domingo, 28 de julio de 2013

Castillos en Marte (Novela por entregas)


Capítulo cuatro

En las afueras de Marte

Miro hacia atrás en el tiempo y procuro recordar como era yo entonces. Una más en la multitud, rodeada de gente, pero profundamente sola. A veces, tenía la impresión de ir caminando a contrapelo, en dirección opuesta a la que el Gran Fabulador había dictado para mí. Sí, entonces, creía en un inmenso poder metafísico, al que colocaba sentado a horcajadas en la bóveda celeste, contemplando hacer a sus pequeñas criaturas, igual que el niño que juega con su terrario de hormigas blancas. Presentía el cosmos y mi intuición de lo ultraterreno como parte de mi barrio: la vía Láctea era una vaquería en las afueras de Marte, con la techumbre plagada de galaxias y supernovas en plena ebullición, que podía verse más allá del embudo del telescopio, en la torreta del castillo.

¡Qué momentos viví en aquellos espacios imaginarios! Mientras Úrsula lo pasaba en grande tomando el té con sus amigos invisibles, yo fantaseaba en mis propios mundos. Tenía ocho años, y había descubierto lo que era el dolor. Culpaba a la Usurpadora de todas mis desgracias, de las que huía encerrándome en habitaciones de pasillos estrechos, con vistas al alma. Nadie más que yo cabía por el hueco de la escalera que conducía hasta ellas. Nunca dejé que Úrsula subiera y, aunque ahora me arrepiento, supongo que fue una reacción natural provocada por los celos. Ella era un bebé rollizo, con grandes ojos negros que resplandecían como el fuego en la Materia Oscura, si la Materia Oscura ardiese. De sus encantadoras mejillas se desprendía el brillo sano de su felicidad inocente, que había dado al traste con la mía. Yo la quería, la quería muchísimo, pero por fuera me hacía la dura y repetía comportamientos agresivos que había visto en otros hermanos mayores como yo y celosos como yo del amor que los nuevos hermanitos despertaban en sus padres. Empezaban las preguntas: ¿no eran los míos lo suficientemente dichosos aún? ¿No les bastaba con mis gracias y carantoñas? ¿Se habían aburrido ya de de mantener y alimentar a su salvaje hija de pies descalzos? Que Papá no me quisiera no me importaba tanto, porque se pasaba la vida trabajando lejos para pagar la hipoteca del castillo. Pero no soportaba tener que compartir a Mamá con la Usurpadora. Todo cambió en un instante. La galaxia se revolucionó como un calcetín vuelto del revés con aquella inoportuna visita de la Cigüeña. Ya nadie me cortaba los bucles enredados en chicle. Mi cabello creció y creció como las habichuelas mágicas del cuento. Serena, nuestra hermana mayor, me conducía a la azotea y trenzaba sin tregua los largos ramales de seda castaña, ahora flexibles a causa del peine y el acondicionador. Yo, como un pajarillo de alas rotas, me dejaba llevar dócilmente. Al fin y al cabo, hiciese lo que hiciese, no conseguiría llamar la atención de los adultos. Comencé a portarme mejor y pedí que me volviesen a llevar al colegio, cuando llegara el invierno. Hubiese preferido caerme mil veces por las escaleras o comerme uno a uno los chinos del patio antes que permanecer a solas con Úrsula. Y es que de cuando en cuando sus pupilas, agigantadas por las llamas de la chimenea, brillaban con un siniestro resplandor.



