domingo, 30 de diciembre de 2012

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)



CAPÍTULO DÉCIMO
LA TORRE

Un rayo de luz cruzó la frente de Erin en el justo momento en que Esidor perdía la esperanza. Erin recordaba. Miranda estaba llegando con la fuerza de un vendaval. Ella que siempre estuvo, cada anochecer, junto a las cenizas del fuego. Ella que le hablaba de otros mundos. Ella que le enseñó a no tener miedo. Ella que amaba sus chistes malos. Ella que era...
El príncipe, absorto, hablaba consigo mismo.
“Aún recuerdo cuando éramos niños. Entonces era tan fácil, tan necesario, que tú y yo fuésemos amigos. Éramos tan diferentes y, sin embargo, ¡cómo nos entendíamos! Aunque hablábamos idiomas extraños el uno para el otro, las más de las veces no hacían falta palabras. El uno vivía por el otro. ¿Cómo se rompió el encantamiento que nos permitía juntar nuestros corazones, al caer la tarde? ¿Qué magia poderosa nos unió, para luego separarnos?”.
La visión terminó, de repente.
Erin forcejeaba con el pomo con un brío fantástico Se sentía valiente y arrojado como nunca.
“Ya es tarde. He de volver sobre mis pasos, príncipe. Miranda acaba de morir de amor. ¿No oís el llanto de las rosas?”, se lamentaba la imagen tras la puerta.
- No, Esidor el Navegante, hijo de Esidor el Labrador. Os conozco, y conozco vuestro corazón, porque he soñado también con vos, en otro tiempo. Pertenecéis a un clan guerrero, escogido para mantener vivos los lazos entre el mundo real y la fantasía. ¡Y tenéis la llave de entrada! Sacad de vuestra faldriquera el extraño objeto luminoso que os ha conducido hasta aquí, y convocad el querido nombre de la niña Miranda.
Esidor sabía que no quedaba tiempo. Lo que proponía el príncipe le parecía tan absurdo que tanto importaba hacerlo que dejarlo como estaba. Por probar...
Así que introdujo suavemente los dedos de la mano derecha en el interior de la faldriquera. La concha de nautilus brilló con intensidad, vibró, y se elevó en el aire. Una canción leve, como un latido, comenzó a palpitar muy despacio, uniendo por un instante a las criaturas de ambos mundos con su rumor cordial.
Paulatinamente, el amuleto comenzó a difuminarse a medida que su luz aumentaba. Su brillo producía un calor tan intenso que el pomo de la puerta, aquí, en la realidad; allí, en la fantasía, se convertía en oro fundido y el oro fundido cobraba la forma de una pequeña llave.
Esidor y Erin prorrumpieron en un grito una vez hubieron logrado salir de su asombro.
- Tomadla, Navegante- pidió, el príncipe, con firmeza.
Esidor temblaba de pies a cabeza. Había recorrido reinos y países en busca de Miranda, y no había dudado en embarcar y arriesgar su vida por salvar la de la princesa. ¡Sólo su mirada azul merecía cualquier prueba!
Pero ahora, ante la puerta, se sentía poseído por una angustia inexplicable. ¡No era capaz de cruzar! ¿Y si, al llegar a la Realidad, dejaba de existir? Era consciente de que, para Erin, él era sólo una fantasía, una invención de alguien con tanto tiempo libre como para crear mundos imaginarios y sacarlos como asustados conejitos blancos de su chistera. De conocerle, el Navegante se hubiera enfrentado a su gran imaginador y le hubiera dicho, en su cara, que era un monstruo. ¡Y habría escapado del cuento, sin duda, apenas pudiera!
Miranda había muerto por culpa del malvado prestidigitador que al fantasear lo mismo daba vida que destruía, y ahora Esidor no tenía más remedio que mirar a Erin tristemente y volver al sitio al que pertenecía. La Fantasía, ese lugar improbable...
El nautilus cayó a los pies del joven y, al chocar contra el suelo, su esqueleto de nácar se quebró en mil pedazos.
Esidor se alejaba cada vez más de la puerta, consciente de que todo estaba perdido. Tantas millas recorridas para nada. Una rosa enamorada y un príncipe olvidadizo. Y un cobarde que se marchaba...
¡No! Abandonar no era propio de él. Tenía que intentarlo. Una última vez, al menos.
La llavecita dorada resplandecía entre los fragmentos del nautilus. Esidor se sentía flotar, como si no existieran ni el tiempo ni el espacio, como si de repente se desdibujaran el horizonte y  los puntos cardinales y lo mensurable se hiciera absoluto, infinito.
Esidor comprendió, al fin. Y juntando las manos para acercarlas luego al rostro, rompió a llorar como un niño.
Créditos fotográficos: masconciencia.com


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