lunes, 23 de septiembre de 2013

Castillos en Marte (Novela por entregas)


Capítulo sexto


Clavileño, el Alígero

El Alígero llegó con su crin de velludo blanco y su tronco de madera y sus ojos de vidrio, una tarde, a aquel colegio desangelado. Los niños escribíamos indolentes en la cartilla escolar, como jugando a trazos que no acabábamos de entender. Llovía, creo (en mi memoria gris de aquellos días siempre está lloviendo). Como Machado diría, monotonía de lluvia tras los cristales. Iba encuadernado en guardas marrones con letras blancas y amarillas, creo (en mi memoria blanca y amarilla de aquellos días siempre aparecen letras como gotas de lluvia, tras los cristales y Machado y mi padre en la cabecera de la cama un libro y un misterio en las alforjas de sus ojos y su sonrisa tan amarga y un fulgor infinito tras la lluvia y los cristales rotos). Entre tanto grito y tanto efluvio de don de mando, los maestros tuvieron a bien encargar aquellos Clavileños, lectura obligatoria de primer grado en primer curso de primer ciclo. Debo decir que sus ingenuas historias me salvaron del caos absoluto. Aquí, aquí dentro, allende el cerebelo, donde la materia gris más se adensa y comprime como racimo apretado de pensamiento razonante, el Símbolo precioso me concedió la gracia de concebir otros mundos. 


Allá me marchaba yo, a lomos del rocín aerostático (Era un niño que soñaba /un caballito de cartón/ cerró sus ojos el niño/ ¡y el caballito voló!), lejos de aquella pizarra sangrante de guarismos extraños en sus filas confusas, álgebra para sordos que el maestro vociferaba para hacerla exponencialmente odiada cuanto menos susurrada y más vociferada. Nunca perdoné aquel tránsito traumático hacia la Matemática ensordecedora; mis pabellones auditivos no estaban preparados para tanta concertina monocorde. Pero no importaba. Había descubierto la Lectura. Aquello que Papá escondía con celo en la mesilla de noche, y que le hacía reír, llorar o perder el oremus las más de las veces (aquella sibilina palabra cuatrisílaba, Po-lí-ti-ca, una y otra vez sobrevolando el breve desayuno antes de abandonar el donjuán del castillo) comenzaba a tener un sentido. Unas veces se llamaba Soledades, Galerías y otros poemas o don Camilo; otras, Los hermanos Karamazov o El judío errante y otras, “La Crónica de Marte” o “Revista Divulgativa Ilustrada”. Papá comenzó a dejarme señuelos, como quien no quiere la cosa pero en el fondo la quiere a su manera, lentamente, como paciente Ratoncito Pérez: pequeños fragmentos de aquello que había escondido con celo en la mesilla de noche, y que le hacía reír, llorar o perder el oremus las más de las veces. Allí, junto a los dientes de leche caídos como hojas secas del árbol de la infancia, Machado dormitaba su monotonía tras los cristales, esperando que la lluvia (¿era gris, o color tinta?) hiciera brotar en las espaldas mojadas de Clavileño sus tiernos retoños.

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