domingo, 30 de diciembre de 2012

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)



CAPÍTULO DÉCIMO
LA TORRE

Un rayo de luz cruzó la frente de Erin en el justo momento en que Esidor perdía la esperanza. Erin recordaba. Miranda estaba llegando con la fuerza de un vendaval. Ella que siempre estuvo, cada anochecer, junto a las cenizas del fuego. Ella que le hablaba de otros mundos. Ella que le enseñó a no tener miedo. Ella que amaba sus chistes malos. Ella que era...
El príncipe, absorto, hablaba consigo mismo.
“Aún recuerdo cuando éramos niños. Entonces era tan fácil, tan necesario, que tú y yo fuésemos amigos. Éramos tan diferentes y, sin embargo, ¡cómo nos entendíamos! Aunque hablábamos idiomas extraños el uno para el otro, las más de las veces no hacían falta palabras. El uno vivía por el otro. ¿Cómo se rompió el encantamiento que nos permitía juntar nuestros corazones, al caer la tarde? ¿Qué magia poderosa nos unió, para luego separarnos?”.
La visión terminó, de repente.
Erin forcejeaba con el pomo con un brío fantástico Se sentía valiente y arrojado como nunca.
“Ya es tarde. He de volver sobre mis pasos, príncipe. Miranda acaba de morir de amor. ¿No oís el llanto de las rosas?”, se lamentaba la imagen tras la puerta.
- No, Esidor el Navegante, hijo de Esidor el Labrador. Os conozco, y conozco vuestro corazón, porque he soñado también con vos, en otro tiempo. Pertenecéis a un clan guerrero, escogido para mantener vivos los lazos entre el mundo real y la fantasía. ¡Y tenéis la llave de entrada! Sacad de vuestra faldriquera el extraño objeto luminoso que os ha conducido hasta aquí, y convocad el querido nombre de la niña Miranda.
Esidor sabía que no quedaba tiempo. Lo que proponía el príncipe le parecía tan absurdo que tanto importaba hacerlo que dejarlo como estaba. Por probar...
Así que introdujo suavemente los dedos de la mano derecha en el interior de la faldriquera. La concha de nautilus brilló con intensidad, vibró, y se elevó en el aire. Una canción leve, como un latido, comenzó a palpitar muy despacio, uniendo por un instante a las criaturas de ambos mundos con su rumor cordial.
Paulatinamente, el amuleto comenzó a difuminarse a medida que su luz aumentaba. Su brillo producía un calor tan intenso que el pomo de la puerta, aquí, en la realidad; allí, en la fantasía, se convertía en oro fundido y el oro fundido cobraba la forma de una pequeña llave.
Esidor y Erin prorrumpieron en un grito una vez hubieron logrado salir de su asombro.
- Tomadla, Navegante- pidió, el príncipe, con firmeza.
Esidor temblaba de pies a cabeza. Había recorrido reinos y países en busca de Miranda, y no había dudado en embarcar y arriesgar su vida por salvar la de la princesa. ¡Sólo su mirada azul merecía cualquier prueba!
Pero ahora, ante la puerta, se sentía poseído por una angustia inexplicable. ¡No era capaz de cruzar! ¿Y si, al llegar a la Realidad, dejaba de existir? Era consciente de que, para Erin, él era sólo una fantasía, una invención de alguien con tanto tiempo libre como para crear mundos imaginarios y sacarlos como asustados conejitos blancos de su chistera. De conocerle, el Navegante se hubiera enfrentado a su gran imaginador y le hubiera dicho, en su cara, que era un monstruo. ¡Y habría escapado del cuento, sin duda, apenas pudiera!
Miranda había muerto por culpa del malvado prestidigitador que al fantasear lo mismo daba vida que destruía, y ahora Esidor no tenía más remedio que mirar a Erin tristemente y volver al sitio al que pertenecía. La Fantasía, ese lugar improbable...
El nautilus cayó a los pies del joven y, al chocar contra el suelo, su esqueleto de nácar se quebró en mil pedazos.
Esidor se alejaba cada vez más de la puerta, consciente de que todo estaba perdido. Tantas millas recorridas para nada. Una rosa enamorada y un príncipe olvidadizo. Y un cobarde que se marchaba...
¡No! Abandonar no era propio de él. Tenía que intentarlo. Una última vez, al menos.
La llavecita dorada resplandecía entre los fragmentos del nautilus. Esidor se sentía flotar, como si no existieran ni el tiempo ni el espacio, como si de repente se desdibujaran el horizonte y  los puntos cardinales y lo mensurable se hiciera absoluto, infinito.
Esidor comprendió, al fin. Y juntando las manos para acercarlas luego al rostro, rompió a llorar como un niño.
Créditos fotográficos: masconciencia.com


martes, 25 de diciembre de 2012

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)