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domingo, 14 de julio de 2013

Castillos en Marte (Novela por entregas)

CAPÍTULO TRES

ÚRSULA, LA USURPADORA

Me enfrento a la página en blanco y le pregunto si ha visto alguna vez a una embustera tan nerviosa como yo, tan ansiosa por contar su historia y soltarla como quien suelta un exabrupto. Quizá no cueste tanto ir juntando las letras y poniéndolas en orden, en el orden que yo quiera porque soy su inventora, su geniecillo con lámpara maravillosa incorporada. En el lugar donde los anhelos se cumplen, donde las invenciones se convierten en lo único e imprescindible para existir y ser feliz. Desde muy pronto me di cuenta de que allí, en el paisaje siempre verde de las mentiras con argumento, estaba mi otro universo. Los niños grandes del patio dejaron de causarme espanto. Ya no iba  de la mano de un adulto, chillando y suplicando y moqueando para que no me llevasen a rastras al colegio. Simplemente bastaba con uno de esos ensalmos, unos ojos redondos y brillantes y una sonrisa beatífica para convencer a aquellos seres altos y ocupados de que era verdad cuanto yo decía. Y si un día me caía al suelo de chinos del patio en la escuela, y me caía por pura inercia –así es como besan el pavimento quienes juegan solos- enseguida venía a mí la patraña salvífica. ‘Los niños grandes me han empujado escaleras abajo’. Y dos gruesos lagrimones, seguidos de un teatral tembleque, rubricaban mi engaño. Sólo me faltaban, a la espalda, dos alas de ángel. La tercera ocasión en que aparecí con los leotardos rotos y las rodillas desolladas, mi padre, que nunca se enfadaba, que era una especie de héroe anónimo con la ‘S’ de santo bajo el batín de peluquero, que era amigo hasta de sus enemigos, armó una trifulca y exigió ver enseguida al señor director. Imaginen la escena. El progenitor de un lado, el enseñante de otro, y yo en medio con mi rodilla sangrante y mi vestido roto y mi gesto de compunción. Jamás volví a pisar el aula prefabricada ni el patio de chinos sueltos. Y, mientras mi Edén particular duró, me cuidé mucho de que la inercia (verdadera fuerza de oposición de una embustera) me provocara una accidental caída. Permanecí el resto del curso escolar en el castillo, al cuidado de mi madre y de mi hermana mayor, que era como una réplica materna en miniatura. Cuidados gemelos y regaños idénticos para el rabo de lagartija que, a sus seis años y algunas lunas, no paraba un momento quieta. Pronto me aburrí del silabario y quise explorar las habitaciones de aquella casa que me parecía inmensa. No me cansaba de andar de un lado para otro, jugando a esconderme entre grandes armarios y desvencijados baúles. Pensaba yo, infeliz, que algún tesoro albergaban si con tanto empeño su contenido era guardado bajo llave de siete vueltas. Mi empeño forzaba denodadamente los cierres y los pestillos, hasta que la vejez y las polillas los vencían y se abrían como el mecanismo de un reloj estropeado. Pero, ¡oh, decepción! Allí no había más que algunos trajes con aspecto de haber sido usados hacía muchos, muchos siglos, tantos como al morir tenía el abuelo al que vagamente recordaba. Pero ¡qué bien se estaba dentro! Creo que pasé la mayor parte de mi infancia allí escondida, o imaginando que lo estaba.
Fui expulsada de aquel paraíso con olor a naftalina el mismo día en que Úrsula, la Usurpadora, llegó al castillo. Desde entonces, Marte nunca volvió a ser el planeta enano donde yo gobernaba, con puño de hierro, desde mi trono crisoelefantino.
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viernes, 12 de julio de 2013

Castillos en Marte (Novela por entregas)

