CAPÍTULO QUINTO
LA PUERTA
Esidor guiaba el timón del Daralón con una mano y con la otra
sujetaba la rara pieza que le había regalado el druida. Mar adentro, donde las
corrientes se volvían apacibles, lo examinó con atención. ¿Estaría embrujado?
Por fuera, parecía simplemente un caparazón de nautilus, pero cuando lo
acercaba a la oreja, oía claramente una voz que se alzaba en el viento,
cincelándose en el espacio, con la consistencia de un martillo y la dulzura de
un canto de sirena. “Esidor”, decía la voz con sus timbres tibios; “Esidor”,
repetía, cambiando de tono, como si un clavicordio se templara en el centro de la espiral del gran caracol
marino. “Ven conmigo...”. Y Esidor el Navegante, quien nunca había conocido el
miedo, el mismo Esidor el Navegante que había desafiado y derrotado a Escila y
Caribdis en los estrechos del Helesponto, tembló de pies a cabeza, vencido por
primera vez en su propio terreno, el mar.
“Ya voy, Miranda”, musitó.
***
Muchas vueltas dio el carro dorado en
el horizonte hasta que Esidor alcanzó a ver la tierra firme. La línea de costa se
recortaba tenuemente como la mano de un niño manchada de pintura verde. El
barco se dirigía con un balanceo constante, como si estuviese deseando llegar
para descansar por fin del interminable viaje. Esidor apretó fuertemente el
caracol de mar y, al mirar de nuevo hacia la playa, sintió un presentimiento.
Estaba en el fin del mundo conocido, y pronto descubriría qué se encontraba al
otro lado.
Bajó despacio, saboreando, por primera
vez, la sensación de saberse el elegido. Cerró una vez más los ojos antes de
pisar tierra firme y convocó la imagen de Miranda. Allá, en el fondo del
nautilus fabuloso y gigantesco, dormía la voz del hada niña. Los sonidos del
mar de fondo auguraban para ella preciosos sueños.
El joven se dirigió a un altozano y
desde allí contempló el lugar a vista de pájaro. No se veía un rastro de vida;
los caminos parecían haberse borrado y, en lugar de casas, veíanse cavernas, en
cuyas entradas crepitaban alegres fuegos. Más nadie parecía morar en ellas,
porque ni una sola criatura, bípeda o cuadrúpeda, asomó la cabeza. Sólo
después, Esidor comprendió que las hogueras eran, en realidad, fuegos fatuos.
Había llegado al Cementerio de las Almas Perdidas, la marca del fin del mundo.
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