miércoles, 15 de mayo de 2013

LOESS


Un cuento prehistórico de Paqui Castillo Martín

Nos llaman los hombres blancos, porque caminamos entre la nieve sin ser vistos de los predadores que nos siguen, al acecho. Neutralizados, en simbiosis con el paisaje de altos cúmulos de hielos eternos, nos vestimos con las pieles de nuestro enemigo acérrimo, el oso cavernario. Vamos en busca de la tierra del loess. Nunca dormimos… 

Soy el postrer representante de la especie humana en estos lares, porque mi tribu, empeñada en huir de la sed y el hambre, ha quedado estéril, huera, salvaje. El último niño nacido bajo los círculos luminosos de las grutas protegidas de los gélidos fríos. Después ya no germinaron ni las flores. Nuestro líquido elemento consistía en la rala savia de los arbustos de la tundra. El alimento se convirtió en un raro regalo de los dioses furibundos. Los cuerpos infectos de las bestias, amontonados junto a las yertas riberas del río, sirvieron de cuna a mis primeras noches. 

Dicen que mis cabellos de recién nacido eran de un violeta muy claro, inquietante. 

Aquello extrañaba a los hombres blancos, que decidieron, antes de arrojarme por el precipicio, consultar al jefe, un viejo tullido huérfano de brazos a resultas de un enfrentamiento poco afortunado con la última manada de mamuts que se vio en la región del frío. El recio hombrecillo, ayudado de la desdentada boca, me colocó en su regazo, convocó un sortilegio, me miró a los ojos, y me bendijo. Los hombres blancos, intrigados, preguntaron al jefe el veredicto. “¡Locos!”, aulló el viejo, encolerizado. “Estuvisteis a punto de abortar vuestra esperanza”, siguió bramando. “El niño nos conducirá”, sentenció. Y dicho esto, selló sus labios sobre mi frente. 

No se le volvió a oír pronunciar palabra alguna hasta el día de su último augurio. 

Recuerdo mi casa, aquella extensión áurea como un espejo que devolvía multiplicados los débiles rayos del sol. A Occidente se levantaba un murallón de sílice, tan alto e imponente como la escalera que conduce al reino de los muertos. A Oriente el arroyo, con su helado fondo cargado de guijarros y sus estrambóticos peces atrapados, como el insecto en el ámbar, en el preciso momento en que la naturaleza había procedido a ejercer sus virtudes asesinas. Al Norte, la meseta, una altiplanicie inmensa hasta donde la mirada podía penetrar, con el misterioso e incógnito lago salado justo en el centro, al fondo, en las ubres de la tierra, al abrigo de los vientos. 

Tenía quince años cuando descubrí sus aguas. 

Era una realidad tan extraña que no disponíamos de vocablo para designarla. Sencillamente, nos referíamos a ella como sub, que podría traducirse como “materia”. Yo había soñado con ella. En la oscuridad de la gruta, arropado por las pieles, alentado por el calor corporal de mi madre, había sumergido mis dedos inertes en aquella sustancia pastosa hecha de lágrimas. Su color inexplicable, tornasolado según me acercaba a la superficie, me devolvía a un tiempo y un espacio primitivo en el que ella y yo éramos sólo uno. Y me dejaba abrazar por sus corrientes como manos infinitas, trazando círculos que levemente me llevaban a la nada, oscuro precipicio abisal donde sólo nadaban las sombras. 

Le pedí a mi padre, después de aquella visión ínclita de mares en calma, que me llevara. Al principio no quiso, se disgustó incluso, lo consultó después con la asamblea de hombres blancos, que trasladaron mi obstinada petición al jefe. El hombre sabio nada dijo, según su costumbre. Pero se apartó un poco del resto, tomó su bastón de mando asiéndolo fuertemente entre sus mandíbulas, y comenzó a trazar jeroglíficos en la lengua del glaciar. 

Al parecer, el sueño ya había sido escrito antes de que los dioses decidieran crear el universo. 

Y yo temblaba, estremecido, al subir por el escarpe de falla en dirección a la meseta, abrumado por la responsabilidad de conducir a mi pueblo a través de caminos antiguos como púlsares en dirección a las fuentes de mi sueño ancestral y geológico. Allí estaba el lago, al final del sendero inaccesible, perfilado contra el horizonte, como pidiendo perdón por ser tan hermoso. Era esencial, íntimo, patético, hipnótico. Se mecía en lento son y vibraba desde lo más hondo como una respiración clamorosa de animal moribundo. Los hombres blancos, acostumbrados al clima fiero, nacidos bajo un signo que les destinaba a sufrir sus cortas vidas en lucha contra los elementos, se arrodillaron en la orilla. 