CAPÍTULO NOVENO

ERIN

La habitación del príncipe estaba en la parte más alta del viejo torreón del castillo. No ardían las teas en las paredes; en las repisas se acumulaban la suciedad y las telas de araña, y una dulce y melancólica música brotaba de las entrañas de la piedra, donde el musgo anidaba oculto entre las rendijas.
“Erin”, susurraba el viento.
Pero el príncipe no respondía al reclamo.
“Erin”, musitaba la yedra.
Pero el príncipe permanecía callado.
“Erin”, ululaba el búho.
Pero el príncipe no desplegaba sus labios.
“Erin”, pensaba la rosa azul, para sí, agitando sus claros pétalos, redondos como botones de luna.
El joven de plateados cabellos miraba el jardín sin verlo. Allí su amiga se agitaba hasta las raíces a causa de la tormenta.
“Erin, ¿por qué estás triste? ¿Por qué no has adivinado aún quién soy? ¿No sabes que estoy aquí por tu amor?”, clamaba la rosa azul, llorando sin lágrimas.
“Querida niña, no sufras por nuestro amo”, le rogó la rosa roja. “Pronto se cansará de ti y te arrancará para deshojarte en amores por alguna lejana doncella”.
La rosa azul gemía y estremecía sus pétalos en el aire.
Los compactos ejércitos de estorninos y avecillas avanzaban en su marcha cuando un grito desgarrado rompió sus filas y desperdigó a los viajeros alados en mil trayectorias diferentes. El eco rebotó en el bosque e hizo temblar las ramas de los árboles.
“¿Dónde estás, Miranda?”
Erin dio un paso atrás, asustado.
Creyó que el grito había salido del mismo fondo de su armario. Pero pronto se convenció de que era imposible. Estaba solo, así que sólo cabía que él mismo lo hubiera proferido. Pero sus labios estaban fríos. Él no...
“¿Dónde estás, Miranda?”
Ahora Erin estaba seguro de que el propietario de la voz, quienquiera que fuese, se ocultaba entre los brocados del guardarropía.
La cortinilla del armario se estremecía. El príncipe retrocedió, asustado.
No estaba solo en la inmensa torre de aquel inmenso, inmenso castillo.
El joven venció pronto su primer temor y se acercó cautelosamente al enorme mueble de marfil festoneado con pan de oro -regalo que a su madre, la reina, había hecho la emperatriz de los Bosques Oscuros. “¿Qué extraño sortilegio será éste?”, musitó Erín, para sí mismo.
Acercó una mano temblorosa al pomo dorado de la puerta y, con sorpresa, descubrió que estaba caliente. El pesado pestillo y la presilla del gozne, ambos de oro macizo, no querían abrirse. Erin sentía el golpear rítmico de los latidos de su propio corazón.
Allá, al fondo, en el espejo cuarteado por el tiempo, se reflejaba una curiosa imagen. Un joven fuerte, moreno e hirsuto le miraba intensa y directamente a los ojos.
“Sólo vos podéis abrir la puerta”, parecía murmurar con los labios de su pensamiento.
-¿Yo?- interrogó Erin.
“Sí, vos. ¡Vamos! ¡Ella agoniza!”
- ¿Quién sois?- volvió a preguntar el príncipe.
- “Eso no importa ahora”, respondió Esidor, en un impulso telepático.
- ¿Qué he de hacer para liberaros de vuestro presidio?- preguntó el príncipe.
“Decid su nombre. Simplemente decid su nombre”, rogó Esidor.
-¿Qué nombre? ¿Quién sois? ¿Acaso un demonio encarnado? ¿O un acólito de Marmabra?- inquirió Erin.
“Su nombre es Miranda. Y os ama. Siempre os amó. ¿Ya no os acordáis, señor?”, decía Esidor.
- Miranda...convoca en mí ese nombre recuerdos antiguos, pertenecientes a vidas que yo no viví. Yo, aquí recluso en mi torreón, carezco de memoria...- murmuraba Erin.
“¡Maldita sea, romped la puerta! ¡No queda tiempo!, gritó Esidor, con la voz de la mente. “¡Por favor!”, suplicó.
- Una vez fui feliz y niño; antes de ser príncipe heredero gozaba de la aventura. Quise cruzar al otro lado, pero los consejeros de mi padre me convirtieron en adulto. En sólo un segundo...
“Miranda. ¡Mi-ran-da!”- gritaba Esidor. Su imagen se hacía añicos en el espejo cascado.
En el huerto de los pastores, una rosa roja y una rosa negra velaban el cadáver de Miranda bajo el tenue resplandor de la luna.
Créditos fotográficos: moonmentum.com

domingo, 23 de diciembre de 2012

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)



CAPÍTULO SÉPTIMO

LA FIESTA DEL ELEGIDO

Phil se quedó un  momento más inclinado sobre el tótem. Después, se incorporó y observó a la trupe, todavía envuelto en los vapores de su extraña hipnosis; luego, abrió los ojos, y se palpó todos los rincones de su diminuto cuerpo. Por unos instantes, no supo dónde estaba ni quién era.
-Hermanos, démonos prisa en regresar al poblado. Hemos de celebrar la fiesta. ¿Recordáis?- preguntó.
- ¿Qué fiesta?-preguntó Ómicron.
- No sé de qué me hablas- respondió Beta.
- Jamás oí hablar de fiesta alguna- dijo Ípsilon.
- ¡Alcornoques! ¿Qué fiesta va a ser? ¡La Fiesta en honor del Elegido!
Y, dirigiéndose hacia Esidor, inclinó la rodilla en tierra y le dijo:
- Disculpad a los mentecatos que el Espíritu del Aire me dio por hermanos, excelencia. Venid con nosotros al poblado de los gnomos del Bosque Olvidado. Hemos de celebrar una fiesta en vuestro honor.
Los cuatro gnomos comenzaron a danzar una extraña jerigonza. Sus saltos y evoluciones levantaban la hojarasca y el viento la juntaba en pequeños remolinos. Al fondo, el sendero amarillo se abría, invitando al grupo a iniciar la marcha. Esidor llevaba a los gnomitos en sus hombros, dos en cada lado; ello no les impedía seguir bailando y saltando agarrados a las orejas del marinero. La caminata no duró mucho, porque las largas piernas de nuestro héroe avanzaban en grandes zancadas, deseoso como estaba de librarse de los tirones y golpecitos que le propinaban sus compañeros de aventuras.

