domingo, 27 de enero de 2013

ANTÍGONA


Fuente Ilustración: teatrolapeste.cl

Revisión del mito por Francisca Castillo Martín


Dramatis personae

Antígona, hija de Edipo.

Creonte, rey de Tebas, hermano de Yocasta y tío de Antígona.

Narrador.



Arde Tebas envuelta en guerra suicida de hermano contra hermano. Los dos reyes de la ciudad, Polinices y Eteocles, hijos de Edipo, se han dado muerte mutua. Polinices ha ultrajado a Zeus al usurpar el trono, que correspondía este año a Eteocles. El gobernante legítimo ha caído en los brazos de Tánatos como un héroe. Creonte, el nuevo rey, ha decretado arrojar el cadáver del traidor Polinices extramuros de la ciudad, para que lo devoren los cuervos. Todo aquel que ose dar sepultura al infame perecerá de muerte indigna. 

Canta el gallo estridente. Antígona, sola en el sendero que conduce a la necrópolis de Teumessus, admira el trémulo anochecer ensangrentado. Comienza un monólogo en torno a la efímera belleza de las grandes ideas de los hombres, mientras en la lejanía suenan los acordes del týmpanon, que anuncian el comienzo del magno entierro del rey de Tebas, el insigne Eteocles, hermano mayor de nuestra heroína. Dos filas de korés vestidas con manto talar portan antorchas de lumbre sagrada. Las jóvenes rodean a Antígona, quien dirige su lamento entrecortado al proscenio, hacia un auditorio imaginario al que interpela con angustia. Su voz trémula es ahogada por el gemido rítmico de las plañideras. El aire se llena de esencias de incienso y romero. Alguien reza. Crótalos y címbalos se adivinan en la distancia. El séquito marcha hacia la colina de Anfión, donde se alza el mausoleo en el que el primogénito de Yocasta y Edipo va a ser incinerado con los honores reservados a los dioses. Entra Creonte acompañado de su cortejo, que se une al de la desolada Antígona. Ambos, tío y sobrina, caminan juntos hacia la cumbre del pequeño monte, donde se adivina el resplandor de la pira funeraria. Dialogan sobre el sentido de la vida, sobre la guerra irracional que asola Tebas, sobre el destino de Polinices, que Antígona cree aún batiéndose en el campo de batalla. Creonte, en un descuido, le revela el paradero del desgraciado hijo menor de Edipo rey. Al conocer que el cuerpo exánime de su hermano ha sido arrojado fuera de la ciudad para que lo devoren los cuervos, Antígona maldice a su tío y comienza a urdir un plan contra aquel a quien siempre quiso como a un padre. 

NARRADOR: Madrugada aún sin orto. Dos personajes se mueven en la oscuridad. Son Creonte y Antígona. La joven, de rasgos adustos y sonrisa desafiante, clava su mirada de acero en el nuevo rey de Tebas. Sus ojos se pierden en el horizonte, como buscando otros tiempos. La hija de Edipo lleva las manos a la espalda, ocultas por su larga trenza color avellana. Cuando ha alcanzado el salón del trono, se sienta sobre el suelo y, aunque tiembla de frío, no profiere una queja. Su tío Creonte se acerca con parsimonia, e inclina su majestad sobre ella acariciándole el mentón con un gesto que denota la antigua complicidad filial que hubo entre ambos. Pero Antígona se gira bruscamente para que Creonte no la vea prorrumpir en sollozos. 

ANTÍGONA: (mirando de nuevo a Creonte) ¿Te acuerdas de aquella mujer espartana, aquel día, en la playa de Salamina? Parió a su hijo entre las rocas. Sonreía. Parecía como si la tierra germinase. 

CREONTE: (sorprendido) Eras apenas una niña. ¿Cómo conservas en la memoria aquella imagen? 

ANTÍGONA (nostálgica): No son imágenes lo que mi memoria atesora, sino pequeñas sensaciones, livianos pálpitos, un sonido, un color, un rostro. Me hice mujer a tu sombra odiando a los lacedemonios. Pero aquella joven dando vida a otro ser me reconcilió con el mundo. ¡Qué orgullo tener a ese pueblo fiero por enemigo! Me temo que los tebanos somos indignos de ellos. 

CREONTE (desconfiado): ¿Por qué lo dices? 

ANTÍGONA (en actitud desafiante): Tú lo sabes mejor que nadie. 

CREONTE (levanta sus manos hacia el cielo, como para pedir clemencia): Los dioses te han inspirado tamaño atrevimiento. ¿Cómo osas insinuar siquiera que no somos rivales de aquellos salvajes? Nuestros himnos son refinados, nuestros campos son fértiles, nuestras leyes son justas. 

