domingo, 21 de abril de 2013

EUDAIMONIA

Por Paqui Castillo Martín

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Grávido y eterno, el ser del que provenimos nos ha enseñado a vivir entre hombres, pero en algún lugar de nuestra mitografía fuimos lluvia y trueno, semilla y viento, dioses. Éramos. Ahora nuestra ciudad arde en guerras, y después de cada una nos vemos obligados a mendigar por el hambre en el ágora desierta, con los bolsillos vacíos de esperanza. Nuestras manos sucias se alzan buscando purificar el pecado de nuestros ominosos estrategos, y nuestras plegarias terminan allí donde comienza el mar de Homero. 
Nací, yo también, del pecado. Mi madre era de la península, mi padre de la Grecia interior, la en otros tiempos grande Esparta. Mi madre me enseñó a filosofar desde antes de tener uso de razón, y ya en su vientre me llevaba a escuchar a los hombres sabios en los soportales de las academias. En verdad, era un espíritu inquieto. Su misión en el mundo era iluminarlo con las pupilas de los ojos. Allí brillaba, mistérica, una sabiduría esplendente, incorruptible como las esferas de Parménides. No era singularmente bella, ni singularmente provocadora, pero gozaba con el mero hecho de aprender y el amor a mi padre la volvió geómetra. Enseñaba él las figuras y los cuerpos en el antepecho del teatro, en la escuela pitagórica, al caer la tarde, y ella era una de sus alumnas predilectas. 

Los separaban cincuenta años. Ella, una niña, él un viejo sexagenario al que acusaron de corruptor de menores en cuanto se supo que estaba encinta y que el hijo que esperaba era suyo. Ardió como una esquela en la pira del ágora tres días después de ser condenado a beber de la cicuta. Mi madre quedó sola, conmocionada ante la grandeza del universo que él le había enseñado y ante la pequeñez de los hombres que interpretaban la libertad y el destino según su voluntad arbitraria. Porque ellos estaban destinados a ser libres uno en el otro, confidencia tras confidencia, hilando mitos de la Acrópolis con leyendas de Esparta siempre en secreto, en la noche de los astros. En los nichos del teatro sólo resplandecían las tersas pupilas de Hipatia mientras mi padre alumbraba su intelecto con rocío de conocimiento nuevo. 

Mi madre Hipatia no me reveló nunca el nombre de mi progenitor. A mí me llamaba Eudaimonia, que en griego quiere decir “felicidad”. Me crié callejeando y aprendiendo a insultar a los sofistas, que por aquel entonces habían degradado sus enseñanzas hasta el punto de ser despreciados por la multitud. Al cruzar el arrabal, mi madre me apretaba fuerte la mano, como para protegerme de sus asechanzas y sus diatribas. “No debes mirar”, me decía. Y sus pupilas reverberantes señalaban a lo lejos el camino del teatro, como indicando que entre sus nichos se encontraba, volumétrica, esférica y una, la Verdad. 

Mi madre Hipatia se convirtió en hija única después de que sus hermanos se marcharan a la guerra contra el gran Rey de Persia. El día de los funerales, vestía un peplo negro que se irisaba cuando las nubes airaban el cielo. Y yo junto a ella, pequeña y morena como una oliva del monte Athos, empeñada en prenderme de su seno mientras recibía, uno a uno, los cuerpos de sus tres hermanos. La casa en que morábamos después de su vergonzoso destierro del oikos familiar era una cueva, la misma, dicen, en la que siglos antes estuvo preso Sócrates, aquel viejo estandarte de la humanidad ateniense, una especie de numen encarnado para aquel que fue mi padre, cuyo nombre nunca supe. 

Contemplo los legajos que me transmitió mi madre Hipatia en legado, al tiempo que desde la terraza veo arder las calles de Atenas. Alguien arroja piedras contra el panteón, gritando “los dioses han muerto”. Es un tiempo de cambios, de cambios y de dolor, de dolor y de sangre, de sangre y de muerte. Tras las murallas combaten los soldados una guerra que no es suya, sino de quienes desgobiernan con sus malas artes una ciudad en otro tiempo hermosa. 