Al final del camino se distinguía, en lontananza, una hilera de luminarias. El tamaño del pueblo no era mayor que el de una caja de herramientas, así que los gnomos tuvieron que emplear toda su magia para encoger a Esidor y dotarlo de unas dimensiones razonables. Esto hecho, Phil tomó la palabra e hizo las presentaciones pertinentes. Todos los gnomos del poblado brindaron, bailaron y contaron chanzas. Después, Phileas, el gnomo jefe y padre, a su vez, de todos los otros gnomos, desenvainó una espada corta que le colgaba del cinto y nombró caballero del reino a Esidor.
- Hasta siempre, hijo mío- le dijo a Phil, dándole un beso en la frente.


CAPÍTULO OCTAVO

ADIÓS

Phil miró atrás y vio cómo su padre y sus hermanos agitaban sus pequeños pañuelos en señal de despedida. No quería que le vieran llorar, pues era un joven valiente, y siempre había dado grandes muestras de arrojo; ahora que era llegado el gran momento, no podía defraudar a la fraternidad de gnomos, sus hermanos, ni decepcionar a Phileas, su padre. Sabía que la vida de una princesa estaba en juego. No era momento para debilidades.
Sólo llevaba un zurrón con un poco de queso y un racimo de uvas pardas. Quiso compartir su contenido con Esidor, pero éste dijo que había comido suficiente  para tres días durante la fiesta. “¿De dónde crees que sacamos los gnomos nuestra fuerza?”, le dijo a Esidor.
Era ya noche cerrada y merodeaban perdidos, buscando alguna señal del Olmo Milenario. Pero ni el olmo ni la puerta se veían por parte alguna; parecía que el bosque los hubiera engullido a ambos.
- Es imposible- dijo Esidor, un poco para sí mismo. –La Puerta Crisoelefantina se ha cerrado para siempre, y Miranda morirá sin remedio.
- No temas- respondió Phil.
Y, apoyando una de sus manecillas en una raíz aérea, clamó:
-¡Olmo Milenario, que contienes la Puerta hacia el reino de los humanos, te convoco! ¡Si para siempre te cerraste, yo por mi vida he de abrirte!
Esidor comprendió, demasiado tarde. Ahogó un sollozo mientras miraba, impotente, cómo Phil empujaba la tierra rojiza con sus manos, y al instante su piel, sus venas, su sangre, se fundían con las raíces del olmo hundidas en el suelo. Pronto el viejo árbol volvió a brotar, y con él la puerta. El gnomo Phil se había transformado en savia, en corteza, en ramas, en hojas, en frutos.
Esidor musitó, a través de las lágrimas:
- Nunca te olvidaré, amigo.
Y, enjugándose los ojos, se dispuso a cruzar la puerta en dirección al reino de los humanos. Ya sólo podía pensar en ella, y este pensamiento le confortaba en su tristeza.


domingo, 16 de diciembre de 2012

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)


CAPÍTULO SEXTO

EL BOSQUE OLVIDADO

- ¡Qué curioso lugar!- pensó Esidor. Y, juntando dos piedras planas a modo de lecho, buscó una postura cómoda para pasar la noche.
Tan sólo un breve instante duró su asueto. Un viento cortante invadió la cornisa del altozano, obligando al joven a levantarse. Soplaba tan fuerte que Esidor pensó que se trataba de un animal furioso y hambriento.
Bajó la colina a toda prisa, buscando con la vista donde guarecerse. El caracol marino, bajo su  fina blusa, despedía un resplandor rojizo. Su luz le permitió orientarse durante un trecho, hasta que distinguió un estrecho sendero, apenas visible, que llevaba al bosque. “No temas”, pareció escuchar, y sintió que el corazón le latía más y más fuerte. Acababa de llegar al Bosque Olvidado, el lugar a donde van a parar  los sueños de los niños que han dejado de creer en la fantasía.

