CAPÍTULO CUARTO
LA CANÍCULA
Baltimor había terminado, por fin, su
relato. El jugo de opalina había teñido de verde muy vivo los cabellos de su
barba y el iris de sus ojos. Esidor el Navegante se sentía mareado como nunca
lo había estado durante sus largos viajes ultramarinos.
- ¿Qué tengo que ver yo en esta historia? - preguntó,
molesto.
- Todo - respondió Baltimor. La esfera
de cristal centelleaba, y los cabellos del brujo restallaban de electricidad
verdosa.
- ¿Quién soy?- volvió a preguntar
Esidor.
Enseguida se arrepintió de haber
formulado su pregunta. La garganta de Baltimor rugió como el fondo rocoso de
una caverna. Parecía, al encolerizarse, alcanzar dimensiones de coloso.
- El Hijo de la Tierra – musitó el
druida, entre dientes. Acto seguido, se giró sobre sus pasos; parecía, en aquel
momento, tan diminuto y vulnerable que Esidor sintió un poco de lástima. ¡Era
un pobre anciano, a pesar de todo! El joven le siguió con la vista a lo largo
de la estancia. Debía hacer siglos que nadie se tomaba la molestia en limpiar
la cabaña: una espesa capa de polvo cubría los muebles, y las puertas gemían a
causa del óxido. “Está tan solo como Déndera antes de encontrar a Miranda”,
pensó.
Baltimor volvía con un libro en las
manos. Esidor se fijó en que su título estaba escrito con caracteres élficos,
una escritura que le había enseñado de pequeño su padre. Ars druídica, rezaba. El joven lo tradujo como Ars Druídica. Sin saber por qué, sintió
un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.
- Lee- le ordenó el mago.
- “En el lecho fúnebre de una reina hermosa/
enterrada/ muere la rosa azul, enamorada. / El Hijo de la Tierra, / en la
octava luna/ salvará a la flor/ y de su tallo herido/ brotará la fortuna/ que
habrá de guiar su amor”.
- Cualquiera puede ser el Hijo de la Tierra –
concluyó Esidor, timorato.
- ¿Cómo os llamaba vuestro padre, cariñosamente?
–inquirió Baltimor, apoyándose una mano contra el arrugado mentón.
- Mi padre me llamaba “daralon”, o Daralón. Nunca he sabido lo que significa, pero me parecía tan bello y
extraño que se lo puse por nombre a mi barco.- respondió el Navegante.
- Daralón es como se conoce, en los libros
druídicos, al Hijo de la Tierra - sentenció Baltimor. – Dadme vuestras manos.
El druida colocó las manos de Esidor en su pecho
flaco y descarnado. Pronto, el joven sintió una calidez intensa, y bajo su piel
el fluir imparable del torrente sanguíneo con su llamarada de vida; hacia su
entendimiento se dirigía, en torbellino, un caudal de sabiduría. El pecho del
anciano se abría como un libro de páginas gastadas. Aprendía el marinero, casi
un niño, los senderos secretos que llevan al corazón de los hombres, que de ordinario tardamos una vida en
recorrer. En el centro de todo aquel caudal de vida, escrito con brillantes
letras de rojo escarlata, su destino: salvar la vida de la rosa enamorada, a la
que él mismo amaba más que a su propia vida.
- Ella- musitó.
Y, dicho esto, se echó junto al fuego, cerró
los ojos y se quedó profundamente dormido.
***
A la mañana siguiente, muy temprano,
Esidor el Navegante volvió a abrir los ojos. Salió de la cabaña y contempló el
horizonte; las orlas de espuma del mar embravecido rompían contra los
acantilados. Un viento del sur, cálido y húmedo, traía la calima propia de los
reinos de las latitudes tropicales. Esidor pensó en su padre, y en él mismo
sentado en sus rodillas, contemplando el fuego del hogar en su casita de
Arthacam. ¡Cuánto tiempo había pasado! Pero aún ahora, recordaba con nostalgia
aquellas tardes de lluvia; él, entonces, era muy pequeño, y escuchaba arrobado
los relatos del labrador. “Algún día comprenderás, hijo, que lo que te cuento
forma parte de un destino escrito de antemano por los dioses del firmamento”,
decía al pequeñuelo. Y hablaba de dragones, y de castillos, y de princesas y de
malvados brujos. Y del amor. Y le brillaba la mirada como si en el fondo de sus
pupilas revivieran antiguos sortilegios; entonces, sólo entonces, los ojos del
campesino parecían ascuas de opalina a punto de provocar un incendio. El niño
se aferraba a las ropas de su padre, y encontraba refugio en la calidez de sus
brazos, y el dolor y el miedo, como por encantamiento, desaparecían.
- Tomad este amuleto, valiente nauta-
dijo Baltimor.
Esidor salió de su ensoñación al oír la
cascada voz del druida. Ahora, el viejo parecía muy, muy pequeño, tan arrugado
y frágil que era puro hueso envuelto en pergamino. El joven pensó que, justo en
ese momento, Baltimor hubiera cabido en la yema de su dedo índice si se lo
hubiera propuesto.
-¿Qué es?- quiso saber el Navegante.
Esidor no conocía el raro artilugio que
Baltimor había dejado entre las rocas, junto a la orilla.
- Hace una canícula terrible, y mi
debilidad me impide acercarme más a vuestro puerto de embarque- dijo el anciano,
volviendo sobre sus pasos. Tenía los ojos arrasados de lágrimas. La voz se le
agolpaba en la garganta y las cinco letras del adiós le hacían un bulto entre
las cuerdas vocales que le impedía seguir hablando.
Esidor sabía que el anciano estaba
mintiendo. Desde el rompiente de los acantilados, corrió hacia su encuentro. Al
abrazarle, sintió como si hubiera atrapado entre sus manazas a un frágil
pajarillo.
- He nacido para ver este día-
consiguió decir el druida cuando se vio libre del apretón de Esidor.
- Gracias, maestro- replicó el joven
quien, con el extraño instrumento en ristre, se encaminó hacia su barco,
envuelto en los vapores espectrales de la canícula.
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