Lloré. 

Desde aquel día, todo fue distinto. Los hombres me miraban como a hombre, directo al rostro, fieramente, sin ocultar secretos. Puedo decir que incluso me reverenciaban de una forma singular, como esperando ser dominados por algún sortilegio de inenarrable magia. Pero yo me ocultaba de las gentes, buscando en vano huir de mi sino prefijado. Me sentía embargado por un deber que creía no podrían soportar mis enjutos hombros. Era tan joven, tan inexperto, tan débil. Y sin embargo, la asamblea confiaba en mis poderes taumatúrgicos, a los que sólo pedían una respuesta a la pregunta de por qué los hados se habían empeñado en aniquilar a nuestra raza. Escaseaban las bayas y frutos comestibles, y hacía tiempo que de los eriales desolados había desaparecido todo rastro de nuestro mortal adversario, el oso albino. Ni sus pieles ni su carne habrían ya de cubrirnos ni saciar nuestro voraz apetito de civilización en decadencia. 

Estábamos a merced de la desesperación. 

Los hombres blancos tenemos una estrella tatuada en la nuca. Venimos al mundo para enfrentarnos con el destino, conscientes de nuestra pequeñez ante el vasto páramo frígido del que provienen amenazas inciertas. Trabajamos la piedra y poseemos el secreto del fuego. Tememos y reverenciamos a las fuerzas que desconocemos, y adoramos la solitaria libertad de lobos esteparios unidos entre sí por el vínculo de sangre que interpone entre nosotros la pertenencia a la manada. 

Hacía meses que el hombre sabio no salía de la caverna. El anciano, en su agonía, habíase sumido en un confuso estado semivegetal y abúlico. Alrededor de su nariz habían nacido tenues islotes de musgo, y la barbilla y los pómulos se habían convertido en madeja de líquenes que conformaban, al moverse, un prodigioso bosque de largas y enrejadas ramas que flotaban y se extendían como umbrales lechosos impulsados por el latido de la roca. 

Una tarde me llamó a su lado. 

Su voz era un hilo gutural, apenas un silbido de la garganta descarnada. 

- Araka- me dijo, rompiendo un mutismo que había durado toda mi vida- Araka, hijo mío, acércate. 

- Sí, Amchar- contesté yo, emocionado, a sus palabras-. 

Me coloqué lo más cerca de él que pude, sintiéndome aprisionado en la selva de raíces aéreas que envolvía la cabeza y el pecho del viejo jefe. 

- Cachorro de hombre blanco, contigo se acabará la estirpe. Tus hijos ya no lucirán la estrella que honra a tu tribu. Marcará otro sueño la dirección del periplo, en busca de la lluvia –su resuello era apenas audible- la lluvia… 

Murió mirando al cielo en busca de presagios. 

Y yo quedé junto a sus despojos, sintiéndome triste y gris, como la montaña de caliza desde la que aullaba el viento del norte cargado de partículas de loess. Esos ínfimos fragmentos desprendidos del glaciar milenario se dirigían hacia el sur, y en su camino trazaban huellas de una vida primigenia alimentada por hondonadas de agua ártica, mística, plástica, como el barro que bajaba de la morrena hasta el fondo del barranco y entretenía mis juegos solitarios, cuando niño. 

No sé cuánto tiempo dormí junto al cadáver del hombre sabio, ni si la aurora boreal había ya prendido sus antorchas en el horizonte. Sólo era consciente de que había soñado con el loess suspendido sobre mi cabeza como una fina diadema perlada de nieve escarlata. 

En ese momento supe por qué algunas vidas cobran sentido, de repente. 

Los hombres blancos irrumpimos en la madrugada como cazadores furtivos, los rostros encendidos, la esperanza arropando los inquietos corazones. Y nos enfundamos en ella, confiando en que nos oriente en la larga marcha hacia la tierra prometida, germinal, como el Paraíso, donde por doquier se muestra espléndida en dones. Contemplamos los signos escritos en la bruma, y seguimos marchando, rumbo a las praderas donde pastan las majestuosas bestias, en el ínclito sur. 