Bajo un olmo milenario, una pequeña puerta de marfil y oro repujado sostenía una inscripción antigua que rezaba en romance élfico: “Bienvenidos los corazones sin miedo, limpios de toda maldad. Preparaos para la aventura de cruzar la Puerta Crisoelefantina”. Esidor el Navegante sintió un vago temor, pero sólo duró un instante. “Aquí comienza”, se oyó decir a sí mismo, en voz tan queda como un murmullo. “Aquí comienza”, repitió, para darse valor. Y, sintiendo que de sus pies brotaban raíces, y de sus brazos ramas, se hundió despacio en el suelo, hasta hacerse diminuto como una viruta de madera en el taller donde construyeran su barco. Esperó hasta el atardecer del tercer día, sintiéndose crecer bajo la tierra, como una prolongación del olmo milenario. Esperó y esperó, hasta que las aves golpetearon sus párpados y la escarcha coronó su cabeza. Pero la puerta seguía cerrada a cal y canto.
Un profundo letargo le embargó al cuarto día, y tras haberse alimentado con el agua del rocío y las sámaras del olmo, se echó a dormir en un claro del bosque, entre la hojarasca, hasta que los sonidos del alba le arrancaron de su sueño.
***
- Es por aquí- dijo Ípsilon.
- No, es por aquí- dijo Beta.
- Ni pensarlo- dijo Ómicron.
- ¡Silencio, todos!- terció Phil. Oigo un ruido.
El llamado Phil se acercó cauteloso al lecho de Esidor. Con su cayado, derribó la hojarasca y golpeó suavemente la espalda del durmiente.
Esidor se incorporó y abrió los ojos; luego retrocedió unos pasos, asustado. La maleza, como un corazón de papel vegetal, le temblaba en las ropas. No daba crédito a lo que veía: un pequeño grupo de gnomos del bosque lo examinaban con atenta desconfianza.
- ¿Quiénes sois?- preguntó al fin.
- Yo soy Ípsilon- dijo uno.
- Yo soy Beta- dijo el otro.
- Yo soy Ómicron- dijo el tercero.
- Y yo soy Phil- dijo el que parecía ser el cabecilla de la banda.
- ¿Y qué hacéis aquí, Ípsilon, Beta, Ómicron y Phil? – quiso saber Esidor.
- Buscamos setas- dijo Beta.
- Para hacer sopa- dijo Ómicron.
- Hoy es la Fiesta- dijo Ípsilon.
- ¡Callaos!- bramó Phil. – Disculpad a mis hermanos pequeños, no saben tener la lengua encerrada en la boca.
Pero Esidor sentía viva curiosidad.
- ¿Una fiesta?- inquirió.
-En honor del Ele...- comenzó Ípsilon.
-¡Imbécil!- gritó Phil, agarrándolo de una oreja. -¡Un día te haré tragar tu sombrero! ¿Qué te he dicho de contar secretos al primer desconocido que encontremos plantado en el bosque?
Esidor, divertido, observaba discutir a los gnomos. Sus gorros picudos se enganchaban en las ramas de los arbustos, y producían un sonido metálico al entrechocar.
El que se hacía llamar Phil se inclinó sobre sus rodillas y aguzó la vista.
- ¿Qué es ese extraño resplandor que sale de debajo de las rocas?- preguntó, desconfiado.
- Es mi tótem- respondió Esidor.
- “Su luz nos guiará hasta el final del túnel de oscuridad...”- musitó Phil.
Los otros gnomos se escondieron detrás de su hermano mayor. Temblaban de pies a cabeza, porque presentían que estaban a punto de presenciar algo extraordinario.
- “...y nunca más el miedo volverá”- seguía diciendo Phil. A medida que se acercaba al roquedo, la luz se hacía más y más brillante. De pronto, todo el bosque parecía arder en un incendio azul.
El valiente Phil llegó hasta el lecho de rocas y levantó suavemente la que parecía más pesada. Debajo, el nautilus resplandecía con el brillo de un zafiro facetado. Phil se aproximó para apreciar mejor el fulgor del extraño animal, y en sus irisaciones contempló el pasado de los Siete Reinos, con todos sus monarcas y príncipes, con todas sus princesas encastilladas, con todos los niños que alguna vez habían creído en la fantasía, con la algarabía de la vida en los bosques medievales, con los carros de guerra y las catapultas, con el viento y la lluvia que entonces eran tan distintos, porque eran sólo señales del desarrollo de la tierra. Entonces...
Los gnomos contemplaban a su hermano sin moverse de su sitio. Phil parecía hipnotizado por los círculos concéntricos anaranjados en el centro del tótem. Parecía trasladado a otro tiempo, un tiempo muy, muy antiguo, más allá de los hombres y de las criaturas del bosque. Buscaba señales en las marcas del nácar, y de esta manera, colgando de un hilo de voz, salieron unas palabras de su boca que desconcertaron a los allí reunidos.
-Estamos a tu servicio, Miranda. Dinos qué hemos de hacer para agradarte.
El nautilus desprendía ahora átomos de fuego azul que, al elevarse en el aire, se encendían como luminarias.
Esidor intervino:
- Tranquilos, amigos. Vuestro hermano está hablando a la princesa- dijo.
Pero los pequeños gnomos lloraban, derramando gruesas lágrimas que, al caer al tapiz de hojas del suelo, se convertían en escarcha.
- ¿Por qué lloráis así, niños queridos? –quiso saber Esidor.
- Ha llegado la hora de que nuestro hermano se enfrente a su destino. Y morirá- respondieron a coro, dando grandes suspiros.
- ¿Qué?- se maravilló Esidor.
- Cuando Phil vino al mundo, hace doscientos veintidós años, una anciana profetizó que habría de dar su vida para salvar la de una princesa. La princesa Miranda. Phil ayudará al Elegido a atravesar la puerta. Le espera desde siempre- explicó Ómicron, entre sollozos.
- ¿Qué decía la profecía?- inquirió Esidor.

“Su nombre es amor y del amor nacerá. /Su luz nos guiará hasta el final/ del túnel de oscuridad/ y nunca más el miedo volverá. /Por servir a Miranda morirá/ al abrir la puerta al Elegido que vendrá”.

