domingo, 25 de noviembre de 2012

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)


CAPÍTULO SEGUNDO

MIRANDA

“Hace miles de años, en un pequeño reino más allá de las montañas, vivía una hermosísima elfa llamada Déndera. Era huérfana, y no tenía a nadie en el mundo, así que habitaba sola en medio del bosque, en una cabañita que los hobbits, antiguos pobladores de la comarca, construyeran milenios atrás para defenderse de los ataques de la bruja Marmabra. Déndera poseía una belleza singular, y muy pronto su amor fue disputado por todos los jóvenes de la comarca. Llegaban a la gran puerta y se quedaban esperando en el zaguán, suspirando como si agonizaran de amor. Pero Déndera nunca salió para consolar las penas de los sufridos pretendientes. La puerta permanecía cerrada a cal y canto, como el corazón de la elfa.
Tres lustros pasaron, y por fin llegó la primavera a aquel reino lejano, perdido en la bruma de los tiempos. ¡Cómo lucían los árboles sus tímidos frutos! ¡Cómo olían las fragantes amapolas, en los campos! Déndera aspiraba el rico perfume de la naturaleza mientras daba lustre a su espejo de nácar. Cuando, al limpiarlo, se desprendió la capa coriácea de escarcha que el padre Invierno había dejado en la superficie, quiso comprobar el brillo de sus lindos ojos. Pero, al asomarse a la luna del espejito, dio un brinco, asustada. ¡Su imagen había desaparecido! En lugar de la preciosa carita arrebolada, el espejo mostraba un rostro enrojecido, fatigado por el trabajo, en el que comenzaban a leerse los senderos de la vida. ¡Una vieja! ¡Una vieja con hebras de plata en la cabellera! Separóse Déndera de su cristalino amigo con angustia, pensando en que jamás volvería a confiar en él ni contarle sus secretos. Cogió su hatillo de ropa, y marchó cantando en dirección al río. Por todo el camino iba escuchando, arrobada, los trinos de los pájaros en las copas de los sauces. El sol era delicioso, grande y amarillo como un doblón de oro. A Déndera se le antojó comer la carne jugosa de un pomelo, y cantando, y masticando la fruta, llegó a la orilla del río.
- Señora, ¿ha visto por casualidad a una muchachita tan bella y fría como un témpano de hielo?- preguntó un caballero que, tocado con un extraño gorro, pulsaba las cuerdas de su cítara sentado sobre una tortuga.
- ¿Quién sois? –quiso saber Déndera.
- Soy Brauamon, hijo de Ebra– respondió el interpelado.
- Yo soy Déndera –dijo la elfa.
Brauamon prorrumpió en grandes carcajadas. Se sujetaba las costillas para no desternillarse.
- Anciana, no sabe usted lo que dice. Sin duda el largo invierno debe haberla afectado. – El joven recogió la cítara y saltó con agilidad al suelo. La tortuga, aliviada, dejó escapar un quejido y volvió a acurrucarse en su coraza.
Déndera sintió la sangre agolparse en sus mejillas. Todavía resonaban en sus oídos las risotadas de Brauamon, hijo de Ebra, cuando se asomó al lecho del río y volvió a contemplar el rostro de la mujer ajada del espejo.
- ¡Oh, río que en tu eterno fluir pasas, pero quedas igual a ti mismo, ahora y por siempre, desde que el mundo es mundo! ¡Soy una anciana! –lloraba Déndera, mesándose los cabellos. Desconsolada, volvió a la cabaña hobitt, donde la esperaban sus viejos muebles, sus ropas grises, su jardín mustio y su espejito de nácar. De pronto, se acordó de que hacía mucho que no escuchaba, a través de la puerta hobitt, aquellos suspiros que colmaban de dicha sus noches. ¿Dónde estaban sus enamorados? ¡Ildebrand! ¡Zamagor! ¡Crestobald! ¡Micraón!...
Pero nadie volvió a llamar a su puerta esa primavera, ni la siguiente, ni en las quince primaveras más que sucedieron a aquel largo invierno. Déndera era apenas un fantasma en la imaginación del pueblo que una vez cantara su belleza. Insensible, se mecía día y noche en su butaca de mimbre, atenta al trino de los pájaros en el alféizar de su ventana. La cabaña hobitt se caía de puro vieja.
Una buena mañana, la anciana sintió el deseo de gozar de compañía, por leve que fuese. Así fue como concibió la idea de colocar miguitas de pan en el alféizar para llamar a los pájaros. ¡Cómo les hablaba! En su corazón se fraguaba un cariño profundo hacia aquellas aves de paso, que sin embargo emprendían la marcha al llegar el invierno. Déndera vivía en una cárcel solitaria hecha de témpanos de hielo.
“Pero la vieja mujer no perdía la esperanza de hallar a alguien que aliviar pudiese su completa soledad. Los meses, rápidos como segundos, iban pasando, y el momento llegó en que Déndera quedó privada de la vista. Por todas partes iba la anciana guiada por su tacto, convertidas las yemas de sus dedos en diminutos ojos; de tal manera penetraba en el bosque en busca de setas y raíces que le servían de alimento. Dicen que no hay desgracia sin una pizca de buena ventura, como tampoco existe la felicidad completa. Las manos de Déndera tropezaron con la corteza de un desgarbado roble. Pensó, mientras sentía la piel de sus manos atravesada por miles de astillas, que el árbol era parecido a ella en su desgracia, y deseó con todas sus fuerzas el abrazo de la madera carcomida. De pronto, seguido de un suave tintineo, vino un ruido seco que como un golpe hizo temblar todo el suelo y alzó al vuelo el tapiz de mullida yerba del bosque. Déndera sintió miedo, y después un gran gozo, igual que si las alas de un hada hubiesen rozado sus hombros huesudos. Y, como por encantamiento, apareció en el regazo de la anciana, oculta en una cobija de hojas de roble, una semilla caída del árbol ya casi exangüe. El fruto de una última primavera.