ANTÍGONA (con fría calma): ¡Ah, Creonte! ¡Guárdate tus himnos, guárdate tus campos, guárdate tus leyes! ¡Cuánto has cambiado desde tus días de príncipe y soldado! Ahora me horroriza tu tiranía de rey impuesto por las circunstancias. La palma de tu mano, cuando se abre, dibuja el río y la ciudad detenida en su curso. En su centro venoso se dibuja la circunferencia de la silenciosa ágora de Tebas. Si amenazas con cerrar los dedos, nos oprimes, si los cierras, nos asfixias, y si das un puñetazo sobre el suelo, estamos condenados por tu ira a morir de un duro mazazo arbitrario y certero. Mi padre, aún mendigo y ciego, hubiera sido en su desgracia final más piadoso que su cuñado, el gran Creonte. ¡Golpea, golpea, injusto y cruel instrumento divino! 

CREONTE (fiero): Nunca te había oído hablar así. ¡Deliras!¿Qué tienes? ¡Dime! ¡Te lo ordeno! Pareces enferma. ¿Has dormido esta noche? ¿No? Lo sospechaba. Esas ojeras cárdenas te delatan. (Suavemente, le acaricia un mechón de cabello). Antígona, nunca has sido hermosa, pero ¡qué hermoso es el dolor que se refleja en tu mirada y que te vuelve hermosa por momentos! Contesta, ¿dónde has pasado la noche? ¿Hablando con Hemón, quizás? 

ANTÍGONA (aparte): Que los dioses sean testigos de que me someto al destino que para mí estaba escrito. (a Creonte). Te lo diré, si es tu deseo. Me pliego a las órdenes de mi amo y señor. 

CREONTE (confuso): Hija mía, me duele que me hables en ese tono. Recuerda que para ti no soy sólo el gobernante de Tebas. También soy el hermano de la pobre Yocasta, que fue tu madre, y el padre del valiente Hemón, que será tu marido. 

ANTÍGONA (fuera de sí): ¡No me consuelan tus ataques de sentimentalidad senil! He venido ante ti para morir. 

CREONTE (sospechando de lo que se trata, comienza a sentir como el sudor se agolpa en su frente): ¿Morir? ¿Por qué deseas morir? 

ANTÍGONA (calibrando la respuesta): No, no deseo morir. Como bien dices, no soy hermosa, ni siquiera a los ojos de Hemón, que me ama sólo porque soy una muchacha extraña. Si al menos me pareciese a mi hermana Ismena, translúcida y bella como Palas Atenea, tendría toda la vida para complacerme en el regalo de mi cutis, de mis ojos, de mi pelo, frente a un espejo que, rendido ante mis encantos, perdonaría hasta el paso del tiempo sólo por gozar de la dicha de contemplar en él su reflejo. Pero soy joven, Creonte. El calor circula por mis mejillas, llenando de vida mi cuerpo y dando alas a mi espíritu. El amor llama a mi puerta y te juro por esta noche eterna que ha tiempo que lo espero. No, no deseo morir. Pero moriré. 

NARRADOR: Interrumpe la escena el canto del gallo. El cortinaje de la noche es rasgado por las primeras orlas de la aurora. Los habitantes de Tebas comienzan a despertar. Se encienden los fuegos de los hogares, y en los altares resplandecen, dadivosas, las ofrendas de fruta y vino. Hileras de campesinos cruzan, vadeándolo, el río, en dirección a las fincas próximas. Cantan una vieja canción que sus padres aprendieron en la guerra contra Esparta de los propios labios de los labriegos ilotas: 

Somos los esclavos 

hijos del arado y de las cepas 

nacemos entre tinieblas 

moldes de barro 

arañados por el ardor de mil soles. 

Somos las víctimas propiciatorias 

de los señores de la guerra 

en el combate fuimos 

raíces muertas en el suelo ventrudo. 

Periecos, ilotas, jornaleros tebanos 

no entendemos de fronteras 

nuestra única geografía 

es la simiente en el surco bajo el cielo puro. 

No pasaremos a la historia, 

nuestra fama postrera 

engullirá la tumba sin nombre 

que a la muerte nos espera, 

y el pan con sudor será el único pago 

a nuestra esforzada y anónima gloria. 

CREONTE: ¿Los oyes? La vida de todos ellos juntos no vale un cabello tuyo. Y, sin embargo, tienen esperanza. 

ANTÍGONA: Es lo único que tú les permites que posean. 

CRONTE: ¿Me culpas de la desigualdad natural que nos separa a ti y a mí de esos desechos humanos? 

ANTÍGONA: Trátales con más respeto. Ellos construyeron, robando horas al sueño de sus estrechos camastros, el mausoleo de mi hermano Eteocles. 

CREONTE: ¡Insolente! ¡Cuando partas del mundo de los vivos, tu alma viajará al Hades! ¡Allí cumplirá justo castigo! 

ANTÍGONA: ¡Que sea en este mismo instante! 

CREONTE: ¡Loca! 

ANTÍGONA: ¡Prisionera en tu jaula de oro! ¡Rabiosa como un perro! (Extiende sus manos hacia él. Creonte, horrorizado, comprueba que las tiene ensangrentadas y sucias). 

CREONTE: Déjame ver tus manos. 

ANTÍGONA: Nada tienen de sacrílegas. 