CAPÍTULO DOS

EN LA TIERRA DE LAS MUSAS

Sí, justo allí, así me has encontrado. Con mi maleta de tergal color rojo, y esa sonrisa estúpida de los martes. He visto las luces de tu camión y me has subido sin rechistar. Tienes la mano en el freno, porque no te atreves a levantar el zapatazo del acelerador, todavía. Y tocas el claxon por si de repente me he quedado sorda de tanto gritarte. Subí a las montañas doradas en tu busca, y no pude hallarte. Y llorando como una criatura decidí que nunca más volvería a escribir una palabra. Pero allí estabas tú, musa albanesa, intrépida capitana de un barco con doble eje. Y me susurraste al oído: “¡En paz te halles si me pierdes, pero si lo haces, no hayas de vivir nunca”. Díjome esta arpía arrabalera con el timbre pastoso de su voz a medio gas, y yo seguí caminando con ella detrás, siguiéndome de cerca subida en su tráiler. Con la muerte en los talones me encontré, y como Aquiles el de pies ligeros corrí. Sin aliento llegué a cada lugar; en todas las ciudades era recibida con pan y sal. Pero en el fondo de cada espejo allí estaba ella, un ojo abierto y otro cerrado. “¡Loca! ¡Nunca escaparás de mí! ¡No habré de dejarte jamás, pues hasta la eternidad eres mía!”. A veces, mi musa me dicta hasta cansarse, y luego se duerme murmurando algún taco, la botella de whisky derribada por el suelo. Se parece a Charlize Theron en Monster. Pero ella es muy mala actriz y estoy segura de que nunca me hará ganar un Oscar. Pobre diabla de puntas abiertas, pestañas postizas y uñas grasientas. La odio casi tanto como a mí misma.
 *** 
Me ha llevado a un paraje color pupila de gato. Y me ha soltado en medio, y me ha dejado sola para ir a tomar unas birras. Es increíble, pero comienzo a caminar y ya no siento miedo; no tengo seis años sino casi ocho y mi madre está esperando un niño que no tardará en nacer. Los habitantes del castillo están como locos; parece como si nunca se hubiera recibido a un infante o infantina en la torre del homenaje. Primeros asomos de celos nonatos: ‘¿Y qué ocurre conmigo, pues? ¿Me encontrasteis en el foso, o bajo el puente levadizo?’ Yo pasaba mis horas en el huerto, jugando a buscar pequeños tesoros. De cuando en cuando, brotaba una flor tierna y yo la seccionaba con mis dientes, para beber su jugo y entretener el sabor verdoso en las comisuras de mis labios. En aquella época, era normal que las comedoras de chicle hiciéramos cosas raras para matar el tiempo. Y, en lo que respecta a los bichos, éramos conocedoras de todos sus secretos. Sabíamos, por ejemplo, que las arañas poseían cuatro patas en cada extremo del cuerpo, y que podían sumergirse en agua, como diminutos buzos. Y que los felinos tenían no siete, sino infinitas vidas. Había un niño en aquella época, Miguel. Era de Finisterre; vino a Marte con su hermana, y nos hicimos muy amigos. Pronto convertimos el huerto en un campo de prospección arqueológica. Las excavaciones en la zona eran tan frecuentes que los rosales de mi madre murieron por exceso de oxígeno y defecto de raíces. Por desgracia, Atapuerca no había abierto sucursal en nuestro patio, pero los bichos campaban por sus anchas, por culpa de una avería en los motores de la depuradora de aguas. Cada vez en mayor número, las figurillas desgarbadas, arrastrando sus antenas y sus élitros, invadían lentamente la tierra, hasta que no quedó un átomo libre en el espacio, vagamente triangular, del huerto. Pronto no se podía pisar sin sentir el ‘clac’ característico de los exoesqueletos zoomórficos al quebrarse y estallar, una fracción de segundo antes de quedar atrapados en las rendijas de la suela de goma vulcanizada de nuestras botas exploradoras. Aquella primavera en la que fui, por última vez, la reina del castillo, compartí con los adultos el extraño fenómeno, que atribuí no a la fetidez del estanque cercano, sino a las maniobras nigrománticas de mi nuevo amigo. No cabía duda de que Miguel había convocado aquella plaga, con su cara redonda de no haber roto nunca un plato. La parte real: el sortilegio, sencillo, aunque asqueroso, había sido por entero idea mía: un grillo decapitado en una cajita de cerillas a la que habíamos prendido fuego, para después esparcirnos las cenizas por las mejillas y el pecho. Y luego, la parte inventada: todos los bichos del mundo habían venido al huerto y se nos habían subido encima, y nos habían entrado por las orejas, por los agujeros de la nariz, por los ojos. Y Miguel, como un zombi, riéndose hasta que un gusano gordo y blando le había asomado por la boca... Fue mi primera mentira con argumento. Mi primer cuento. Lo redacté y lo ilustré primorosamente, prestando especial atención a las arañas, todas con largas patas y cuerpos esféricos, igualitas que aquella Charlotte cuya muerte injusta me había conmovido en lo más íntimo. Pero nadie prestaría ya oídos a mis fantasías; mamá estaba lejos, muy lejos, feliz y sonriente, con la Usurpadora en sus brazos.
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domingo, 7 de julio de 2013