Déndera avanzaba con dificultad por entre el ramaje de robles y tilos, en plena floración como si se amaran. Sentía que, como al roble, quedábale muy poca vida. Sus ojos ciegos, antaño tan hermosos, se llenaron de lágrimas; una fuerza desconocida la empujaba hacia el claro del bosque donde se hallaba la cabaña hobitt. Bajo una teja caída en el invierno ocultó la semilla para protegerla de las comadrejas; con el amanecer, apenas nacido el sol, la vieja plantó su tesoro junto al rosal que creía bajo el alféizar. Si no murió, fue para poder ver con los ojos del alma el fruto del roble. Vivió, con impaciencia, Déndera otra primavera, y fruto de esta espera fue Miranda”.

domingo, 18 de noviembre de 2012

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)



Por Paqui Castillo Martín

CAPÍTULO PRIMERO
EL JARDÍN DE LOS PASTORES 

En el palacio de cristal era siempre de noche. Nunca el sol apareció en el horizonte; no hasta que el príncipe Erin, su propietario, se enamoró de su rosa.
Un gran reloj de péndulo flotaba en la pared silenciosa; parecía como si las horas se deslizasen por sus manecillas despacio, muy despacio, tanto que el tiempo se detenía. Esto era a causa de la melancolía del príncipe, y el príncipe siempre estaba melancólico. Por eso en el palacio de cristal hasta los relojes lloraban.
Erin tenía un pájaro enjaulado, una vieja guitarra y un coral grande como un árbol desvalido. No había más habitantes dentro del torreón, en el palacio, ni tampoco en el corazón de su príncipe.
Las gentes decían que la muerte de los reyes había trastornado tanto al príncipe, su hijo, que desde entonces la alegría era una invitada indeseada a las puertas del palacio. De esta tragedia hacía ya algunos años, pero Erin no se había recuperado, y no le importaban siquiera sus obligaciones principescas: debería haber contraído matrimonio hacía mucho y, sin embargo, permanecía soltero. En cualquier caso, ninguna muchacha, noble o villana, habría estado dispuesta a acercarse al palacio, ni en sus peores pesadillas. Esto era a causa de la melancolía del príncipe, y el príncipe siempre estaba melancólico. Por eso en el palacio de cristal hasta la esperanza había escapado por la ventana.
Un cierto día en que las nubes cercaban el palacio, el príncipe, que estaba recluido en su torre, bajó en dirección del humilde huerto de los pastores, donde habitaban tres rosas. Una era roja, como la sangre de Erin; la otra negra, como su amargura. Y una tercera, hija de las anteriores, tenía un color azul profundo, como el  del mar en calma. Era esta rosa a la que el príncipe más apreciaba, quizás porque era tan extraña, o quizás porque a ella había dedicado la mitad de su joven vida. La rosa era muy tímida, pero a la vez se reveló como una gran escuchadora y una fiel amiga: Erin podía contarle todos sus secretos; por nada del mundo la rosa azul los hubiera revelado; antes, hubiese preferido que le cortasen el tallo y que desecasen sus pétalos  para luego esparcirlos como fina ceniza celeste por todos los rincones del reino. No, la rosa tenía sus labios sellados. Esto era a causa del amor que sentía por el príncipe, y el príncipe siempre fue amado por su rosa. Por eso en aquel lejano reino no era Erin el único que sufría; también la callada rosa color invierno.