Hubo asamblea de hombres blancos. Impacientes, se rasgaban las gastadas pieles, esperando que se hiciera el silencio. Algunos no soportaban que un imberbe tomara la palabra, y miraban en torno suyo, recelosos. El murmullo crecía como un enjambre de moscas azules zumbando sobre un nido de chacales. 

- Hermanos, tributarios de la humanidad. - empecé- Ante vosotros se alza una extensión desolada de tierra yerma. No hay sobre ella más que algún pobre arbusto reseco. Sus ramas raquíticas no nos ofrecen ya cobijo. No podremos subsistir sólo de sus frutos arrugados, ni de la nieve que se funde al calentarse un instante avivada por el fuego en la caverna- a medida que decía esto, el murmullo se extinguió como una hoguera de leña verde. 

- ¿Y qué propones?- inquirió uno de los vástagos del hombre sabio. 

Les conté mi sueño. 

Sus carcajadas retumbaron largo tiempo en los tambores rituales y se multiplicaron peligrosamente en la entrada de la gruta, hasta perderse de forma obscena en las faldas de la montaña. 

- ¿Acaso tenéis una solución mejor? –Les increpé- Dejadme adivinar cuál es: cerrar los ojos y morir. Es lo más fácil. No hay que caminar, ni romper el hielo que se forma en los brazos de nuestras hachas, ni cargar con el peso de nuestros enfermos. Sí, morir. Definitivamente no se me ocurre otra salida menos airosa. Pero yo soy joven, mis piernas podrán soportar el dolor de un peregrinaje que podría prolongarse durante años. Así que me resisto a darme por vencido. Estoy cansado de sueños. –ahora me dirigí a ellos con dulzura- Quien me quiera seguir, que me siga. Quizás sea la última vez que podemos permitirnos el lujo de echarnos a dormir, pues estoy seguro de que ya no despertaremos.- Y dicho esto, clavé el bastón de mando del hombre sabio a la entrada de la gruta. 

Ya no habría vuelta atrás. 

Los hombres blancos sabemos ser dadivosos, aunque nuestros rivales nos consideren miserables y huraños. Porque nos hemos criado entre los hielos, y no conoce nuestro paladar más sabor que el que deja el invierno prendido en el solar de nuestra cueva, nos llaman bandidos. No saben apreciar que somos grandes, que no nos asusta perder si podemos ganar algo a cambio. Anhelamos llegar a la región del loess, pero algunos de nosotros nunca lo veremos. El corazón valiente del guerrero es aquel que, sin detener su marcha, mira atrás sólo para despedirse de lo que ama… 

La comitiva componía un lastimoso espectáculo de hombres y mujeres entrando en la antesala prematura de una vejez decrépita. Las pieles de oso cavernario, tundidas y blanqueadas, se confundían con los gruesos copos de nieve que nos dificultaban la vista. Al caer la oscuridad, las teas impregnadas de resina marcaban el paso lento, presidiario, del joven visionario y sus congéneres. La llanura era inmensa, y brillaba como un cuenco pulido por la cuchilla de sílex. La montaña iba tornándose cada vez más pequeña y retorcida, recóndito amasijo de rocas liberado de toda perspectiva posible. El arroyo se abría horadando terrazas como peldaños siderales de dolomita y caliza. 

Pasamos la primera noche al raso, porque la llanura era tan lisa como un espejismo del cielo: ni una caverna, ni una gruta menor, ni piedra alguna con la que construir refugio. Tomamos las pieles de oso y nos deslizamos bajo ellas hasta que nos descubrió el alba. Algunos comenzaban a desesperar. No había más comida ni bebida que la que racionamos al salir, y que sólo unas horas después comenzaba a escasear. Soplaba viento del este, frío y seco, como un golpe sucio que llenaba los párpados de la arena del desierto boreal. Levantamos el campamento y proseguimos arrastrados por la inercia. Mi madre me llamó a su lado. 

- Araka- me dijo- conductor de tu pueblo. Los ancianos quieren transmitirte un mensaje. Me han escogido a mí, la más cercana a tu alma, para que te lo dicte. No quieren seguir adelante. Lastrarán la odisea de los hombres blancos, aherrojando vuestro mañana con ancestrales cadenas. Permite que os alivien de ese peso que ya no sirve más que para ser rémora… 

- ¡Madre, no!- imploré, invocando el escaso brío que me restaba. -¡La tierra del loess les espera! ¡Allí podrán vivir sus últimos días cerca de sus hijos, llamados a hacer multiplicar con otra sangre una raza que agoniza! 

