CAPÍTULO DECIMOTERCERO
UNA RAZÓN
PARA TODO
Esidor y Phil contemplaban al druida, impertérritos.
-¿Así, pues, si Miranda aún no existe,
si lo que hemos vivido no es más que el sueño de una nínfula, por qué me habéis
hecho venir hasta aquí?
-Yo no os he traído. Miranda os ha
creado. Nos ha creado a todos. No existimos si no es por ella.-respondió
Baltimor.
-¡Vaya!- dijo Phil.
- Y ahora hemos sido convocados por el Espíritu
del Bosque para encarnar a Miranda...
...y que su nínfula brote- dijo el
druida.
- Para que Titania la pierda- dijo
Esidor, desde la nostalgia.
-Para que Déndera la encuentre- dijo
Phil, desde su escondite, en el bolsillo.
- Para que, tres milenios más tarde,
nazca Erin.-dijo Baltimor, desde su cayado de plata.
-Y se enamore de su rosa, y la libere,
con su amor, del encierro.- dijeron los atlantes, desde el dintel.
-Y pueda reinar desde el trono de
Oberón y Titania- dijeron las hadas, desde su erecteión columnado.
- Y ya nunca más esté triste.-dijeron
las ninfas, desde las volutas acuáticas de la madera rosada.
- Para que Realidad y Fantasía
permanezcan unidas por el Hilo de la Vida.- dijeron las ménades, desde la
oscura piedra.
-Así sea- dijo el Espíritu del Bosque,
desde su voz profunda, lejana y primigenia.
***
El niño de ojos grandes y líquidos
prorrumpió en aplausos. Era la primera vez que su padre le contaba un cuento en
el que él mismo era el protagonista. Se sentía muy importante, porque el Hijo
de la Tierra era una pieza fundamental en la historia. ¡Cuántas aventuras! ¡Qué
terrible el mar más allá de Ruthavon! ¡Y qué bella, bellísima, aquella nínfula!
Sentía que ya la quería con toda el alma. ¡Erin! ¿Sería capaz de salvar a su
rosa? Todo dependería de ese Esidor el Navegante...
El padre sostenía al niño entre sus
fuertes brazos de campesino, y el pequeño le contemplaba arrobado. Esidor, el
Labrador, era el hombre más bueno y valiente de Ruthavon. Y el más fuerte. Y,
al caer la noche, cuando entraba en casa y encendía el fuego, después de una
dura jornada en los campos, la casa se llenaba de risas, de canciones y de
juegos. La hora de la cena era la más dichosa, porque siempre concluía junto al
fuego, al calor de las historias que enseñaban al niño los colores y las formas
de otros mundos. ¡Se haría marinero, para llegar a verlos con sus propios ojos!
-Cuéntamela mañana otra vez,
papá.-pidió el niño. -Es una historia muy bonita. Me gustaría vivirla algún
día.
-Buenas noches, Daralón.-dijo el padre, esbozando una sonrisa que le iluminó el
rostro.
-Buenas noches, papá.-dijo el niño,
desde su beso ansioso.
El padre miró a través de la ventana. Fuera
nevaba. Tendría que cortar unos cuantos leños y echarlos en el fuego, para que
no se apagaran nunca las historias.
FIN
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