domingo, 3 de noviembre de 2013

Castillos en Marte (novela por entregas)

Capitulo noveno

Gusanos de parra

Aquellos juegos entre hermanas merecen un capítulo aparte. Nadie sabe, porque probablemente ni Úrsula ya lo recuerda, que con los momentos que compartimos juntas, antes del Cataclismo, se dio por concluida nuestra infancia común, la mía artificialmente prolongada en la de ella, como el canal de riego construido junto a un río de aguas claras. Sí, aguas claras como nubes de verano, en el patio de armas y su parterre, bajo la sombra de los tamarindos de grandes hojas, y los gusanos de parra bajando, panzudos y cariacontecidos, en sus lianas de seda, hasta el suelo caliente de aquel agosto sin escuela como un regalo de los dioses que ya nadie venera en Marte. El castillo era más blanco y grande que nunca. Y, cuando mirabas al cielo, te quedabas un rato contemplando el sol, en silencio, con los ojos mojados, y luego colocabas las pupilas en todos los objetos, y eran amarillos como la barriga del sol, como las uvas, como los tatuajes en el vientre de los gusanos de parra.

Alguien, hace muchos años, sembró un huerto en el foso del castillo. Al principio, eran unos cuantos manzanos que daban unos frutos redondos y brillantes, y que sólo los gusanos de parra comían. Luego, otro alguien se dio cuenta de que el negocio era poco rentable, y decidió dedicarse a la crianza de los gusanos de parra que comían las manzanas. Más tarde, otro alguien descubrió que los gusanos de parra procedían de la viña subterránea del castillo vecino, y plantó huesos de uva con la intención de atraer a los gusanos de parra. Papá compró el castillo a ese alguien, con su huerto y sus pequeños invasores, y con sus grietas y su cocina que se derrumbaba por el lado Oeste y dejaba ver por el lado Este el campanario de la iglesia y los tejados del mundo. A papá no le gustaban los gusanos de parra, y había veces en que maldecía cada vez que se encontraba con uno arrastrando sus tatuajes amarillos por el suelo. Pero, como era tan bueno, nunca se atrevió a ponerles una mano, ni mucho menos un pie, encima. Nos los regaló a nosotras, sus hijas, para que jugásemos con ellos. Y también los árboles, con sus manzanas como proyectiles ideales para la guerra de bolas. En época invernal, pasábamos del patio de armas a la torre del homenaje. Allí había un cuartito para la plancha, un trastero y un cubículo desvencijado que hacía las veces de dormitorio de mis padres. Las manzanas supervivientes hacía meses que estaban hechas puré, en la alacena de Mamá, dentro de los tarritos de compota. Úrsula y yo seguíamos dibujando batallas en los mapas de enero, pero nos veíamos obligadas a sustituir las armas arrojadizas. De las manzanas no quedaba rastro, ni uno solo de sus corazones petrificados moraba ya bajo las ramas desnudas. Así que visitábamos el armario desvencijado del espejo, y tomábamos cualquier pieza que al impactar causara algún daño. Los zapatos de aguja que encantaban a mamá. La pesa de ejercicios de Papá. Los discos de Serena. Un libro de Matemáticas. Un jarrón de metal con tapa, que contenía una extraña mezcolanza de cenizas. El revólver del tío Ramón, brigada del ejército. Los aparejos de pesca que, misteriosamente, tras el Cataclismo, se volatilizaron. Los colgadores de plástico. El yoyó azul. El monstruo del armario que, escondido y tembloroso, sentía un miedo atroz de nosotras.

Era desolador mirar entonces al patio de armas, porque los gusanos de parra habían desaparecido en sus saquitos de tegumento, y tras unos pocos días, en su lugar, sólo quedaban mariposas.

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