CREONTE: Tus dedos están manchados de lodo. 

ANTÍGONA: Y las uñas rotas de escarbar la tierra. En eso entretuve mi insomnio la noche pasada. 

CREONTE: (con horror) Has violado la ley. 

ANTÍGONA: (con firmeza) He cumplido con mi deber. No respondo a más decretos que los que me dicta la voz de mi conciencia. 

CREONTE: ¡Anacronismo viviente! El individualismo aún no ha sido inventado. ¡Regresa a la obediencia que me debes! (ahora dulcemente, como si susurrase una canción de cuna. Hay un deje de amargura en sus palabras) Ahora comprendo por qué Hemón te ama: fluyes como la corriente en el río, y no hay fuerza que te detenga. Dime, hija mía, ¿cómo burlaste la vigilancia de los centinelas? 

ANTÍGONA: tus guardas dormían al raso. Los vasos de vino estaban esparcidos por la garita; el ánfora, vacía. Deduje su ebriedad antes que su somnolencia. A pesar del miedo a la noche fría como un pensamiento tétrico, me sentí libre y fuerte como aquel día en que jugaba, niña dichosa, en las playas de Salamina. Pero a diferencia de una parturienta alumbrando a su hijo, lo que en esta ocasión la tierra guardaba era el cadáver de mi hermano Polinices, ese hermano al que tú condenaste a muerte onerosa y vergonzante mientras el otro, el heroico Eteocles, subía a los altares del Olimpo en la grupa de Pegaso. Su monumento fúnebre, cubierto de flores frescas y custodiado por las vírgenes del templo de Artemisa, puede verse sin esfuerzo desde los cuatro puntos cardinales de Tebas. Yo no podía permitir tamaña injusticia. Los dos eran mis hermanos. Los dos reinaban en Tebas y en el corazón de su pequeña Antígona. Por eso he dado sepultura al pobre Polinices con mis propias manos. Días antes de su muerte, tuve una visión espantosa: Polinices sobre el campo, su cuerpo desnudo con una gran espada ceñida al cinto. Los chacales devoraban su rostro, ese rostro tallado en los mismos marfiles que el de Apolo. Y luego el viento convertía en polvo el campo, y la tierra embebía la sangre de sus heridas, y llegaba hasta el río, contaminando sus aguas de traiciones y de engaños. Y los tebanos bebían de esas aguas muertas, y se llenaban sus sentidos de una inexplicable tristeza. Yo me acercaba al lecho del río, buscando señales que me llevasen al encuentro de mi hermano, pero todo lo que hallaba eran fosas de pestilente fango… 

CREONTE (conmovido): Si los centinelas no te han visto, aún es posible tu salvación. Diremos que mis adversarios han contravenido las órdenes regias. Tu secreto morirá conmigo. (Cariñosamente) Aún recuerdo cuando me honrabas con tus confidencias. 

ANTÍGONA (espectral, sombría): La niña de la playa de Salamina ya no existe. A veces dudo si alguna vez ha existido. 

CREON (desesperado): ¡Te lo suplico! 

ANTÍGONA (sarcástica): ¿Te rebajas ante mí? ¡Eres un tirano patético! 

CREÓN: No quiero más muertes en esta casa. 

ANTÍGONA: Si llamas casa a esta cárcel que es sólo fachada de cornucopias y oropeles, bien podrías encontrar otra palabra que embelleciese en beneficio tuyo esa muerte mía que tan poco deseas. ¿Acaso temes que Tebas te culpe de mi ejecución? 

CREONTE (resignado): Conozco los corazones de los hombres, pero sigo el designio de los dioses. Y los dioses me han dicho que aquel que osara dar sepultura al traidor de Polinices habría de perecer bajo mi espada. Pero nunca pensé que tú serías su brazo ejecutor. Si apenas tienes veinte años. La edad perfecta para comenzar a vivir sin duda. Y está Hemón, que te ama, y tu hermana y tus otros primos. ¿No los sientes? ¿No oyes cómo te llaman, en medio de su sueño, invocando a los lares protectores para que velen por el tuyo, porque te creen dormida, ajena a las miserias que rodean el trono de Tebas? (amargo) ¡Cómo se tienen que estar divirtiendo los lacedemonios al ver que a sus antiguos rivales los divide un odio fraterno! No puedo más, Antígona. Y, sin embargo, no me es dado desobedecer a los dioses. 

ANTÍGONA: (aparentando frialdad) ¿Cuándo habré de morir? 

CREONTE: (con voz ronca) La pitia ha revelado que antes de que cante el gallo por tercera vez. 

ANTÍGONA: Sea, pues. 

NARRADOR: Es día pleno. Antígona llora mientras Creonte se aleja, con la cabeza agachada, como si debatiera dentro de sí un grave asunto. Ella queda en medio de la pieza, inmóvil, con el peplo de seda negra marcando las cadencias de su silueta rectilínea. Las luces del palacio se apagan lentamente. Cae un tupido velo de niebla sobre las colinas que no deja ver el paisaje. Se cierra el telón.

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