Castillos en Marte (Novela por entregas)

Por Paqui Castillo Martín



CAPÍTULO UNO

CASTILLOS  EN MARTE Y MARCIANAS EN LA TORRE DEL HOMENAJE

Pensar puede ser un don, o un castigo, pero preces o maldiciones, el pensamiento corre siempre hacia adelante, como los galgos persiguiendo a la perdiz del cuento. Recordar es un acto doloroso, atroz, porque una vez estamos atrapados en las redes de la memoria, de nada sirve el pensamiento y su vórtice de tiempo encapsulado y proyectado hacia arriba y bien lejos, escupido hacia el horizonte contaminado. No; el recuerdo nos vence, nos adormece, nos aprisiona y nos convence de que no hay nada mejor que sentarse a recordar. Como si el mañana no fuera a amanecer nunca. Como si el sol se hubiera puesto de repente para no volver a salir. Como si sólo hubiera estrellas en una noche eterna, congelada en el ayer del que dicen que siempre vuelve. Pero, en mi caso, el ayer nunca se marchó. Y yo me quedé aquí con él, viviendo para recordar.
Mi vida no tuvo ningún sentido especial hasta que cumplí los ocho años. Supongo que hasta entonces, era un poco como la de todo el mundo, con sus colores chillones, su música suave y sus veranos tan largos y cálidos que parecían desleírse y convertirse en hilachos donde se alternaban los primeros días de colegio con los tirones de pelo y la llantina por el miedo inocente a los niños grandes. Hubo algunas impresiones certeras, desde luego, como el olor a armario viejo que desprendían las pertenencias de mi abuelo encerradas en algún arcón astroso. O como aquel niño que a sus cuatro años fue mi más pertinaz enamorado, con tal fe posesiva en su pequeña novia que se aferraba al balcón de mi casa cuan corto era cada vez que sus padres le proponían algún motivo razonable para separarse de ella.
Pero aquella Julieta de pacotilla no fue capaz, que yo sepa, de querer nunca en la medida en que le era exigido. A ella lo que le gustaba era brincar en la calle sucia con los pies descalzos, saltar en la arena mojada de las obras -inacabables en el barrio- o montar en sus patines oxidados. Con aquel corte de pelo despiadado, su madre había hecho desaparecer la corona de bucles que ensortijaba la cabeza rebelde de su más que rebelde tercera hija. “Julia, estate quieta mientras te peino, o me obligarás a...”. Nunca llegaba a terminar la frase. Mamá cogía las tijeras y podaba el sobrante ante mi escaso asombro. La noche antes yo misma me había pegado, después de masticarlo a mala conciencia, un chicle en la nuca; no soportaba ya tantos tirones; Mamá amaba mis rizos pero odiaba los enredos, y optó por una solución salomónica: cortar todo, chicle incluido. Creo que a Sansón, el primer comedor de chicle del mundo, le pasó lo mismo.
Puede ser que esas impresiones sean tan falsas como Judas, pero las convoco porque me alivia el sentimiento de soledad y quizás me libera de alguna que otra carga de rabia, o lo que es lo mismo, me endulza la leche agriada. Alguien se podrá preguntar por qué escribo esto, y por qué ahora. No tengo por qué explicarlo pero me gustaría aclararme un poco las ideas y quizás estas líneas sirvan de palimpsesto. El verdadero cuento aún no ha comenzado. Déjenme divagar por las avenidas de lo verdaderamente imprescindible, que es lo único que merece ser contado.
