domingo, 9 de diciembre de 2012

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)


CAPÍTULO CUARTO

LA CANÍCULA

Baltimor había terminado, por fin, su relato. El jugo de opalina había teñido de verde muy vivo los cabellos de su barba y el iris de sus ojos. Esidor el Navegante se sentía mareado como nunca lo había estado durante sus largos viajes ultramarinos.

- ¿Qué tengo  que ver yo en esta historia? - preguntó, molesto.
- Todo - respondió Baltimor. La esfera de cristal centelleaba, y los cabellos del brujo restallaban de electricidad verdosa.
- ¿Quién soy?- volvió a preguntar Esidor.
Enseguida se arrepintió de haber formulado su pregunta. La garganta de Baltimor rugió como el fondo rocoso de una caverna. Parecía, al encolerizarse, alcanzar dimensiones de coloso.
- El Hijo de la Tierra – musitó el druida, entre dientes. Acto seguido, se giró sobre sus pasos; parecía, en aquel momento, tan diminuto y vulnerable que Esidor sintió un poco de lástima. ¡Era un pobre anciano, a pesar de todo! El joven le siguió con la vista a lo largo de la estancia. Debía hacer siglos que nadie se tomaba la molestia en limpiar la cabaña: una espesa capa de polvo cubría los muebles, y las puertas gemían a causa del óxido. “Está tan solo como Déndera antes de encontrar a Miranda”, pensó.
Baltimor volvía con un libro en las manos. Esidor se fijó en que su título estaba escrito con caracteres élficos, una escritura que le había enseñado de pequeño su padre. Ars druídica, rezaba. El joven lo tradujo como Ars Druídica. Sin saber por qué, sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.
- Lee- le ordenó el mago.
- “En el lecho fúnebre de una reina hermosa/ enterrada/ muere la rosa azul, enamorada. / El Hijo de la Tierra, / en la octava luna/ salvará a la flor/ y de su tallo herido/ brotará la fortuna/ que habrá de guiar su amor”.
- Cualquiera puede ser el Hijo de la Tierra – concluyó Esidor, timorato.
- ¿Cómo os llamaba vuestro padre, cariñosamente? –inquirió Baltimor, apoyándose una mano contra el arrugado mentón.
- Mi padre me llamaba “daralon”, o Daralón. Nunca he sabido lo que significa, pero me parecía tan bello y extraño que se lo puse por nombre a mi barco.- respondió el Navegante.
- Daralón es como se conoce, en los libros druídicos, al Hijo de la Tierra - sentenció Baltimor. – Dadme vuestras manos.
El druida colocó las manos de Esidor en su pecho flaco y descarnado. Pronto, el joven sintió una calidez intensa, y bajo su piel el fluir imparable del torrente sanguíneo con su llamarada de vida; hacia su entendimiento se dirigía, en torbellino, un caudal de sabiduría. El pecho del anciano se abría como un libro de páginas gastadas. Aprendía el marinero, casi un niño, los senderos secretos que llevan al corazón de los hombres,  que de ordinario tardamos una vida en recorrer. En el centro de todo aquel caudal de vida, escrito con brillantes letras de rojo escarlata, su destino: salvar la vida de la rosa enamorada, a la que él mismo amaba más que a su propia vida.
- Ella- musitó.
 Y, dicho esto, se echó junto al fuego, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido.
***
A la mañana siguiente, muy temprano, Esidor el Navegante volvió a abrir los ojos. Salió de la cabaña y contempló el horizonte; las orlas de espuma del mar embravecido rompían contra los acantilados. Un viento del sur, cálido y húmedo, traía la calima propia de los reinos de las latitudes tropicales. Esidor pensó en su padre, y en él mismo sentado en sus rodillas, contemplando el fuego del hogar en su casita de Arthacam. ¡Cuánto tiempo había pasado! Pero aún ahora, recordaba con nostalgia aquellas tardes de lluvia; él, entonces, era muy pequeño, y escuchaba arrobado los relatos del labrador. “Algún día comprenderás, hijo, que lo que te cuento forma parte de un destino escrito de antemano por los dioses del firmamento”, decía al pequeñuelo. Y hablaba de dragones, y de castillos, y de princesas y de malvados brujos. Y del amor. Y le brillaba la mirada como si en el fondo de sus pupilas revivieran antiguos sortilegios; entonces, sólo entonces, los ojos del campesino parecían ascuas de opalina a punto de provocar un incendio. El niño se aferraba a las ropas de su padre, y encontraba refugio en la calidez de sus brazos, y el dolor y el miedo, como por encantamiento, desaparecían.
- Tomad este amuleto, valiente nauta- dijo Baltimor.
Esidor salió de su ensoñación al oír la cascada voz del druida. Ahora, el viejo parecía muy, muy pequeño, tan arrugado y frágil que era puro hueso envuelto en pergamino. El joven pensó que, justo en ese momento, Baltimor hubiera cabido en la yema de su dedo índice si se lo hubiera propuesto.
-¿Qué es?- quiso saber el Navegante.
Esidor no conocía el raro artilugio que Baltimor había dejado entre las rocas, junto a la orilla.
- Hace una canícula terrible, y mi debilidad me impide acercarme más a vuestro puerto de embarque- dijo el anciano, volviendo sobre sus pasos. Tenía los ojos arrasados de lágrimas. La voz se le agolpaba en la garganta y las cinco letras del adiós le hacían un bulto entre las cuerdas vocales que le impedía seguir hablando.

Esidor sabía que el anciano estaba mintiendo. Desde el rompiente de los acantilados, corrió hacia su encuentro. Al abrazarle, sintió como si hubiera atrapado entre sus manazas a un frágil pajarillo.
- He nacido para ver este día- consiguió decir el druida cuando se vio libre del apretón de Esidor.
- Gracias, maestro- replicó el joven quien, con el extraño instrumento en ristre, se encaminó hacia su barco, envuelto en los vapores espectrales de la canícula.

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