sábado, 21 de septiembre de 2013

Castillos en Marte (Novela por entregas)

Capítulo quinto

Waiting for Clavileño

¿Cómo fue que crecimos? ¿En qué instante volvimos la cabeza a todo aquello que hoy no es más que un sueño? Crecimos, sí, para olvidar lo que fuimos, para negar aquello que llevábamos inscrito como un lucero en la frente, destellando inmenso el destino aquel que se abría ante nosotros; el mundo nos devoró, el viento arrastró las hojas secas y no dejó nada más que el esqueleto de aquellas ilusiones tan ingenuas. ¿Y quiénes somos ahora? El producto de una educación que no sólo nos ha formado, sino que nos ha transformado y arrebatado aquella parte salvaje que nos hacía únicos. En cuanto aprendíamos a hablar, aprendíamos también a fingir y a ocultar aquello que los mayores consideraban impropio, inmoral o incorrecto. Con aquel imperativo delirante, a Julia Martina Costelo, criatura del destino, le hicieron perder el norte. 

Comparadas con las mentiras de los adultos, mis pequeñas fábulas eran como cuadros coloristas, empeñados en no hacer daño a nadie, colgados en las paredes alargadas y estrechas como tubos de cromo, galerías improbables de la imaginación más crecida que mi propio cuerpo menudo jugando en las calles. Los libros de texto, tirados por los rincones, la mochila escolar destripada, como un combatiente muerto por el suelo, sin un hálito de vida y esperanza. La trinchera aquella tan odiada, y mis pies entre fotografías de extraños filósofos y sabios que querían enseñarme a aprender a intentar saber lo que era vivir. Y yo tras el parapeto rebelada, tirando zapatos de bota como proyectiles a todo aquel regimiento de empelucados pedagogos decimonónicos, dinosaurios raquíticos que gritaban: “La letra con sangre entra”. Miedo pánico a ir al médico y fragor púnico de batalla perdida de antemano: una inyección de energía atómica y yo en el último rincón de la clase procurando que los cascos de metralla no me alcanzasen. Las temidas reglas de madera del armario no eran más que una lejana amenaza. Los maestros ya no pegaban, pero cualquiera hubiera sido bueno para joder la marrana en Marte con un golpe de estado que hiciera saltar por los aires nuestro universo chiquito y a salvo de los gritos y los puños alzados sobre el pobre pupilo de carnes tiernas y mente impresionable. 

Y fue entonces cuando, entre varas y veras, descubrí la lectura.

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