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)


CAPÍTULO QUINTO

LA PUERTA

Esidor guiaba el timón del Daralón con una mano y con la otra sujetaba la rara pieza que le había regalado el druida. Mar adentro, donde las corrientes se volvían apacibles, lo examinó con atención. ¿Estaría embrujado? Por fuera, parecía simplemente un caparazón de nautilus, pero cuando lo acercaba a la oreja, oía claramente una voz que se alzaba en el viento, cincelándose en el espacio, con la consistencia de un martillo y la dulzura de un canto de sirena. “Esidor”, decía la voz con sus timbres tibios; “Esidor”, repetía, cambiando de tono, como si un clavicordio se templara  en el centro de la espiral del gran caracol marino. “Ven conmigo...”. Y Esidor el Navegante, quien nunca había conocido el miedo, el mismo Esidor el Navegante que había desafiado y derrotado a Escila y Caribdis en los estrechos del Helesponto, tembló de pies a cabeza, vencido por primera vez en su propio terreno, el mar.
“Ya voy, Miranda”, musitó.
***
Muchas vueltas dio el carro dorado en el horizonte hasta que Esidor alcanzó a  ver la tierra firme. La línea de costa se recortaba tenuemente como la mano de un niño manchada de pintura verde. El barco se dirigía con un balanceo constante, como si estuviese deseando llegar para descansar por fin del interminable viaje. Esidor apretó fuertemente el caracol de mar y, al mirar de nuevo hacia la playa, sintió un presentimiento. Estaba en el fin del mundo conocido, y pronto descubriría qué se encontraba al otro lado.
Bajó despacio, saboreando, por primera vez, la sensación de saberse el elegido. Cerró una vez más los ojos antes de pisar tierra firme y convocó la imagen de Miranda. Allá, en el fondo del nautilus fabuloso y gigantesco, dormía la voz del hada niña. Los sonidos del mar de fondo auguraban para ella preciosos sueños.
El joven se dirigió a un altozano y desde allí contempló el lugar a vista de pájaro. No se veía un rastro de vida; los caminos parecían haberse borrado y, en lugar de casas, veíanse cavernas, en cuyas entradas crepitaban alegres fuegos. Más nadie parecía morar en ellas, porque ni una sola criatura, bípeda o cuadrúpeda, asomó la cabeza. Sólo después, Esidor comprendió que las hogueras eran, en realidad, fuegos fatuos. Había llegado al Cementerio de las Almas Perdidas, la marca del fin del mundo.

viernes, 14 de diciembre de 2012

MISERIA

Paqui Castillo

Miré mis manos vacías

y vi tu ausencia.

Sentí un vértigo,

un aciago pálpito.

Memorias nocturnas

acabando allende

donde comienza el día.

Y melancolía, caracolas

y barcazas, cielos

como copas de oro

ensortijado Helios

en brazos del sueño.

Horror con el crevar de albores:

miré mis manos vacías y vi tu ausencia.

Tu abrazo, antes cálido reducto

ahora tan frío,

vacío fuego, como fragua

helada por la guerra.

Esperanzas marchitas

sofocadas tras la puerta,

un vestido de novia

coronado de blancos racimos

corrompen los gusanos.

¡Y mis manos vacías,

y tu ausencia!

Morías

para permanecer en mi recuerdo

como mentira y como nunca,

apócope de nada.

Respirar, si puedo,

aunque me cueste

penas por llanto labriego

en rebeldía, ordalía

y espanto,

¡y mis manos vacías

y tu ausencia!

Procaz putrefacción

en ellas vía, miseria

en mis manos vacías,

yertas.

domingo, 9 de diciembre de 2012

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)


CAPÍTULO CUARTO

LA CANÍCULA

Baltimor había terminado, por fin, su relato. El jugo de opalina había teñido de verde muy vivo los cabellos de su barba y el iris de sus ojos. Esidor el Navegante se sentía mareado como nunca lo había estado durante sus largos viajes ultramarinos.

