila y sábanas rosa. Y flor amarilla. ¿Creéis que guardo aún la hojita olorosa con aquellas torpes cifras apuntadas en la conmoción de una calle que se devoraba a sí misma? Estoy sentado frente al portátil, me muerdo las uñas, tiro de una cápsula de Antalgin 550, lleno un vaso de agua hasta dejarlo medio vacío y lo vacio del todo de un trago. Ante la página en blanco se pasan cinco, diez, quince minutos…hace rato que ya he dejado de contar (y para un contador de historias, como para un contador de billetes de banco, esto no ha de ser buena señal). Abro los paneles de la ventana, fauces somnolientas que dan a la rúa parisina en sombras. El panadero ya está horneando (¡sólo son las tres de la mañana!) los croissants de mi breve desayuno. Está claro que desde que llegué a París, todos se empeñan en trabajar para mí, desde la vendedora de libros raros y viejos hasta el tratante de telas. Pero todavía de mi hermoso escritorio Luis XV no ha salido pieza que pudiera tener validez en el diario trueque de la leche y los membrillos que me dan fiado en la vaqueriza, del aceite y la mantequilla de la fábrica de quesos, de la mermelada de arándano de aquella matrona delgada y quebradiza que, presa del Alzheimer, me confunde a cada paso con su hijo…


No os atosigaré con mis penurias de escritorzuelo bohemio, al menos no hasta que lleguen las musas. ¿Me creeréis ahora si os digo que de mi boca salieron las palabras más hermosas? ¿Que me dejé olfatear, saborear, mirar, ser presa de sus uñas en garra dispuestas a recorrer mi piel con su tacto inédito de escamas? Sólo un ser mitológico, mitad mujer, mitad quimera, entero ángel, podría haberme hecho estremecer desde el metacarpo al cerebelo. Y otra vez la ficción nos envolvía, y era Manderlane y la rosa púrpura de El Cairo y Dorothy emprendiendo el retorno a Kansas a través de un camino sembrado de orquídeas amarillas. 


A nadie le gusta que le estropeen el final de una historia, ¿no? Estoy sentado como suelo, bolsillos vacíos, en la plaza de la Vendôme. En lontananza se divisan nubes de tormenta, y unas cuantas muchachas se suben al autobús turístico sin dejar de hacer fotos al paisaje monumental que se divisa en derredor del arco descrito por el vehículo sobre el pavimento a través de las murallas de cristal de las ventanas. Las reconozco. Son ellas. Nadie puede contonear de esa manera esas caderas de Venus prehistóricas y sostener al mismo tiempo la ingenua sonrisa que ha engendrado en el mundo todas las fantasías. Pero las muy malditas emprenden la retirada y me dejan abandonado y solo y sin un pellizco de inspiración que llevarme al cuaderno. En un último intento desesperado me ato los cordones de los zapatos y echo a correr como alma en pena tras el bus rojo y redondo como una manzana italiana en movimiento en leve rubor que cubre las facciones de mis esquivas musas. Llevo los libros apretados contra el pecho porque comienzan a mojarse sus guardas cuarteadas. Es una calle descolorida, y llueve en sepia, pero a la gente no parece importarle, gritos a voz en cuello, cemento, risotadas, alguien que canta por Moustaki, desde un balcón, Ma liberté, y yo perdido y aturdido y hambriento de beso y de rima. La rúa aúlla en torno mío y me dispongo a cruzar y tropiezo, ¿tropiezo?, mientras mis libros caen al suelo y yo sólo puedo oler en la distancia el perfume de una historia que empieza y se acaba en la juntura del suelo y el cielo, y entre ambos, el veneno danzante, concupiscente, de hada blanca y ojos verdes y leotardos lila y sábanas rosa. Y flor amarilla.


¿He dicho ya que soy un narrador de historias? Es raro que la mía comience como termina, pero todo habréis de perdonar a este trovador moderno si habéis olvidado vuestros problemas, por un rato. El mundo gira y gira, y yo circunnavego a la deriva del muro gris de lluvia mientras me acerco y se evapora y ¡triste espejismo! ¡Cruel mentira! no hay rastro de ella, ni de la gente, ni de la rúa, ni de París que arde su último otoño. Otro sueño de menta y de tinta y tabaco de un contador de cuentos. ¿Qué decís? 


Haré lo que pueda por no despertar.
lightinthebox.com

1 comentario:

  1. ¡Genial!
    Yo tampoco querría despertar si tuviese a un "hado" entre mis sábanas.

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