Hay como un pálpito en los orígenes de uno, una especie de latido primitivo en el que todos fuimos parte de una esencia cósmica digamos, preternatural. Existen seres que comparten ese pulso y lo llevan en la masa de la sangre. Es el recuerdo de lo que éramos, ese ayer de hace eones y que en algunos de nosotros aún pervive y de cuando en cuando se manifiesta en las formas más inesperadas. Siento que al principio las sensaciones eran cálidas, y se mezclaban unas con otras en confusa armonía. Aquel seno materno que era un caos fértil, tierra de promisión y generoso alimento. No puedo saber, sólo respirar el aire de la noche en que fui concebida, que es el mismo aire que corre ahora entre mis pulmones, y hallarme de nuevo en aquellas aguas margosas, como una diminuta huella de un fantasma en su claustro pálido. Cuando apenas tenía un cuerpo, y era toda alma.
Seis años. Un vestidito azul de lana, con un bordado de un barco y solapas blancas, redondas. Los ojos zaínos, observando seria la larga fila infantil. La cartera con un bocadillo de foie-gras y una margarita recién cortada. Y la larga fila infantil que amenaza con devorarla, y que se empeña en socializarla, en convertirla en parte del grupo. Ella con sus calcetines hasta los tobillos, uno más alto que otro, los zapatos borrosos en las puntas, las manos gordezuelas tras la espalda. Y la larga fila infantil que avanza, hacia adentro, como tragada por la escuela portátil en medio del patio de chinos. Y el miedo, y los niños grandes haciendo su agosto en las calaveras de los más jóvenes. Grititos y estornudos y un zumbido como del espacio exterior, capítulo inacabado de La dimensión desconocida. Y las calaveras mondas y lirondas de los débiles que avanzan en las manos de los niños grandes, recitando el monólogo final de Hamlet en confusa letanía.
Abro los ojos, con el corazón en la boca, pero nadie consigue despertarme de mi sueño.
No tengo miedo pero estoy otra vez en la calle, vestida con el pijama. La pesadilla de los años en que el ego se representa externamente, a través de la ropa. Y hay un circo de payasos y un zoo al que acuden todos mis amigos. Pero yo me quedo rezagada, en pijama y empijamada, mohína y obtusa, como Spiderman en domingo. Comienzan las burlas y mi maestro me llama la atención perezosamente, como obligado, porque en verdad está disfrutando del espectáculo. Y el pierrot del pelo cortado a tijera, con su pijama quimono, se sube al estrado y baila una canción triste. Todavía no lo sabe, pero se ha convertido en el hazmerreír del circo. El payaso listo toca el claxon, y un elefante comienza a dar volteretas como si en ello le fuera el sustento. Aunque no importa, porque ahora el público se ha puesto en pie y aplaude frenético al maestro de bigotes lacios. El pierrot del quimono ha hecho mutis por el foro pero qué más da. Nadie sabe que existe.
Ahora sí que tengo los ojos abiertos.
Me prometí comenzar el cuento de mis ocho años, pero jamás cumplo lo que prometo. No sin lucha, al menos. Porque es cierto que antes de mis ocho años, no hay materia narrativa enjundiosa, tan sólo espacios colmatados por sedimentos, presencias infinitas, probable conciencia de inmortalidad que duró lo que dura un pestañeo. Aunque está ahí, y regresa y quiere hacerse escuchar para ser contado porque se considera a sí mismo relevante, eso que tiene un nombre y una fecha y que forma parte de mi historia, se resiste mucho a concreciones. “¡Dispara!”, ruge dentro de mí la voz de la musa (quien la haya imaginado delicada, se equivoca de parte a parte; tiene el aspecto de camionera aguardentosa). “¡Vamos!”, vuelve a rugir, esta vez perdiendo los estribos, y a punto de meter el tráiler en la autopista.
Maldita tirana, capital de Albania, tierra de las musas.

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