- No van a moverse de la llanura, Araka- sentenció mi madre–nunca hasta ese momento había percibido cuántas profundas líneas surcaban su rostro de pergamino seco-. –Ni yo tampoco… 

-Madre, tú…- balbucí, desconcertado, mientras ella me volvía lentamente la espalda. Lleno de ira me golpeé, impotente, con los puños cerrados, la blanda zona del estómago hasta caer de bruces contra el suelo. 

- ¿Veremos algún día la lluvia, madre?- pregunté, al volver en mí. 

Mi madre me ayudó a incorporarme, mas nada dijo. Tenía las oscuras pupilas fijas en el sur. En ellas pude contemplar el pálido gemido de la esperanza. No había perdido la fe en mí ni un solo momento. 

Sentí miedo y congoja, al mismo tiempo. 

La última imagen que guardo de ella es la del instante en que la perdí en la inmensidad de la llanura. Pequeña, arrugada y frágil como un pájaro, sus hombros encorvados y su seno valeroso ofrecido en gesto de entrega al abrazo de los que se quedaban atrás para aligerar la marcha de los que aún poseíamos la energía de la juventud y el férreo ardor egoísta de resistir los embates del invierno inacabable. 

La llanura se dividía en tres secciones que se precipitaban en un gigantesco desfiladero. El sol anaranjado lamía el hielo con más fuerza y comenzaba a trazar grietas tenues bajo nuestros pies. El primer indicio del sur, que adivinábamos lejano, pero cada vez más cerca. Quise comprobar la profundidad de la quebrada, y con cautela me acerqué, apoyando el bastón de mando en los diminutos charcos. Descorazonado, me volví hacia los otros. Nunca podríamos burlar el centenar de metros que nos separaban de tierra firme. Estaba a punto de anunciar la retirada cuando apareció ante mí la visión del hombre sabio enrejado en su volátil malla de tallos y racimos de esporas. Era como un bálsamo su voz, y decía: 

- Araka, hijo predilecto, semilla de hombre blanco. Cuando despunte el día habrás llegado a las puertas doradas, reino que recibe a los dioses de la tormenta cada cien lunas. Alimentarás a tu pueblo por tus manos. La dicha caerá sobre tu cabeza al final del camino, como la lluvia. 

Hundí la cara entre las ásperas pieles de oso blanco, y recé la plegaria que aprendí de mi madre cuando no era más que una promesa de vida en su vientre magnánimo: 

De la colina 

bajan ululando 

los fieros vientos 

aterradores. 

Dad los honores 

a vuestros hijos, 

enterrad la guerra 

sembrad la tierra, 

con gritos de gloria. 

Permitid que amanezcamos… 

No quise esperar hasta el ocaso. Advertí a mi pueblo indómito que habríamos de salvar el barranco para salvarnos a nosotros mismos. Debieron contemplar en mi gesto la fiera determinación que me llevaba a hablar de esta manera impetuosa, irrespetuosa casi. Pero ya el sol inclinaba sus tenues rayos allende la llanura, y ni yo ni el grupo habíamos encontrado la manera de superar el terrible obstáculo. Al anochecer nos dejamos caer contra la pétrea almohada del suelo, frente al barranco. El deshielo trazaba círculos de gotas de agua que se perdían hacia el fondo, como si se precipitaran en un sumidero subterráneo horadado por su lento flujo espiral desde el principio de los tiempos. 

Los hombres blancos pensaron que me había vuelto completamente loco, pero no intentaron detenerme. Ya no les quedaba un ápice de vigor. 

No sabía lo que hacía, ni qué me llevaba a actuar como lo hice. Sólo recuerdo que comencé a cavar en el fondo del surco, apoyando el bastón de mando del viejo jefe contra el duro caparazón del suelo de nieve y detritus. Gritaba en mi desamparo a los dioses inclementes, luchando contra su voluntad y arañando la perlada superficie del granito cristalino bañada en la sangre de mis puños. La horda de hombres blancos, al unísono, comenzó a percutir sus mazas en los entresijos de la roca. 

Palpitaba el timbal cristalino de la llanura con parsimoniosa cadencia. 