˗ Rosa mía, rosa mía, dime, ¿cuál es el objeto de mi melancolía? - clamaba el príncipe.
La rosa azul se limitaba a mover los estambres, y guardaba respetuoso silencio.
˗ Rosa mía, rosa mía, azul como el día, dime, ¿cuál es el objeto de mi melancolía? - reclamaba el príncipe.
Pero la rosa, quien al sonrojarse empalideciera, volviéndose traslúcida como el ópalo, seguía sin responder.
Y entonces Erin le contaba sus cuitas, y la rosa acariciaba con los azules pétalos las heridas abiertas en el alma de su amado.
En el desvencijado torreón, la sala del homenaje servía a Erin de refugio y biblioteca. Viejos libros de magia druídica se confundían con manuales de geografías exóticas y países imaginarios. El príncipe era un espíritu viajero, y antes de la muerte de sus padres había visitado las montañas allende su reino. Pero nunca tuvo oportunidad de cruzar la puerta esmeralda que permitía a los humanos llegar al mundo de los seres imaginarios. El día antes de la muerte del rey, Erin había encontrado un mapa que guiaba hasta el centro del laberinto donde comenzaba el camino hasta la puerta; el día antes  de la muerte de la reina, lo había perdido. Intentó cruzar al otro lado cuando le separaron del regazo de su madre, su regazo perfumado por las lágrimas de la rosa azul del huerto. Pero el príncipe se perdió en el laberinto; allí le sorprendió la noche, y tuvo miedo. Los setos se convirtieron en monstruos amenazadores; las palomas en blancos fantasmas alados; el león de piedra de la fuente, en un dragón milenario; el arrullo del agua en el riachuelo, en la respiración de un gigante comepríncipes. Sí, Erin, de ordinario tan valiente, tuvo miedo, quizás por primera vez en su vida. Regresó, con el corazón encogido, al palacio de cristal, y contó su peripecia a la tímida rosa. La flor, como le amaba, temió perderle, y le aconsejó, llevada por el deseo de retenerle a su lado, que no saliera del torreón por la noche si no era para cuidar a su rosa o para contarle a su fiel amiga una tristeza.
Pero la rosa azul sabía que, con el alba, Erin intentaría franquear de nuevo el laberinto y ganar la puerta esmeralda, para nunca regresar junto a su rosa. ¡Y ella moriría sin su amor, sin duda! Así que decidió pedir ayuda al estornino que vivía en el alero del tejado, junto al huerto. El noble pájaro voló hacia el bosque, y allí pidió la ayuda del caracol, quien llevó el mensaje a la avutarda, quien a su vez marchó hacia la gran ciudad y luego hacia el mercado, y allí pidió ayuda al buhonero, y el buhonero marchó hacia los confines del reino, y en la marca entre el reino de Allá y el reino de Acullá, muy lejos de donde transcurre nuestra historia, contactó con un armador, quien contrató a un barco, y para pilotar el barco a un capitán, y el capitán contrató a su vez a una tripulación de fuertes remeros que recorrieron los caminos del océano, y tras el viaje llegaron sanos y salvos a la costa, y en la costa escoltaron al capitán hasta la orilla, y en la orilla el capitán se despidió de sus remeros, y al pisar tierra firme preguntó a gentes de extrañas lenguas y oscuros cabellos dónde se encontraba la cabaña de Baltimor, el druida.
***