Mi madre Hipatia, recuperados tras diez años de destierro sus derechos cívicos, se convirtió en su reina. Enseñaba en el ágora, y aunque decía cobrar dos óbolos por lección, nunca vi que su mano se ensuciara con el vil cobre. La multitud de sus seguidores le traía leche de Paros, queso de Tracia o miel de Acanto, con los que elaboraba los pasteles que alimentaron mi lánguida infancia. Todo aquel que quisiera escucharla era bienvenido. Algunos llegaban de lugares tan extraños como galaxias lejanas, y los nombres de sus ciudades sonaban en mis oídos a tintineo de estrellas: Pallas, Cirene, Siracusa, Abdera, Zacinto… 

Había un vendedor de cacharros viejos, viejo como un cacharro, ulceroso y desdentado, que se sentaba desde primera hora en el ágora esperando ver a mi madre Hipatia. Había un soldado de fortuna de grandes brazos y piernas pequeñas, que llegaba una hora después al ágora esperando ver a mi madre Hipatia. Había un joven disoluto, escapado del gimnasio, robador de doncelleces, que llegaba una hora después que el soldado, esperando ver a mi madre Hipatia. Había una vendedora de perfumes de Oriente, un histrión, un aedo, una sacerdotisa, un músico y un escultor que llegaban una hora después que el soldado, esperando ver a mi madre Hipatia. Y después aparecían, como por encantamiento órfico, los habitantes de la plaza. La plaza era un mercado, y el mercado un mundo en miniatura que contenía el aliento y sólo respiraba al ver arribar a mi madre Hipatia. Y cuando ella llegaba, con las mejillas sonrosadas y un ramo de jazmín en la oreja, la congregación se levantaba respetuosa de sus escaños de arena y piedrecillas, y saludaba, a coro, a la antigua desterrada: “¡Zeus te guíe, Hipatia!”. 

No guardo recuerdo alguno de qué poderes se valía mi madre Hipatia para hipnotizar así a su público. Pronto se gestó la leyenda de que era mitad diosa y mitad humana, hija adulterina de Hera y Hefesto arrojada del Olimpo no bien hubo nacido. Aunque sólo enseñaba la ciencia que su maestro le había transmitido, cuando hablaba parecía convocar algún antiguo sortilegio. Entonces, sus pupilas grises brillaban más que nunca, hasta el punto de la lágrima bendita. 

“Nobles atenienses, doblegad las pasiones viles de vuestros espíritus por mor del arte de contar las estrellas. Hay un cielo sobre nosotros, y en ese cielo realidades puras que no se atrevieron a contemplar nuestros ojos. De esta misma agua –y al decir esto tomaba un ánfora y vaciaba su contenido en un recipiente rectangular- fue creado el cosmos a partir del caos originario. Y nunca el demiurgo que nos soñó hizo alguna vez cosa más bella”. 

Se empeñaba en medir la circunferencia de los planetas con una vara de avellano, y calibraba el peso de los elementos atómicos valiéndose de astrolabios y clepsidras. En la arena del ágora se encontraba en su elemento. Y Eudaimonia, la endeble y enfermiza Eudaimonia, era su compañera. 

Romper, rasgar, destruir. Alzar un mástil y luego otro y extender las cuerdas… Aquellas pieles de toro fueron expuestas durante dos días en la plaza, sin que nadie supiese muy bien a qué fin estaban destinadas. Después, durante toda una semana, de luna a luna, mi madre Hipatia dibujó en ellas complicados signos que se me antojaban una suerte de caligrafía bastarda. Trabajó sin descanso, noche tras noche, y de día se dedicaba a acarrear agua desde el manantial a la plaza. Suspendió sus clases y dejó de cuidar sus vestiduras. Yo, como un perrillo atolondrado, la seguía a todas partes, con una sonrisa absurda pintada en la cara y manchas multicolores de tinta en mi peplo de impúber. 

Feliz e ignorante, yo también imaginaba, a mi manera. 