- ¿Qué tengo  que ver yo en esta historia? - preguntó, molesto.
- Todo - respondió Baltimor. La esfera de cristal centelleaba, y los cabellos del brujo restallaban de electricidad verdosa.
- ¿Quién soy?- volvió a preguntar Esidor.
Enseguida se arrepintió de haber formulado su pregunta. La garganta de Baltimor rugió como el fondo rocoso de una caverna. Parecía, al encolerizarse, alcanzar dimensiones de coloso.
- El Hijo de la Tierra – musitó el druida, entre dientes. Acto seguido, se giró sobre sus pasos; parecía, en aquel momento, tan diminuto y vulnerable que Esidor sintió un poco de lástima. ¡Era un pobre anciano, a pesar de todo! El joven le siguió con la vista a lo largo de la estancia. Debía hacer siglos que nadie se tomaba la molestia en limpiar la cabaña: una espesa capa de polvo cubría los muebles, y las puertas gemían a causa del óxido. “Está tan solo como Déndera antes de encontrar a Miranda”, pensó.
Baltimor volvía con un libro en las manos. Esidor se fijó en que su título estaba escrito con caracteres élficos, una escritura que le había enseñado de pequeño su padre. Ars druídica, rezaba. El joven lo tradujo como Ars Druídica. Sin saber por qué, sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.
- Lee- le ordenó el mago.
- “En el lecho fúnebre de una reina hermosa/ enterrada/ muere la rosa azul, enamorada. / El Hijo de la Tierra, / en la octava luna/ salvará a la flor/ y de su tallo herido/ brotará la fortuna/ que habrá de guiar su amor”.
- Cualquiera puede ser el Hijo de la Tierra – concluyó Esidor, timorato.
- ¿Cómo os llamaba vuestro padre, cariñosamente? –inquirió Baltimor, apoyándose una mano contra el arrugado mentón.
- Mi padre me llamaba “daralon”, o Daralón. Nunca he sabido lo que significa, pero me parecía tan bello y extraño que se lo puse por nombre a mi barco.- respondió el Navegante.
- Daralón es como se conoce, en los libros druídicos, al Hijo de la Tierra - sentenció Baltimor. – Dadme vuestras manos.
El druida colocó las manos de Esidor en su pecho flaco y descarnado. Pronto, el joven sintió una calidez intensa, y bajo su piel el fluir imparable del torrente sanguíneo con su llamarada de vida; hacia su entendimiento se dirigía, en torbellino, un caudal de sabiduría. El pecho del anciano se abría como un libro de páginas gastadas. Aprendía el marinero, casi un niño, los senderos secretos que llevan al corazón de los hombres,  que de ordinario tardamos una vida en recorrer. En el centro de todo aquel caudal de vida, escrito con brillantes letras de rojo escarlata, su destino: salvar la vida de la rosa enamorada, a la que él mismo amaba más que a su propia vida.
- Ella- musitó.
 Y, dicho esto, se echó junto al fuego, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido.
***
A la mañana siguiente, muy temprano, Esidor el Navegante volvió a abrir los ojos. Salió de la cabaña y contempló el horizonte; las orlas de espuma del mar embravecido rompían contra los acantilados. Un viento del sur, cálido y húmedo, traía la calima propia de los reinos de las latitudes tropicales. Esidor pensó en su padre, y en él mismo sentado en sus rodillas, contemplando el fuego del hogar en su casita de Arthacam. ¡Cuánto tiempo había pasado! Pero aún ahora, recordaba con nostalgia aquellas tardes de lluvia; él, entonces, era muy pequeño, y escuchaba arrobado los relatos del labrador. “Algún día comprenderás, hijo, que lo que te cuento forma parte de un destino escrito de antemano por los dioses del firmamento”, decía al pequeñuelo. Y hablaba de dragones, y de castillos, y de princesas y de malvados brujos. Y del amor. Y le brillaba la mirada como si en el fondo de sus pupilas revivieran antiguos sortilegios; entonces, sólo entonces, los ojos del campesino parecían ascuas de opalina a punto de provocar un incendio. El niño se aferraba a las ropas de su padre, y encontraba refugio en la calidez de sus brazos, y el dolor y el miedo, como por encantamiento, desaparecían.
- Tomad este amuleto, valiente nauta- dijo Baltimor.
Esidor salió de su ensoñación al oír la cascada voz del druida. Ahora, el viejo parecía muy, muy pequeño, tan arrugado y frágil que era puro hueso envuelto en pergamino. El joven pensó que, justo en ese momento, Baltimor hubiera cabido en la yema de su dedo índice si se lo hubiera propuesto.
-¿Qué es?- quiso saber el Navegante.
Esidor no conocía el raro artilugio que Baltimor había dejado entre las rocas, junto a la orilla.
- Hace una canícula terrible, y mi debilidad me impide acercarme más a vuestro puerto de embarque- dijo el anciano, volviendo sobre sus pasos. Tenía los ojos arrasados de lágrimas. La voz se le agolpaba en la garganta y las cinco letras del adiós le hacían un bulto entre las cuerdas vocales que le impedía seguir hablando.

Esidor sabía que el anciano estaba mintiendo. Desde el rompiente de los acantilados, corrió hacia su encuentro. Al abrazarle, sintió como si hubiera atrapado entre sus manazas a un frágil pajarillo.
- He nacido para ver este día- consiguió decir el druida cuando se vio libre del apretón de Esidor.
- Gracias, maestro- replicó el joven quien, con el extraño instrumento en ristre, se encaminó hacia su barco, envuelto en los vapores espectrales de la canícula.

domingo, 2 de diciembre de 2012

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)


