martes, 25 de diciembre de 2012

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)


CAPÍTULO NOVENO

ERIN

La habitación del príncipe estaba en la parte más alta del viejo torreón del castillo. No ardían las teas en las paredes; en las repisas se acumulaban la suciedad y las telas de araña, y una dulce y melancólica música brotaba de las entrañas de la piedra, donde el musgo anidaba oculto entre las rendijas.
“Erin”, susurraba el viento.
Pero el príncipe no respondía al reclamo.
“Erin”, musitaba la yedra.
Pero el príncipe permanecía callado.
“Erin”, ululaba el búho.
Pero el príncipe no desplegaba sus labios.
“Erin”, pensaba la rosa azul, para sí, agitando sus claros pétalos, redondos como botones de luna.
El joven de plateados cabellos miraba el jardín sin verlo. Allí su amiga se agitaba hasta las raíces a causa de la tormenta.
“Erin, ¿por qué estás triste? ¿Por qué no has adivinado aún quién soy? ¿No sabes que estoy aquí por tu amor?”, clamaba la rosa azul, llorando sin lágrimas.
“Querida niña, no sufras por nuestro amo”, le rogó la rosa roja. “Pronto se cansará de ti y te arrancará para deshojarte en amores por alguna lejana doncella”.
La rosa azul gemía y estremecía sus pétalos en el aire.
Los compactos ejércitos de estorninos y avecillas avanzaban en su marcha cuando un grito desgarrado rompió sus filas y desperdigó a los viajeros alados en mil trayectorias diferentes. El eco rebotó en el bosque e hizo temblar las ramas de los árboles.
“¿Dónde estás, Miranda?”
Erin dio un paso atrás, asustado.
Creyó que el grito había salido del mismo fondo de su armario. Pero pronto se convenció de que era imposible. Estaba solo, así que sólo cabía que él mismo lo hubiera proferido. Pero sus labios estaban fríos. Él no...
“¿Dónde estás, Miranda?”
Ahora Erin estaba seguro de que el propietario de la voz, quienquiera que fuese, se ocultaba entre los brocados del guardarropía.
La cortinilla del armario se estremecía. El príncipe retrocedió, asustado.
No estaba solo en la inmensa torre de aquel inmenso, inmenso castillo.
El joven venció pronto su primer temor y se acercó cautelosamente al enorme mueble de marfil festoneado con pan de oro -regalo que a su madre, la reina, había hecho la emperatriz de los Bosques Oscuros. “¿Qué extraño sortilegio será éste?”, musitó Erín, para sí mismo.
Acercó una mano temblorosa al pomo dorado de la puerta y, con sorpresa, descubrió que estaba caliente. El pesado pestillo y la presilla del gozne, ambos de oro macizo, no querían abrirse. Erin sentía el golpear rítmico de los latidos de su propio corazón.
Allá, al fondo, en el espejo cuarteado por el tiempo, se reflejaba una curiosa imagen. Un joven fuerte, moreno e hirsuto le miraba intensa y directamente a los ojos.
“Sólo vos podéis abrir la puerta”, parecía murmurar con los labios de su pensamiento.
-¿Yo?- interrogó Erin.
“Sí, vos. ¡Vamos! ¡Ella agoniza!”
- ¿Quién sois?- volvió a preguntar el príncipe.
- “Eso no importa ahora”, respondió Esidor, en un impulso telepático.
- ¿Qué he de hacer para liberaros de vuestro presidio?- preguntó el príncipe.
“Decid su nombre. Simplemente decid su nombre”, rogó Esidor.
-¿Qué nombre? ¿Quién sois? ¿Acaso un demonio encarnado? ¿O un acólito de Marmabra?- inquirió Erin.
“Su nombre es Miranda. Y os ama. Siempre os amó. ¿Ya no os acordáis, señor?”, decía Esidor.
- Miranda...convoca en mí ese nombre recuerdos antiguos, pertenecientes a vidas que yo no viví. Yo, aquí recluso en mi torreón, carezco de memoria...- murmuraba Erin.
“¡Maldita sea, romped la puerta! ¡No queda tiempo!, gritó Esidor, con la voz de la mente. “¡Por favor!”, suplicó.
- Una vez fui feliz y niño; antes de ser príncipe heredero gozaba de la aventura. Quise cruzar al otro lado, pero los consejeros de mi padre me convirtieron en adulto. En sólo un segundo...
“Miranda. ¡Mi-ran-da!”- gritaba Esidor. Su imagen se hacía añicos en el espejo cascado.
En el huerto de los pastores, una rosa roja y una rosa negra velaban el cadáver de Miranda bajo el tenue resplandor de la luna.
Créditos fotográficos: moonmentum.com

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