Amanecía sobre Atenas una mañana dura, estridente, llena de polvo sucio que marcaba las calles con su hollín amarillo. Mi madre Hipatia latía como un corazón gigante y dormido junto a mí, en la plaza. Era el primer descanso tras diez días de brega. Apenas abiertos mis ojos, tan disimilares en todo a los suyos, contemplé su blanca tez de arcilla apoyada sobre el codo en la arena. La amaba como a una idea perfecta, absoluta y recta. Era mi madre, y era pura. Se había entregado a la multitud que la seguía y exánime campaba bajo la obra inspirada por sus demonios personales, muerta de cansancio, a cambio de nada y esperando cambiar el mundo. Sí, amanecía… 

Ella tenía un fulgor en la mirada tan perpetuo como una batalla campal entre los dioses. Sucia y medio desnuda, con las lanas de su pelo sueltas en cintas sobre el pecho, comenzó a tirar de las cuerdas, desvistiendo el atrio de los grandes paños que lo cubrían de parte a parte. Entretanto, el gentío se congregaba en la plaza, esperando. 

“¡Oh, atenienses! Hace una luna tuve un sueño. Mi espíritu pacía en una llanura, y al fondo podía verse una magnífica montaña.” –Al tiempo que decía esto, quedó descubierto uno de los grandes paneles- “Subí a ella en un carro alado, y llegué hasta la cúspide. Mi cuerpo no pesaba, pues estaba hecho de un éter magnífico color de fuego. En la cima me esperaba el demiurgo, y pude ver sus ojos. Estaban llenos de soledad y de luz. Me tomó de la mano y me enseñó la pradera desde una perspectiva que nuestra altura permitía gozar en toda su extensión. Cuando nos separamos, vi que mis propias manos ardían con su calor primitivo. De ese calor brotó un universo complejo y diminuto que a medida que transcurrían las horas iba expandiéndose y abandonando la cima para llenar la pradera y culminar en el horizonte su morada”. 

Los paneles mostraban una constelación de números y masas enredadas en amasijos de formas de cuerpos celestes. Girando sobre sí mismos, los planetas describían una órbita alrededor del sol, y el sol cabalgaba sobre el firmamento trazando elipses en el vértice de una galaxia que danzaba al son de una melodía sin músicas, mecida por el fluir cósmico de los ritmos geométricos. 

La multitud, extática, era incapaz de articular palabra. Era como un ciego al que, de pronto, le hubiera sido otorgado el privilegio de contemplar la hermosura con los ojos del alma. 

El cuadro era bello y siniestro. La multitud comenzó a murmurar con una cantinela de zumbido de abeja. El murmullo se adensó y creció, haciéndose redondo, estridente. Un grito gutural se elevó de la garganta anónima y unánime de los fieles de Hipatia. El eco al retumbar hacía daño en mis oídos: “¡Desolladla!”. 

Es el ocaso de Atenas. Mueren las luces del Pireo mientras las lobas lanzan sus lastimeros gemidos, reclamo del ocasional amante. En las calles, en el ágora desierta, en la acrópolis y la muralla, se eleva un llanto dulce: 

Grandes maravillas se vieron en el cielo 

con ocasión del prendimiento de Hipatia. 

Ella fue arrancada de su peplo 

y quedó vertida su sangre 

en la arena de la plaza. 

Allí, allí, contemplad su efigie, 

ved sus manos escuálidas 

desnudas ya de ciencia, 

cenicientos los sus labios… 

¿Quién se acuerda de ella, si no es el cantor fúnebre presagiando la hecatombe? No, no hay dioses ni en el Panteón ni en el Olimpo. La Verdad vagabundea sucia y torpe por estos tiempos de olvido, entre caminos de lodo. Todo lo que queda de Atenas será tragado por el monstruo inmisericorde de la guerra. Allá van los barcos, surcando senderos ayer gloriosos, a entregar las vidas de nuestros hombres en perpetua lucha contra algún acérrimo enemigo que mañana, después de la derrota, nos venderá como esclavos. Pero yo tengo los legajos, y la entrega inmarchitable que los ojos de mi madre comunicaron a mis pupilas niñas. Y en ellos la revolución del cosmos invisible y sus criaturas celestes, y el futuro de millones de criaturas que habrán de poblar el universo cuando nuestra escuálida ágora no sea más que una entelequia. Aquí, entre mis manos, arde el secreto infinito comunicado por los afanes del demiurgo. Arde como yo en esta tarde, para nunca más ver la luz del día, la esperanza del mundo. En su mismo fuego consumido, mi cuerpo en vapores de alcohol y éter se deshace, lentamente, succionado por los vórtices de un incendio primigenio donde habré de vivir eternamente. 

Así en la tierra como en el Hades.

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