domingo, 6 de octubre de 2013

Castillos en Marte (Novela por entregas)

Capítulo octavo

El hombre del gabán gris

Imposible resolver el misterio. El hombre del gabán gris me mira desde su fotografía en sepia, y trata de decirme algo cuyo significado no logro descifrar. Tiene los ojos garzos; no, no son exactamente verdes, sino pardos, como el forro interior de su chaqueta cruzada de inmensas solapas, según la moda de los años ochenta. Dicen que se parece a mí, pero es mentira. Él es un hombre guapo y tiene una mirada dulce, llena de sombras y nostalgias. Las cejas espesas, pero no pobladas, de un color oscuro muy marcado, elevadas en acento circunflejo sobre sus dos grandes pozos de luz pardusca; la nariz cuadrada sobre unos labios de trazo delicado y voluptuoso, curvados hacia arriba en las comisuras (signo de pasión indudablemente), la mandíbula cuadrada enmarcando un rostro coronado por un pelo oscurísimo bañado de ondas perfectamente simétricas, como cuando en los campos de Marte los espigadores trazan las líneas donde luego irán sembrando el trigo.
Papá fue mi primer amor. Creo que nos quisimos mucho, en aquellos días en que nuestro castillo era viejo y pequeño y vivíamos en medio de constantes reformas. Los cuatro, Mamá, el hombre engabardinado, Serena y yo, en aquella extensión sin límites entre la cosmópolis y la montaña. No había espacio para nadie más. La princesa en su torreón y los cortesanos a sus pies, esclavos del corazón de una niña de ocho años... Papá había comenzado aquella desconcertante costumbre muchísimo antes de que Úrsula llegara al mundo. Entonces, el bebé rollizo de carrillos sonrosados era yo; mi hermana benjamina sólo una idea casi perfecta. Y Papá en su gabán como galán de noche entrando en el castillo sigilosamente, caramelos como libélulas revoloteando en los bolsillos y un pie en la cocina y una mano enguantada que se deslizaba suavemente por las caderas de mamá y un “te quiero” susurrado y muchos besos bajo el parterre y las hijas absortas en el puchero con sopa de letras y Papá y Mamá amándose tanto entre las acacias y los caramelos de envoltorios de colores y luego la mesa redonda y Serena con su perfil de estatua y yo muy chiquita dando vueltas en torno y Papá y Mamá con las mejillas encarnadas, uno en otro, como alelados.

En esos momentos, y sin saber muy bien por qué, sentía celos de Mamá, aunque en el reparto de caramelos siempre era la que salía peor parada.

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