   CAPÍTULO TERCERO

EL ENIGMA DE LA ROSA

-Miranda era el fruto del roble – prosiguió Baltimor, tomando un sorbo de jugo de opalina. - Es decir, Déndera creía que de la semilla brotaría el tallo de un roble. Pero lo que en realidad había encontrado en el bosque era una nínfula de hada. Miranda era una de las mil hijas de Titania, reina de las hadas, y nieta de Britania, la emperatriz del país de los Bosques Oscuros. Al brotar la nínfula, de las esporas se desprendió  una nube de polvo de hada que cayó sobre Déndera. La anciana recuperó al punto la visión de sus ojos. Entornándolos muy despacio, por miedo a que los hiriera tanta belleza, caminó hacia el río para beber de las aguas. Ahora ya no le importaba ser vieja; le habían crecido alas en el corazón y se sentía ligera como el gorjeo de un pájaro. Había comprendido, al fin, el sentido de su vida y su necesidad infinita de amor, y lo único que lamentaba era que ya era tarde para entregar a quien pasase sus caricias. Pero, ¡maravilla! Mientras lloraba, la corriente susurraba y las aguas le traían, envuelto en fino paño, el espejito de nácar. Y la imagen que su adorada baratija devolvía no era otra que la de aquella que hacía morir de pasión a los más valientes elfos de la comarca.
Crió Déndera la nínfula volcando en ella todo su cariño. La elfa regaba cada día el tallo del que había brotado; no había momento más delicioso en todo el día. La bellísima princesa de las hadas se fortalecía en su nínfula y cada día parecía más preparada para abandonar su vida de crisálida. Hasta que una mañana de otoño, la nínfula se abrió regando de luz el parterre de las rosas bajo el alféizar. Miranda abrió sus extraños ojos violeta y lo primero que vio fue a Déndera, a quien desde ese momento sintió como su madre. “Después, empujando los restos de la nínfula con su delicado piececito, extendió las extremidades y puso a secar sus alas al sol. Ambas, elfa y hada niña, vivieron en paz y armonía durante miles de años, queriéndose como se quieren los padres y los hijos. Déndera, por el contacto con Miranda, volvióse inmortal; las alas de su corazón, de un pálido resplandor translucido, comenzaron a crecerle también en la espalda. Así fue como la elfa Déndera se convirtió en hada.
“La pequeña colmaba de dicha a la solitaria Déndera, quien no sentía ya en su alma el peso de las noches en vela de aquel ya lejano y largo invierno.
Pero, un aciago día, Miranda cayó súbitamente enferma de unas extrañas fiebres. Durante la agonía de la niña, Déndera no se separó de su lado, y vivió con tanta angustia junto al lecho de la hija de Titania, que al fin logró sacarla de su estado letárgico durante algunas horas. Déndera creyó morir de felicidad, pues pensaba que al fin su hijita se había curado, mas duró poco su alegría, porque Miranda estuvo consciente sólo el tiempo que le bastó para dirigirle a su madre estas palabras:
- Déndera, madre mía en el espíritu: ardo en amores por un caballero al que sólo conozco en sueños. Durante mis noches me hablaba de paisajes que nunca mis ojos vieron. Era rubio como el trigo, madre mía, y yo me sentía reconfortada bebiendo en las fuentes de sus ojos. No sé qué raros poderes le otorgaron a mi caballero, que desde que nacimos – madre mía, a la misma hora, el mismo año, pero en mundos distintos- me visitaba en la hora del ocaso, cuando la magia extiende su capa de estrellas sobre los campos; madre mía, yo le amo, le amo más que a mí misma, con todo mi corazón de niña eterna le amo, pero está triste. Vive en un castillo lúgubre, completamente solo y apartado de los otros seres humanos. ¡Es un humano, madre mía, pero aún así le amo! Su existencia es tan solitaria porque sus queridos padres murieron, y desde entonces ha perdido la alegría con que solía complacerme. Antes de su desgracia, ¡nos reíamos tanto! De una forma inocente y pura me fui rodeando de su abrazo y acostumbrándome a su casto beso sobre mi frente.
Madre mía en el espíritu, siento que he de marcharme a su lado, o me moriré de pena. Agonizo porque ha dejado de venir a mi encuentro, y no sé vivir sin su presencia.
“Dichas estas palabras, Miranda dio un profundo suspiro, y cayó desmayada en su camita de mimbre. Déndera, creyéndola muerta, profirió un alarido brutal y se derrumbó junto a su hija. Pero, ¡albricias! el pulso de Miranda todavía resistía los asaltos de sus penas de amor. Déndera salió precipitadamente de la cabaña, y voló sin descanso durante siete lunas, hasta que al fin arribó a las murallas del castillo de Titania. Hermosas fiestas daban la bienvenida a la primavera en el reino de las hadas: antorchas de fuegos fatuos, hombres de alambre, cantores de gesta, bufones disfrazados de trols y los selectos invitados a la fiesta celebraban al unísono el equinoccio junto a una enorme fuente de chocolate fundido.
- ¡Salve, Titania!- gritó Déndera a modo de santo y seña. Inmediatamente, el puente levadizo se abrió para ella. Una cohorte de ujieres la escoltó hasta la sala principal, donde Titania se había retirado, aquejada de un leve dolor de cabeza.
- ¿Quién sois vos y cómo os atrevéis a perturbar mi sosiego? –inquirió la reina.
- Majestad, soy Déndera - respondió la interpelada.- Madre en espíritu de vuestra hija Miranda.
Los ojos violetas de la reina brillaron de emoción, y luego de ira.
- ¡Mentís!
- Mi señora, he viajado durante siete lunas y atravesado mi reino en busca del vuestro. Comprended que no me habría tomado tamaña molestia sólo para importunaros con una mentira. Tened piedad de mí.
- ¡Prendedla!- gritó la reina. ¡Quiero su cabeza para mi colección privada! Es hermosa...
- ¡Un segundo, os lo ruego, antes de llevarme al cadalso por un crimen que no he cometido! – imploró Déndera. – Una prueba...
“Y ante los atónitos guardas, para sorpresa de la reina, la elfa Déndera desplegó sus alas de hada. – Me las dio Miranda- proclamó.
Titania bajó del escabel haciendo tintinear las campanillas de sus pies descalzos. Sus pupilas violetas despedían chispas. Era tan difícil leer en ellos como en las páginas de un libro sagrado.
- Mi hija. Mi hija querida. Al fin noticias suyas – murmuró.
- ¿Buscásteisla?  -preguntó Déndera.
- Por cielo, mar y tierra -respondió el hada, con una triste sonrisa. Miranda era mi hija predilecta, la semilla de mil generaciones de reinas, la heredera del trono. ¡Oh, fruto de un sueño, pronto os desvelasteis! -exclamó la reina, llorando copiosamente. Sus ojos miraban al vacío, como si se sumergieran en un recuerdo doloroso. Parecía la reina hablar con el espectro invisible del pasado. - ¡Caísteis de mis manos en el bosque de los elfos, y nunca más pude hallaros! Vuestra nínfula era sin duda la más hermosa. Quise enseñaros a Oberón, vuestro padre, para que recibieseis de él sus bendiciones. Oberón fue partido a la guerra junto con sus mesnadas al otro lado del reino. Vos, tan diminuta, escondida entre los brocados de mi seno, erais tan sólo un proyecto de vida, ¡pero tan perfecto! ¡Entonces llegó la tormenta, y me hirió con su rayo, y os precipitasteis desde el calor de mi cuerpo hasta la frialdad del bosque! ¡Pobre hija mía! – la reina había caído al suelo, abierta la flor de su vestido en mil pétalos de seda. Sus luengos cabellos verdes enmarcaban un rostro tan pálido como la muerte.