˗Pasad, hijo mío ˗llamó al anciano con su voz de escarcha.
Tenía la venerable cabeza una corona de cabellos blancos como hilos de seda; una barba espesa color fuego se transformaba, por momentos, en madejas de ensortijadas serpientes de formas caprichosas.
˗Soy nuevo en estas tierras ˗acertó a decir el capitán.
˗Sois un forastero, pero a la vez un conocido. Puedo verlo en vuestros ojos ˗ musitó el viejo, con voz cantarina. Una marmita borboteaba en el hogar. Por un momento, el curtido lobo de mar se sintió como en casa.
˗ ¿Cómo os llamáis? –quiso saber el druida.
˗ Me llamo Esidor, como mi padre.
˗ ¿Esidor el Labrador?˗ interrogó el druida.
˗ Sí, señor ˗respondió el marinero.
˗ ¿Esidor el labrador, de Arthacam? ˗volvió a preguntar el mago.
˗ Sí, señor ˗respondió el marinero.
˗ ¿Esidor el labrador, de Arthacam, amigo de Mauron, el Pecoso?˗ preguntó el viejo.
˗ Sí, señor ˗respondió el marinero.
˗ ¿Esidor el labrador, de Arthacam, amigo de Mauron, el Pecoso? ¿El Esidor que salvó nuestro mundo? ˗ preguntó de nuevo el anciano. El marinero ya estaba comenzando a cansarse del juego del anciano, que parecía consistir en enmarañar cada vez más su pregunta.
˗Desconozco si mi padre salvó o no nuestro mundo, señor ˗ terció el muchacho. Sólo sé que trabajó toda su vida en el campo, y que a la muerte de mi abuelo se hizo cargo de la pequeña parcela familiar en la aldea de Ruthavon. Mi padre murió cuando yo no tenía todavía cinco años. El señor Mauron era rey de Arthacam y de Er. Fue el mejor rey y el más justo. Al caer la tarde, cuando acababan sus labores en palacio, se cambiaba las ropas y salía vestido de aldeano a conocer los problemas de sus súbditos. Siempre llevaba monedas, y las repartía entre los niños, hasta que las manos se le quedaban vacías. Y después entregaba presentes a las viudas, para las dotes de sus hijas, y animales de tiro para los campesinos pobres. Todo esto lo cuentan los libros; lo que yo recuerdo es un hombre menudo, que se paseaba por las calles de Ruthavon con aire de niño travieso, más niño que los otros niños. Tenía los cabellos pelirrojos...y los pies descalzos.
- ¡Dioses del firmamento, furia del dragón verde, venid a mí!- gritó Baltimor. El marinero dio un salto hacia atrás, conmocionado. El anciano druida había sacado una pequeña esfera de cristal de entre sus largas ropas. Despedía una intensa luz que, como la barba de su dueño, cambiaba de color cada pocos segundos.
- Esfera del tiempo, aleph del espacio, selva y tundra, piedra del desierto, ¡aquí le tenéis!- clamó Baltimor, con una extraña voz que parecía provenir de una dimensión ultraterrena.
El joven creía ser víctima de un sortilegio. Allí mismo, en el suelo de la  pequeña cabaña de aquel mago loco, vestido con ropas extrañas y tan viejo como el mundo, surgió una visión singular que, como la bailarina de una pequeña caja de música, danzaba al son de los astros la inconfundible sinfonía del universo. Pero la melodía, que no cesaba, iba retorciéndose y girando hasta el infinito, como si latiese, de repente, el suave corazón de un recién nacido. Se materializaba, al fin, en una imagen tan hermosa como indescriptible: en un recóndito jardín entre peñascos, una muchacha extraordinaria se debatía entre la vida y la muerte. Su cara poseía una intensa palidez lunar; su cuerpo, casi transparente, tiritaba de frío y de soledad. Los ojos, grandes y líquidos, eran de un violeta tan denso como el del amanecer del océano que el joven había surcado desde niño; su pelo y sus cejas, así como los delicados lóbulos de las orejas, estaban hechos de...no era posible que fuesen... ¿pétalos de rosa azul?

Pero... ¿qué extraño encantamiento era este? Esidor, el Navegante, nunca había conocido el amor verdadero. Hasta el mismo momento en que espacio y tiempo se habían conjuntado en la forma pura de la belleza, aquella que no admitía comparaciones, aquella que resistía las más duras pruebas: la belleza de la bondad.
El druida ocultó la esfera entre sus ropas, y el precioso espejismo desapareció, envuelto  en el satén de la melodía cósmica.
- ¿Quién es esa muchacha? –preguntó el Navegante, todavía gozando del recuerdo de su fulgurante visión.
- Es Miranda, la princesa encantada. ¿Acaso no estáis aquí por ella?- inquirió el mago.
- Noble anciano, veo que el arte adivinatoria no es vuestro fuerte. Yo he sido llamado a los mares por una rosa enamorada.- respondió el Navegante.
-¡Oh ciegos ojos, que os obstináis en no ver aquello que no es de vuestro agrado! ¡Persistís en no abriros a la verdad! ¡Insensato, cuidaos muy mucho de dejaros engañar por vuestros demás sentidos!- exclamó el viejo, como si declamase.
Esidor se sentía confundido. El largo periplo y sus sinsabores habían dejado huella en su ánimo.
- No os andéis con rodeos, Baltimor el Druida. Hacedme el honor de revelar el misterio, siquiera mis ciegos ojos puedan quitarse el velo de ignorancia que los cubre- dijo, desazonado.

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