Después de un cierto lapso, comenzó a abrirse, tímidamente, la grieta. Primero se desgajaron pequeños fragmentos de hielo, débiles y parcheados como yesca sulfurosa. Luego, rocas del tamaño de asteroides se precipitaron al vacío lechoso. Y ya la luna tintaba con sus luces el firmamento cuando se produjo el alud. 

Sentimos clamoroso espanto al notar la nada galopando firme bajo nuestros pies. Nos replegamos en dirección a la llanura en medio de terrible confusión de multitud sin salvación aparente. Un holocausto placentario envolvía rostros y cuerpos, difuminados y descompuestos en la confusión que siguió a la barbarie de una destrucción enceguecedora, resplandeciente… 

Cuando recuperé el control de mis sentidos, pude comprobar que de la llanura sólo quedaba un amasijo de peñascos que ocupaban, con sus formas puntiagudas e inciertas, la mole antes pantagruélica del tenebroso barranco. 

Los hombres blancos somos fuertes, aguerridos. Nadie nos vence en combate. Hemos fertilizado la tierra con nuestros hijos, les hemos enseñado con amor lo que aprendimos de nuestros padres sobre el valor. Y ahora que nuestra prole va a cruzar el limen hacia un nuevo mundo, ahora que vamos a dar a nuestro linaje el regalo de otro amanecer, nos postramos ante ellos, orgullosos. Nuestra muerte no fue en vano. Ahora que gobernamos las sombras, allá donde termina la escalera que conduce a nuestro diminuto Olimpo, nos damos cuenta de que la decisión de abandonar la trupe fue un sacrificio generoso que les hará libres. 

Madre, fuente de vida, río en que se bañó por primera vez mi ser ingenuo. Al final del sendero nos recibió el canto de la alondra, llave del reino de las puertas doradas, bulliciosa promesa de la primavera eterna del sur al que los ancianos renunciasteis para salvar a vuestros sucesores. Tras embriagarme de su dulce son premonitorio, di de beber a mi gente, la alimenté con los frutos de un árbol añoso y, mirando hacia el lugar donde rompería la aurora dormí después de jornadas de vigilia sin tregua. Y soñé con un prado como una alfombra esmeralda, los brazos extendidos buscando el calor que me llegaría, con la brisa jugando con mi cabello extraño, de otros brazos que acunarían a tus nietos, allá en el país del loess. 

Donde la lluvia es amarilla, como en Macondo.

Fuente imagen: la-luna-de-hielo.blogspot.com

martes, 7 de mayo de 2013

Sánchez Benedito y su nuevo blog

Dejadme presentar a una de las personas más interesantes que conozco con una de sus propias frases: "Teaching I’ve always found fascinating and rewarding" (1). Francisco Sánchez Benedito ha hecho de su profesión una pasión; su amor por las palabras le ha llevado a investigar y a descubrir relaciones de significados e íntimas conexiones entre los campos léxicos. Pero al mismo tiempo, su dedicación pedagógica nos ha permitido a sus alumnos aprender las bases constructivas de un idioma que a la mayoría de los españoles se nos "atranca". 


Por eso, los que nos hemos cruzado en nuestro camino con este entrañable profesor somos unos auténticos privilegiados. Pero los que con el tiempo, además, hemos podido llegar a conocerle y a constatar que es un ser verdaderamente excepcional, somos, además, afortunados. 


El nuevo blog de Sánchez Benedito es una delicia; la guinda de una sabrosa carrera colmada de éxitos profesionales y de anécdotas tan sustanciosas como divertidas. Desde el punto de vista estrictamente didáctico, se trata de un trabajo muy encomiable, que sin duda ayudará a muchísimos filólogos y, como es el caso de vuestra Lola Lavanda, a esos eternos aprendices de un idioma que, como cualquier lengua viva, no se agota nunca y es fuente manantial de conocimiento y de sabiduría, además de permitir, como koiné o lengua franca del mundo contemporáneo, una comunicación universal altamente enriquecedora tanto a nivel interpersonal como social y cultural.

Os dejo el enlace:

Muchas gracias, profesor, por guiarnos en la construcción de los mapas simbólicos de esa aldea global a la que  nos conducen irremediablemente los nuevos tiempos.


(1) Frase extraída del blog http://javiervallestero.blogspot.com.es/2013/04/interview-with-francisco-sanchez.html, donde puede leerse la entrevista íntegra que Francisco Javier Martín Real le ha hecho a nuestro querido profesor.

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