domingo, 6 de abril de 2014

Granada

Yo he visto Granada en sueños. Era etérea, frágil, un caballo errante en la memoria. Llovía. Apenas unas gotas de rocío impregnaban las farolas, el capó de los coches, mis ansias de volar y los campos de madrugada. Granada era un desierto poblado de rosas, de marquesinas rojas a media luz de gas, una entelequia sin nombre. Granada era yo y no lo sabía, y no quería saberlo, sólo sentir la noche y la lluvia en mi rostro, la desesperación y la esperanza absolutas, el muecín en el alto mihrab y la Alhambra solitaria como una estampa encantada. Allí, bajo todos los nombres del rezo, latines, hebreos y árabes bautizando el alba de oraciones de mezquita. Allí Granada era un albo copo de nieve, transparente como lágrima sin beso, alquimista de amaneceres y promesas, artificio, sombra...
Granada me esperaba rodeada de un halo de misterio, como una mujer en su castillo encerrada, inz al-mara contoneante con su talle de avispa envuelto en nácares e inciensos. Allí amé una vez, y yo no lo sabía. Me enamoré del manantial profundo, del rescoldo en la penumbra y del murmurar en la fuente. Granada eran unos ojos negros, el ala de una leve gaviota y el abanico de plata en el zoco. Y mil soldados sarracenos...Granada eras tú, y yo no lo sabía. Tan sólo sentí al imán que me nombraba al recitar los versos coránicos que llevan tu nombre.
Yo he visto Granada en sueños.

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