En ese momento, el rey Oberón entró en el salón del trono.
- ¡Elfa! - clamó con su potente voz. ¿Quiénes sois que así habéis hechizado a mi esposa, la reina?
“Titania había recobrado el sentido, pero continuaba en el suelo. Los cabellos verdes se habían esparcido por toda la habitación.
- No soy una bruja, majestad – terció Déndera, inclinando el peso de su cuerpo en una profunda reverencia. Traigo nuevas de vuestra hija Miranda.
Y diciendo esto, sacó de su faldriquera el espejito de nácar. La reina, sentada ya en su trono, lanzó una mirada comprensiva a su esposo, y éste permaneció inmóvil en su asiento.
En el fondo opaco del espejito, una hadita muy hermosa jugaba entre los juncos, junto al lecho del río. Llamaba por su nombre a las mariposas, y competía con el sol en el rubio de sus trenzas. ¡Miranda!
- Lo que acabáis de ver es un espejismo. La niña hada se muere.
- ¡Cielos! - gritó Titania. Y con la mano en su blanca frente, volvió a desvanecerse.
Oberón, más sereno, inquirió a Déndera:
- ¿Es el amor la causa?
- El amor es la causa de todo lo que existe en el universo – respondió Déndera, enigmática. - Un fuego se ha instalado en el pecho de vuestra hija, y no hay pozo en nuestros reinos capaz de apaciguarlo.
El rey se mesó las pobladas barbas y lanzó a Déndera una mirada de angustia. Sus ojos negros relampagueaban.
Al anochecer, la resolución estaba tomada. Oberón partiría con Déndera hacia el reino de los elfos.

***
- Pasad, Oberón. Mi casa no es digna de vuestra alteza, pero en esa habitación ruinosa guardo un tesoro de mayor valor que los siete reinos de la Fantasía juntos.
La puerta del dormitorio crujió ligeramente al abrirse. Oberón penetró en la estancia y quedó como petrificado al contemplar a Miranda. ¡Estaba tan pálida!
“Lloró el rey muchas y amargas lágrimas, luego de lo cual pronunció el hombre de su hija en una lengua tan antigua que ni aún yo mismo logro recordar. Juntó sus manos, como si orase, y después las colocó sobre el seno de su hija. De sus labios entreabiertos se desprendió una letanía extraña, parecida al zumbido de un insecto. Miranda se volvió translúcida, y unos instantes después, ya no estaba.
- ¡Sois cruel y malvado! ¡Las guerras han agostado vuestro impío corazón! – gritó Déndera, al borde del paroxismo. - ¡Habéis hecho desaparecer a vuestra hija!
- No temáis, dulce Déndera – respondió Oberón.- Que yo he de morir antes de cortar uno solo de los cabellos de mi hija. Mirad.
“Abrió el rey su mano izquierda, y Déndera se asomó, desconfiada, para examinar su contenido. En la palma extendida veíase una minúscula semilla.
- Llamad a la alondra mañana en el alba - ordenó el rey. Decidle que porte el cuerpo de mi hija hasta el castillo de su amado, y que lo deposite en el huerto de los pastores, en un lugar especial muy cerca de donde se halla enterrado el corazón de la reina de aquél lejano país, que llaman de los humanos. Allí, al abrigo de los vientos, nacerá como rosa; le prestarán su vigor viejos estambres y ancianas hojas; tendrá a una rosa roja como madre y a una rosa negra como padre; ellas le enseñarán las lecciones de la vida, y le dirán que el dolor es maestro de aflicciones; también le enseñarán que la mentira, en nuestros mundos, se castiga, y que el amor es el filtro más poderoso que cualquier bebedizo preparado por la magia.
“A ojos de los humanos, Miranda será una rosa, una rosa azul con pétalos y tallos flexibles como los juncos con los que, siendo hada, jugaba en el río. Privada de labios, permanecerá cerca de su amado, y vivirá enmudecida. Sólo podrá escucharle y balancear su cuerpo movido por el aire. Así habrá de permanecer hasta que logre sacar al príncipe de su tristeza. Cuando Erin se enamore de su rosa, la rosa azul del huerto, Miranda se convertirá de nuevo en la hija de Oberón y de Titania, y regresará al reino de las hadas para gobernar sobre sus súbditos, desde su trono milenario.
- ¿Y Erin? – inquirió Déndera.
- Erin no es más que un sueño.- respondió Oberón, misteriosamente.

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